El jardín de la codicia. José Manuel Aspas

El jardín de la codicia - José Manuel Aspas


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lleva el seguro puesto —les advirtió.

      —Un tío temeroso de Dios. —Arturo cogió el arma, puso el seguro y la introdujo en la bolsa de muestras. En ese momento se les acercó el forense. El técnico les entregó un llavero con varias llaves.

      —Se lo han cargado clavándole algún tipo de arma punzante en el pecho. Herida mortal sin ninguna duda.

      —Joder, Torres. Qué vocabulario tenemos de buena mañana. Una puñalada.

      —No sé qué arma han utilizado, pero le ha dejado un boquete de miedo. ¿No ves cuánta sangre ha salido? Hace menos de tres horas que ha pasado a mejor vida y a primera vista, no observo ninguna otra señal de lucha. Pero luego te comentaré más cosas.

      —De acuerdo.

      Vicente sacó el móvil y llamó a su superior.

      —Dime Zafra.

      —Esto se está liando.

      —Explícate.

      —Han apuñalado a un joven marroquí en la terraza, lleva una pistola en el bolsillo y una vecina asegura haber visto a tres hombres entrar en su vivienda más o menos cuando se lo han cargado. Parece ser que vive solo. Tenemos las llaves, pero necesitamos urgentemente una orden de registro.

      —De acuerdo. —Y colgó.

      —Zafra, una de las llaves abre la puerta de la terraza. —Arturo había probado con el fin de asegurarse—. Una de estas será la de la vivienda, seguro, y la otra del patio.

      —Señores —Vicente se dirigió a los dos técnicos de la policía científica—. Ya se ha solicitado orden de registro, nos la está tramitando el jefe. Estará aquí en dos horas. Tened presente que a la misma hora que se lo han cargado, tres tipos han accedido a la vivienda. Mirad bien la cerradura, el agente dice que parece no estar forzada, pero aseguraos.

      —Descuida.

      —Vale, luego nos vemos.

      En ese momento llegó el juez de guardia. Se terminó el procedimiento y se procedió al traslado del cadáver al anatómico forense. Los inspectores tomaron declaración a las vecinas que poco más pudieron aportar a lo que se sabía. La vecina estaba segura de que tres hombres habían accedido a la vivienda del fallecido, pero no podía atestiguar más datos sobre ellos. Los inspectores comprobaron la visión a través de la mirilla y efectivamente se apreciaba a las personas pero era imposible ver detalles, era muy antigua. La finca seguía tomada por varios agentes de uniforme a la espera de abrir la puerta de la vivienda, Vicente estaba seguro de que no habría nadie, pero era mejor ser precavidos. Se preguntó a todos los vecinos, pero nadie había observado nada extraño. Terminando con ellos, llegó la orden de registro. Abrieron con las llaves del fallecido y tras comprobar que estaba vacio, iniciaron junto con los técnicos el registro. En ese momento sonó el móvil de Vicente.

      —¿Dígame? —contestó.

      —¿Vicente Zafra?

      —El mismo.

      —Soy Antonio Mármoles.

      —Hombre, Mármoles. ¿Cómo estás?

      —Bien, muy bien. Me gustaría hablar contigo. Te invito a comer.

      Vicente conocía a Mármoles prácticamente toda la vida, juntos fueron a la «mili». Al término del servicio militar, ingresaron en el cuerpo de la Policía Nacional. Empezaron en la escala básica y juntos realizaron los cursos de profesionalización y promoción pertinente dentro del cuerpo, pero Mármoles pronto destacó por su obstinación y dedicación en los estudios. No era el clásico empollón. De personalidad abierta, alegre y con un sentido del humor extraordinario, tal vez un poco sarcástico, daba la sensación de ser el clásico alegre del grupo. Pero cuando de estudiar se trataba, era serio, constante y demostraba poseer una inteligencia poco común entre los que le rodeaban. Inició la carrera de abogacía y se graduó en el tiempo mínimo imprescindible. Emprendió entonces la carrera de criminología y profundizó en análisis forense. Al final solicitó una excedencia y montó un gabinete de asesoramiento jurídico y una agencia de detectives.

