El jardín de la codicia. José Manuel Aspas
le localizó en Requena, en un chalet de las afueras. En un momento que Mijaíl y su colega salieron a la puerta se procedió a las detenciones. En el registro del chalet, en el sótano estaba el cadáver del propietario del club con una oreja menos.
Borja Sardanés tendría aproximadamente la edad de Vicente. Alto, sobre un metro noventa y gordo, sus facciones prominentes. Cuando se estrecharon las manos en el saludo, Vicente constató que poseía unas manos grandes y fuertes. Su mirada curiosa, instigadora, revelaba que Borja Sardanés era un hombre muy sagaz.
Se apreciaba que la sala cumplía la doble función de despacho y centro de operaciones. Una gran mesa con varios ordenadores, sillas alrededor de la mesa como si trabajasen varias personas en ella junto a unos archivadores. El resto de la habitación, sin mobiliario. Las paredes tenían impresa la verdadera función de la sala, estaban cubiertas de paneles de corcho. Sujetas con chinchetas, infinidad de fotos y hojas escritas de forma piramidal, como organigramas empresariales. Vicente se acercó, le contemplaban innumerables caras en fotos de treinta por veinte junto a hojas de identificación. Al menos seis grupos formaban el conjunto. En algunos grupos se contaba con una foto y una hoja oscura a su lado; en otras, era la foto la que permanecía velada junto a unos datos personales. Había más de doscientas, y otras tantas hojas repletas de casos pendientes de procesarse en la base de datos.
Vicente comprendió al observar el conjunto la tarea ingente de investigación que había colgada en esas paredes, el trabajo laborioso, tenaz y meticuloso necesario para tejerlo. Al girarse, Borja lo miraba con satisfacción y orgullo.
—Impresionante —apreció Vicente.
—Son los seis grupos de delincuencia organizada que actúan en Cataluña y por supuesto, en ciudades de España. —Vicente lo escuchaba con atención—. Reúno toda la información que me suministran los diferentes departamentos, ya sean autonómicos o estatales. Aquí todos saben que cualquier información me interesa: conversaciones telefónicas interceptadas bajo autorización judicial, con quién se reúne una persona que está siendo seguida, dónde va y en qué restaurante come, las fotos que se realizan a uno de estos mafiosos en las bodas, comuniones y entierros, los números de móvil de toda la familia de estos individuos, chismorreos de los confidentes. Por pequeña que sea la información, me interesa. Luego, en esta sala lo filtro y lo pongo a buen recaudo, y con el tiempo todo va encajando. Las fotos que ves oscuras son personas que han mantenido una conversación con un destacado miembro de un grupo, pero no sabemos de quién se trata. Los tenemos identificados por voz, pero de momento sin rostro. Lo mismo nos ocurre cuando en un seguimiento observamos que se reúne un importante miembro con otra persona pero no sabemos de quién se trata, o desconocemos el motivo por el que se ha reunido. Esos datos están a la espera de que reunamos otra pequeña porción de información y nos ayude a atar cabos.
—Comprendo.
—Me ha ocurrido en ocasiones que un intrascendente dato ha sido crucial para entender el conjunto de una situación, o relacionar individuos. Es cómo un gran rompecabezas, reúnes piezas y esperas que en un momento dado puedas encajarlas.
—Es un trabajo extraordinario.
—Con vuestro permiso, yo os dejo. Cuando terminéis, llámame —les dijo Agustín.
—¿Qué necesitas? —preguntó Borja.
—Yo también estoy tratando de encajar piezas —le contestó Vicente.
—Toma una silla y siéntate. Empecemos por el principio y sabremos cómo poder utilizar a Leonor. —Y puso la mano con suavidad, como si lo acariciase, encima del teclado del ordenador—. Llamo de esa forma a mi particular base de datos.
—Curioso nombre.
—Es en honor a una mujer que conocí. Era fuerte, decidida, luchadora y no se desanimaba nunca. Madre de un buen amigo, pero eso es otra historia. Ahora cuéntame.
