El miedo tiene los ojos grandes. Gustavo Sanabria

El miedo tiene los ojos grandes - Gustavo Sanabria


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demasiado cerca de él, gozando de manera descarada del único libro que le pertenecía.

      —¿Te gusta eso? —preguntó Camilo, despectivo.

      —Es la mejor novela de Roberto Bolaño. ¡Besaría a cualquiera de los detectives salvajes!

      —Me la regalaron antes de salir de Colombia. No entiendo a esa parranda de vagos perdidos en la vida que solo follan y hablan de poesía.

      Eugenia escuchó este comentario como un halago a la novela y rio. Me la imagino así, como es ella, con ese habladito dulzón hablando sobre su amor a los libros, abierta a altas intensidades espirituales y a la contradicción de sus emociones. Y al idiota de Camilo oyéndola como quien oye el viento.

      —Entonces no conoces nada de México, ¿cuánto tiempo llevas aquí?

      —Unos dos meses, poco más; pero sí, sí conozco gracias a los periódicos que leo.

      Eugenia miró con preocupación los recortes de noticias que oscurecían el lobby, y empequeñecían cada vez más el espacio en el que Camilo se atrevía a moverse con soltura. Ella lo invitó a tomar una cerveza al bar de la esquina, y Camilo con la mano sobre la boca, la rechazó. Entonces Eugenia decidió marcharse esa misma tarde a Xochimilco. Antes de despedirse, intercambiaron números de celular.

      Sobre el suelo del zócalo de Xochimilco, Eugenia extendió un trozo de tela sobre el que mostraba sus productos. No vendió ningún libro en dos días. Al final del segundo día se marchaba derrotada y comenzó a recoger la tela cuando un joven se acuclilló para ver los librillos. Compró dos y además invitó a Eugenia a una fiesta que organizaba en su casa para el sábado. Le dijo que podía ir acompañada, ojalá de amigas viajeras, porque él deseaba viajar por el mundo.

      Dos días después –un miércoles– Eugenia recibió una llamada a las tres de la madrugada. El timbre la despertó de un brinco. Era Camilo, llamaba para decirle que Roberto Bolaño era un loco. Si me hacen eso a mí, yo lo puteo; la mexicanita, en cambio, le montó conversación y acabó por invitarlo a la fiesta del sábado ¿Qué tenía esta mujer en la cabeza? No sé cómo lo convenció, pero logró mover a ese tipo que se había asentado como piedra en un sofá y le había rechazado una cerveza. Camilo aseguró que llegaría a la mañana del día siguiente y, a pesar de tanta insistencia, no apareció. En la mañana del sábado, Eugenia empacó sus cosas y eligió su siguiente destino. Consideró que la fiesta de aquel chico –su único comprador en Xochimilco– sería una pérdida de tiempo, y que mejor buscaría suerte en otro sitio. Justo a la salida del hostal se encontró con Camilo, vestido con una larga gabardina, un sombrero negro de ala ancha y gafas de sol. Algo ocultaba él, pero a ella no le importó y lo abrazó. Creo que desde ahí tuvo que acostumbrarse al hedor que salía de la boca de Camilo y lo envolvía como una niebla verde.

      La fiesta fue en una casa de dos pisos llena de estudiantes universitarios. Camilo se negó a quitarse la gabardina y todo ese atuendo aterrador, y no se molestó en moverse del sofá más recóndito que encontró. Eugenia, por su parte, se liberaba en la pista de baile improvisada en una pequeña sala. La marihuana la relajó al punto de moldear su cuerpo de acuerdo con las ondulaciones del aire. Pensó que por fin había comenzado el gran viaje y bailó con más frenesí. Unos chillidos de dolor interrumpieron la música. Eugenia dudó, pero, sí, eran chillidos y golpes lo que escuchaba. Abrió los ojos y vio, sobre el suelo, el sombrero de Camilo, rajado a la mitad. En la siguiente habitación, un puñado de estudiantes pateaban a Camilo. Él, desnudo, se revolcaba en su propia mierda y gritaba que Roberto Bolaño tenía las piernas flácidas. Un estudiante flaco le disparó con un rifle de balines metálicos, y otro levantaba un bate sobre su cabeza. Eugenia lo detuvo antes de que lo dejara caer en el cuerpo desnudo de su amigo.

