El jardín de la codicia. José Manuel Aspas
Arturo lo cogió y vio que era una invitación a un concierto de música clásica.
—¿Esto es en agradecimiento a todos mis esfuerzos por ayudarla, o se trata de una cita?
—Quiero que vea con sus propios ojos y escuche con sus propios oídos la buena inversión que se realizó con su dinero. —La sonrisa de Cecilia se amplió.
Arturo la miró. Esa monja lo llevaba a mal traer, desmejoraba su aspecto el hábito, pero con esa sonrisa la encontraba radiante. Su mirada se deslizó recorriendo toda la figura de la mujer. Era menuda, debajo de la ropa no debía haber un cuerpo exuberante. Por eso no dejaba de preguntarse qué era lo que tanto le atraía de ella. Podía tratarse de una mezcla de morbo y curiosidad, en definitiva era una monja. Circulaba el rumor de que una noche hacía ya mucho tiempo, la monja sufrió una agresión y la violaron. Nadie lo sabía a ciencia cierta. A ella no se le notaba ningún tipo de trauma ni reparo cuando trataba con hombres. Todo lo contrario, su actitud era la de una mujer enérgica y dominante, con una fuerza interior poderosa.
Arturo sabía la verdad. Con su influencia y con dinero pudo acceder a los informes médicos que esa noche se le realizaron a Cecilia Padilla tras ingresar por urgencias en un hospital. Efectivamente, recibió una brutal agresión. Le partieron varias costillas, la clavícula y tenía hematomas por todo el cuerpo. También, por supuesto, la forzaron salvajemente como consecuencia directa de la violación, y los daños sufridos le dictaminaron que no podría tener hijos. En ocasiones se preguntaba el motivo que le llevó a buscar para sí mismo esa información. Pasaron unos segundos en los que Arturo estuvo ensimismado en sus pensamientos. Cuando levantó la mirada, Cecilia había dejado de sonreír; estaba algo sonrojada. Pero Arturo no supo descubrir si se trataba por el rubor propio de las mujeres cuando se les desnuda con la mirada o porque Cecilia había descubierto que él conocía la realidad de lo que ocurrió esa noche.
—Perdona, Cecilia. —Se levantó, desconcertado. Se dirigió a la ventana dando la espalda a la monja. Su exclamación había sido tan espontánea y sincera que había desarmado completamente a Cecilia.
Cuando se giró, la miró a los ojos. La admiraba, eso era lo que realmente sentía por esa mujer. La admiraba como jamás había admirado a nadie. Admiraba su tenacidad, su constancia, su fuerza y su valentía. Él conocía y vivía en un mundo de cobardes y de hipócritas, un mundo no muy diferente al que vivimos todos. Le costó un esfuerzo terrible volver a la realidad, concentrarse en la conversación.
—Perdona otra vez, Cecilia. Hoy estoy pasando un mal día —se excusó de forma un tanto burda. La volvió a tutear—. ¿Qué me decías?
—Mañana, el joven al que le está pagando su formación musical dará un concierto de violín. Ha desconcertado a todos. Es un virtuoso. —Se levantó—. Después de lo que está haciendo por el chico, lo menos que podemos hacer es invitarlo. Espero que venga. Me recoge a las seis y vamos a escuchar ese gran concierto. —Sin más, se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.
—De acuerdo —se apresuró a contestar Arturo.
—Hasta mañana —respondió la monja sin volverse mientras salía.
Arturo se quedó de pie mirando la puerta como un colegial. Se preguntó si le gustaría la música de violín, jamás había asistido a un concierto. El concierto lo habría organizado sin duda Gerardo Porto como personaje importante y destacado de la sociedad Carioca y habría invitado a la alta sociedad de Río de Janeiro. Sonrió para sus adentros: «Qué curioso. Esos personajes que aceptan su dinero, sus mujeres, su soborno, para que le concedan licencias y beneficios fiscales. Ofreciéndole sus caras más ruines, negarán hasta la saciedad conocer o haber tenido algo que ver con Arturo Do Silva, salido de las entrañas de la miseria, que trafica y se enriquece con la prostitución. Ahora se encontrarán cara a cara en la misma sala y si los presentan, se darán las manos y sonreirán. Es posible que algún político lo exalte como modelo de empresario emprendedor. Todos se conocen, si no de forma física, sí por los negocios discretos que mantienen. Esos miserables políticos que en público lo desprecian y a escondidas se venden como perras en celo. Actúan con la arrogancia y la insolencia del que cree que ostenta y mueve los hilos del poder. El poder lo da el dinero». Y Arturo Do Silva tenía mucho, mucho dinero.
