El miedo tiene los ojos grandes. Gustavo Sanabria
con eso de ahorrar embobando el hambre a punta de arroz. Camilo volvió a ser el mismo miedoso que en Ciudad de México: se hundió en el catre del hotel a leer periódicos financieros. Tenía las paredes de la habitación empapeladas, esta vez con gráficas del alza de las acciones de empresas petroleras, las variaciones del dólar, el peso mexicano y el argentino. Solía asomarse por la ventana agitando un cuchillo y usando un viejo casco de bicicleta –que había encontrado roto en la calle–, para preguntar a los que por allí caminaban si eran banqueros o espías.
Yo estiraba el descanso que nos daban a las meseras con un cigarrillo que fumaba en el zaguán. Algunas veces Eugenia me acompañaba y me contaba todo esto. Llegó a decirme que se marcharía pronto hacia la Patagonia sin Camilo. Creo que sentía compasión por ese idiota, como si pudiera aportar al mundo una imperceptible fracción de justicia arreglándole la cabeza a Camilo, o había confundido el amor con el miedo, porque en verdad podía largarse en cualquier momento con el dinero que ganaba.
Una noche Camilo nos sorprendió. Salió de su encierro porque venía a darle una buena noticia a Eugenia. Ella no lo vio entrar, solo se percató de que algo sucedía porque todas las meseras estábamos murmurando frente a la barra desde la que despachábamos los pedidos. Era inconfundible con su casco de bicicleta, y le dije hasta a los de la cocina que había llegado un personaje. Me disponía a llevarle una cerveza que había pedido, cuando Eugenia, sorprendida, me detuvo, me quitó la botella y se la llevó a Camilo, que estaba en la mesa dieciséis.
—Me gusta que me visites en el trabajo, pero ¿cómo vas a pagar esto? —preguntó Eugenia a Camilo, y él extendió un billete de cincuenta.
—Tengo lo suficiente para irnos a Perú.
En el otro extremo del bar, una mesa de seis amigas, la mesa número cuatro, solicitaba a Eugenia a gritos; ya la conocían como la mesera chilanga.
—Camilo, ¿de dónde sacaste dinero? No te oigo…; espera, ya vengo, tengo que atender a las chicas de la cuatro.
El bar se quedaba pequeño para tanta gente que venía a bailar y escuchar salsa en vivo. En los trayectos que maquinalmente Eugenia hacía de una mesa a otra, se detenía por instantes para susurrarle algo a Camilo, me imagino que cosas de enamorada; pero, ante todo, le hizo prometer que no gastaría su dinero en alcohol, ni aunque se hubiera ganado la lotería. Las meseras teníamos la orden de Eugenia de no vender nada a Camilo y, sin embargo, lo vi tomarse cerveza tras cerveza. Parece que un par de marranos le invitaron la borrachera esa noche: un calvo y un gafufo que se iban quedando sin asiento. Camilo los invitó a compartir su mesa y conversaron como viejos amigos. En realidad, era una escena poco común. El calvo mantenía un silencio imperturbable y se movía en cámara lenta; en cambio, el gafufo embalado se estrujaba la nariz a cada rato, y el más normal –Camilo– usaba un casco roto de bicicleta. El gafufo intentaba hilar sus sentimientos hacia una mujer:
—Yo la amo; en verdad que amo a esa malparida. No sé dónde está ahora. Quizá follando, porque eso sí que le gusta. ¿Ya le conté que nos vamos a casar en un mes? Sí, sí, me voy a casar con una australiana.
El calvo rio en silencio.
—No es gracioso, no lo es, puede estar ahora en una orgia o en una fiesta con veinte manes echándole los perros; y así como es ella, que la conocí en una rumba salvaje…
El calvo hizo entonces un gesto y formó una pequeña prisión con las manos.
—¿Quiere que la encierre en un calabozo? No es mala idea —rio el de gafas.
—¿Para qué quiere a su mujer encerrada? Mire a la mexicana esta —dijo Camilo y señaló a Eugenia, que correteaba entre las mesas—; ella me enseñó la libertad. ¡Mire lo lejos que ha llegado!
El calvo insistió con el gesto de la prisión y rio sin emitir voz alguna.
—No, encerrarnos los dos tampoco es la solución
—reflexionó el gafufo, enfadado—; quizá Camilo tiene razón. Tiene sentido eso de que el amor es libertad, que ella agarre para donde quiera y yo haré lo que me entre en gana, y en el encuentro de esos caminos se dará el amor.
Y yo pensé: “¿Y si no se encuentran?”. Me mantuve cerca para oírles la conversación y por poco me les acerco a decirles eso, a botarles leña a los borrachos para que se entretuvieran. El gafufo había pedido una botella de whisky, el calvo se puso el casco de Camilo y siguió con sus filosofías.
Eugenia se acercó a Camilo riendo. Venía de la mesa cuatro.
—Esas chicas son unas coquetas, pero la más linda es la de nariz perforada.
—¿Nuevas amigas? —centellearon los ojos de Camilo.
Eugenia reanudó la entrega de cervezas, y Camilo detalló a las chicas de la cuatro. A cinco de ellas les brillaba una argolla en la nariz. Se quedó pensando en silencio con la mirada trastornada. Nada más le dijo a la mexicana que seguía pasando una y otra vez a su lado, comentándole rápidamente y por lo bajo cualquier cosa que estuviera pasando en el bar. Luego de una de esas veloces visitas, el calvo extendió el dedo medio y el índice en forma de V y pasó la lengua por el medio. Camilo no le dio importancia, porque tenía los ojos amarrados a la mesa cuatro. Entonces caminó tambaleante hacia las seis chicas de esa mesa, levantó un billete sobre su cabeza y gritó:
—¡Lesbianas, les invito un trago! Pero no me quiten a mi mexicanita, areperas, yo les curo la maricada con una dosis de verga. ¡Puedo con todas!
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