      Fue engorroso cargarlo malherido de regreso al hospedaje. Tendido ya en la cama, temblaba y seguía diciendo incoherencias. Decía ver a su propia madre untada en las paredes, como embarrada, y mantenía una insólita conversación con esa mancha. No respondía a las preguntas de Eugenia, quien le curaba las heridas y limpiaba su cuerpo con un trozo de seda blanca que había rasgado de una de sus blusas. La mano de Eugenia recorría el torso lastimado y delineaba con cariño la figura de Camilo. Pronto la tela se tiñó de rojo y café. Eugenia se inclinó, puso sus pechos sobre el cuerpo cubierto de sangre y mierda seca, y preguntó: ¿qué hiciste; ¿qué pasó? Camilo respondió: probé la marihuana. Eugenia lo cubrió con una cobija, lo besó en la boca y se acostó a su lado. No sé qué pudo haberle visto a ese tipo, que además de feo siempre la metía en problemas.

      Eugenia planeó seguir con él hasta la frontera con Guatemala y luego continuar su propio camino. Por esos días despertaban juntos, ocultos por una nube verde que Camilo exhalaba cada noche. Este tipo era un cobarde que no salía de la habitación sino para trasladarse a otra habitación en el pueblo siguiente. Salía anidado en su gabardina, lanzando miradas para todas partes para cerciorarse de que nadie los persiguiera, y leía –con actitud de espía– el periódico frente a la parada del bus. En una ocasión, Eugenia, sentada en el zócalo de Tetecala con sus libritos, recibió un buen susto. No sintió el momento en que llegó Camilo detrás de ella, la alzó del suelo y la cargó sobre su espalda. Él no había soportado la habitación del hotel y no consideró seguro ningún lugar en la ciudad, entonces se cargó a Eugenia fuera de allí. Una madrugada en Oaxaca Camilo arrojó a Eugenia –envuelta en cobijas– por la ventana del hospedaje. La inquietud paranoica de Camilo no la dejaba ni dormir, pero Eugenia, que es puro amor del torpe, le agradeció porque huyeron sin pagar. Pocos días después Camilo quemó los libros de Eugenia y le dijo que no trabajara más porque los estaba exponiendo demasiado, y que él se encargaría de los gastos. Ella aceptó y con eso su viaje cambió. Ahora Eugenia tampoco saldría del hotel. Las paredes se repetían como los canales de televisión. De día dormían desnudos y aprovechaban la noche para huir quién sabe de qué.

      En Tamaulipas Camilo se hizo con algo de valentía. En horas de la tarde el bar del pequeño hotel de Tamaulipas hervía de gringos y chilangos ebrios. Bebían en mesitas de madera ubicadas sobre la vereda. A media noche la barra cerró y las mesas se guardaron. Sin embargo, los turistas insistieron con el mezcal sentados a la orilla de la calle. Desde el interior del hotel, Camilo vigilaba a Eugenia, quien conversaba alegre entre el círculo de turistas. Ella le insistía con gestos para que saliera a tomar aire, pero no quiso salir. Camilo conversaba con un gringo borracho que tampoco salía. Se cubría con la mano para no molestar con su aliento hediondo y discutía su nueva obsesión paranoica con los bancos, que lo perseguían sin cesar, eso decía con preocupación, y cada vez más emocionado, al punto que olvidó cubrir su boca y la nubecilla verde golpeó el rostro del gringo, que acabó vomitando de asco sobre Camilo. Camilo continuó indiferente su monólogo cubierto de una costra de indigestión y solo volvió en sí cuando el tumulto de turistas que antes vigilaba entró al hospedaje en tropel asustadizo.

      Todos, excepto Eugenia, que estaba afuera peleando con un policía.

      —Señorita gringa, beber en espacio público es ilegal —dijo el policía a Eugenia.

      —Esta vereda le pertenece al hostal, y no, mamón, no soy gringa.

      —¡Donde yo pueda escupir es espacio público! —gritó y escupió en el zapato de Eugenia.

      —Señorita –continuó el policía—, yo la puedo robar y violar; nadie me va a tocar.

      —¿Cuánto quiere? —preguntó Eugenia con miedo. Sabía que no tenía dinero.

      En ese momento Camilo se acercó y levantó la voz al policía. Sin embargo, no logró pronunciar palabra alguna. Tampoco levantó el puño, cuando ya miraba satisfecho cómo el policía huía completamente asqueado, repelido por la nube verde de tripas podridas y vómito que Camilo traía como espíritu guardián. Resultó ser un policía bastante delicado. Camilo, por su lado, se siente audaz y, en un consecuente acto heroico, decidió regresar a Colombia, el terruño del que nunca comentaba nada con Eugenia. Sometido a la intensa curiosidad de ella, Camilo callaba casi como si no tuviera pasado. Decidió regresar a su país y llevarse a Eugenia consigo.

      El bar «A seis manos» es conocido en Bogotá. No nos pagaban mucho, pero a


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