«Iré, claro que iré a ese concierto. Es el momento de mirar a la cara a esos sinvergüenzas que se creen mejor que yo y de conocer a sus perfectas mujeres».
Además, acompañado de Cecilia Padilla. Sólo esperaba que por lo menos, fuese con su habitual habito, porque si no, sería un escándalo.
Vicente se trasladó a Valencia en el primer vuelo de la mañana. En el aeropuerto lo recogió Arturo. Fueron a comisaría directamente, donde les esperaba el Comisario y el fiscal. Les resumió todo lo investigado y averiguado en Barcelona.
—Se han presentado los cargos por asesinato contra el detenido. El juez ha dictado prisión preventiva sin fianza —les comunicó el fiscal—. Los resultados de las pruebas encontradas en los diferentes escenarios analizados lo incriminan directa y contundentemente. Me parece muy bien que usted —dirigiéndose a Vicente—, amplíe la investigación. Pero si quiere que le sea franco, soy bastante escéptico sobre la hipótesis de la conspiración que planteó el padre del acusado.
—Estamos de acuerdo en que en el peso de la investigación, la hipótesis presentada por el padre del acusado, tiene de momento poca consistencia. También conozco las innumerables pruebas encontradas contra su hijo. Le recuerdo que Arturo y yo somos los responsables de esta investigación. —La intuición de Vicente le decía dos cosas. La primera, que debía continuarse investigando la posibilidad de que existiese una supuesta mano negra en todo esto. Y la segunda, que al escepticismo del fiscal se le podía sumar sus ganas de resolver cuanto antes este caso. Seguir investigando podía sembrar dudas al caso y sobre todo, dar argumentos a la defensa. Era indudable que si se descubría una prueba que exonerase al acusado de su responsabilidad del crimen y el fiscal tuviera conocimiento de ello, sería el primero en presentarla ante el juez. Pero si únicamente se trataba de suposiciones, de meras conjeturas, cerraría esa línea de investigación inmediatamente. En definitiva, el fiscal pretendía ganar el caso y un caso de esta importancia y trascendencia significaba más peso y prestigio dentro de la fiscalía, estar más cerca de la línea de salida para futuros ascensos. Este tipo de casos sobrellevan una carga mediática muy importante con un gran número de fotógrafos y periodistas, y eso a los fiscales, los embriagaba. Además, la idea preconcebida que tenían en cuanto a líneas de investigación significaba encontrar pruebas que incriminasen a un individuo. Una vez encontradas, si tenían peso y fundamento, bastaban. Era absurdo desde su punto de vista buscar pruebas que lo absolvieran. En casos como este, la respuesta del fiscal sería: «Si quieren pruebas que lo exculpen, que las busque la defensa»—. Están apareciendo indicios que no podemos simplemente olvidar, y nuestro deber es cerciorarnos de que detenemos al culpable y no encerramos a un inocente por nuestra negligencia, aunque después no sea de nuestra competencia determinar su culpabilidad o su inocencia.
—Es muy elogioso por su parte, señor Zafra, su perseverancia por investigar hasta los más pequeños detalles. Pero no olvide que no es la primera vez que este hombre manipula en su propio interés a testigos o lo que haga falta. Y tampoco olvide que sus pesquisas en Barcelona no son resultado de su investigación inicial, sino fruto de la indicación del propio Jaime Poncel.
Vicente observó al Comisario. Se mantenía a la expectativa de los derroteros de la conversación. Era indudable que el fiscal y él ya habían hablado del asunto antes en privado. Su superior estaba sopesando si permitir a Vicente seguir con el caso abierto o cerrar la investigación.
—Analicemos la situación con perspectiva. De momento, sobre la escasez de datos de las dos jóvenes durante el periodo comprendido entre su entrada a España y la aparición de ambas en Valencia unos meses después solo hemos encontrado antecedentes de lo que realizó en ese periodo Mónica Ortega. Ahora sabemos que se dedicó a la prostitución de lujo, únicamente con clientes exclusivos —continúo argumentando Vicente—. No estaba en un club de alterne, ni pisaba la calle. Dependía de su proxeneta, que le buscaba los clientes. Le puso un pisito y le trataba como a una