      Seguían manteniendo una excelente amistad. Se llamaban y quedaban de vez en cuando para tomar unas cervezas o reunirse con las familias a comer. Como ocurre casi siempre, poco a poco fueron distanciándose y pasaba más tiempo entre sus llamadas. Pero cuando se encontraban, era como si se hubieran visto antes de ayer. Eran conscientes de mantener una de esas pocas amistades que durarán toda la vida aunque no se alimenten diariamente. En el momento en el que Vicente escuchó su voz, dedujo por instinto el motivo de la llamada y quién lo había contratado.

      —Has tenido una crisis de nostalgia.

      —Necesito hablar contigo y además, tengo ganas de verte. ¿Puede ser?

      —Pues claro. ¿Dónde quedamos?

      —Dime dónde estás y paso a recogerte.

      Le dio la dirección y quedaron en veinte minutos.

      —Arturo, tengo que irme. Realizáis el registro y a las cinco nos vemos en comisaría.

      —Claro. ¿Pasa algo?

      —Un buen amigo quiere verme, voy a comer con él.

      —Pues lo primero es lo primero. Luego nos vemos y hablamos.

      Le entregó las llaves del vehículo oficial y se marchó. A los veinte minutos, Mármoles le recogió en la esquina indicada por Vicente.

      —¿Dónde me llevas a comer?

      —A Pontevechio.

      —Estupendo. ¿Cómo estás? —preguntó Vicente.

      —Muy bien. ¿Y tu mujer?

      —Mejor que yo —contestó Vicente. Siempre iniciaban así sus conversaciones. Ya tendrían tiempo de entrar en materia después de comer—. ¿Y el trabajo?

      —La agencia va viento en popa. He contratado a un joven fotógrafo que es un auténtico fenómeno. Actúa como un verdadero espía, se cree que todavía estamos en la guerra fría. Pero cuando se pula, será un diamante.

      Continuaron hablando de temas profesionales. Comieron sin prisas, hablando de cosas intrascendentes, alegrándose y disfrutando de la mutua compañía. Una vez terminada la comida, pidieron café. No era casual que Antonio hubiese escogido la mesa del fondo.

      —¿Qué tenías que preguntarme? —inquirió sin más preámbulos Vicente.

      —De todos los compañeros, tú eras el más agudo. Cuando pones esa mirada me recuerdas a un inquisidor, siempre perspicaz y paciente. Creo que ya has deducido quién ha solicitado mis servicios. ¿Verdad?

      —El padre de Alberto Poncel.

      —Afirmativo.

      —Sabes que estamos en medio de una investigación y existe el secreto del sumario. No querrás que me busque la ruina adelantándote cosas.

      Los dos rieron.

      —Lo sé. Sé lo que puedo y no puedo preguntar. También sé lo que no me puedes revelar. Y si te busco la ruina, siempre puedes venir a trabajar conmigo.

      —Ya estoy mayor para cambiar de profesión.

      —Eso es verdad. Con tu edad, no te contrataría ni tu padre, pero yo soy tu amigo. Además, si te busco la ruina, es lo menos que puedo hacer por ti.

      —¿Qué te ha dicho su padre?

      —He leído el pliego de cargos, lo incrimina sin ninguna duda. Claro que su padre no requiere mis servicios como abogado. Insiste en que hay una conspiración, una trama de venganza hacia su persona. Me ha relatado la conversación que mantuvo con vosotros. Cree en ella a pies juntillas y quiere contratarme para que la sustente con pruebas tangibles.

      —Quiere contratarte, lo cual me induce a pensar que de momento no has aceptado.

      —Efectivamente.


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