Vicente le comentó por encima la investigación sobre el asesinato de Mónica Ortega, la detención de Alberto Poncel y la denuncia interpuesta por Carmen Aranda. Le habló de las dos jóvenes. Apuntó como anécdota que también la segunda había sido asesinada en su país. Que según todas las pruebas analizadas, su incriminación en el crimen era concluyente. Entonces le comentó el periodo de tiempo transcurrido desde que las jóvenes entraron en España y aparecieron en Valencia, sin que existiera ningún dato sobre ellas. Posiblemente intrascendente para la investigación, pero había despertado su curiosidad. Ese era el principal motivo de encontrarse en Barcelona. Tras cuatro días de trabajo, los únicos datos nuevos de que se disponía eran los conseguidos a través del proxeneta y de la joven. Les dio sus nombres y también la información que aportaron.
—Vale —comprendió Borja después de asimilar toda la información—. Al tío ese lo conozco —refiriéndose al proxeneta—. Sobre la información que os han pasado, hay algo raro. Es muy extraño que le proporcione solo dos o tres servicios al mes y además, le ponga un pisito, sueldo y le dé libertad para gastarlo. Parece más una esposa que una puta. ¿Me explico?
—Perfectamente.
—Para todos los chulos, sus putas son máquinas de hacer dinero. Las pueden tratar bien si son rentables. Pero si tontean y no sacan pasta, son violentos y crueles. Lo sabes tan bien como yo.
—Lo sé —contestó Vicente—. Pero la chica insistió. Mónica decía que trabajaba dos o tres veces al mes y punto. También nos dijo que cuando Mónica hablaba de él, parecía que estaba enamorada y que salían juntos como una pareja.
—Algo inusual, pero bueno, una mujer con suerte. Dame sus nombres completos, a ver que nos dice Leonor. Pero te anticipo que no esperes magia.
Introdujo los nombres completos sin ningún resultado.
—Los nombres de las jóvenes en este mundillo carecen de importancia. La mayoría de ellas se los cambian. Si tuviéramos el nombre del proxeneta a pesar de ser un buen samaritano, podríamos saber algo más.
—Me lo imaginaba. —Vicente, desde un principio, no albergaba grandes esperanzas de encontrar más datos solo con los nombres, pero tenían que probar—. Pasemos a la segunda parte. Insisto en que todas las pruebas, y son muchas, incriminan a Alberto Poncel. Yo mismo en este momento estoy convencido de que ha sido él.
—Esto se pone más interesante. Continúa.
—El padre de Alberto Poncel, un abogado de mucho prestigio en Valencia, ha venido con una enfermiza historia. Anteriormente a ser abogado especulaba con temas inmobiliarios de forma agresiva, rayando la ilegalidad. Un tiburón sin ningún tipo de escrúpulos. Dice, porque te aseguro que fue él personalmente quien nos lo dijo de esta forma tan clara, que arruinó a más de uno. Por ese motivo piensa que todo esto puede ser un montaje, una venganza organizada contra su persona a través de cargarle un asesinato a su hijo.
—¿Cree que alguien mató a la chica y puso todas las pruebas para incriminar a su hijo?
—Efectivamente. Pero lo realmente gordo es que está convencido de que además, el mismo espíritu vengativo es el responsable de la muerte de los otros dos hijos. Una trama en toda regla para arruinarle la vida.
—¡Qué me dices! Se me han puesto los pelos como escarpias —exclamó Borja.
—Al primero lo atropellaron en 2001 y al segundo, como consecuencia de un atraco, en 2005.
—¿Y no trincaron a ninguno de los responsables?
—No.
—¿Y tú qué piensas? —le preguntó Borja.
—De momento, nada. Pero esta es la lista de las personas que el padre del detenido sospecha que pueden estar vengándose de él.—Sacó dos hojas y se las pasó a Borja. Constaban diez parejas en el listado—. Ha puesto los nombres de los matrimonios a los que de una forma u otra perjudicó hasta joderles la vida.
—Pero yo solo tengo datos sobre delincuencia organizada, nombres de gente metida en el mundo de las drogas, prostitución, extorsión, tráfico de armas, etc. ¿Crees que alguno de este listado está