El jardín de la codicia. José Manuel Aspas

El jardín de la codicia - José Manuel Aspas


Скачать книгу
entre ambos se remontaba a varios años atrás. Una relación puramente comercial, marcada por las directrices del hombre que conducía y la codicia del otro.

      —Todo ha quedado bien atado, no hay ningún cabo suelto. Usted manténgase en su papel y permanecerá seguro. Nada le une a mi persona. Recuerde mis recomendaciones y no tendrá de qué preocuparse. ¿Me he explicado?

      —Sí —le contestó el pasajero sin mirarle directamente.

      —Si en algún momento necesita otra vez mis servicios, ya sabe cómo localizarme. Ponga el último viernes de cualquier mes el mismo anuncio en el mismo periódico y yo me pondré en contacto con usted de la forma convenida.

      —De acuerdo.

      Paró el vehículo y el pasajero se bajó. Ni siquiera un atisbo de despido. Cerca había una parada de metro.

      Mientras desayunaban, Vicente le comentó a Arturo que la conversación con el padre del detenido había despertado su curiosidad.

      —Voy a pedirle al Comisario que nos deje un par de días tranquilos y despejamos esa duda. ¿Qué te parece?

      —Tú eres el jefe, y yo te apoyo en tus decisiones.

      —Aquí no hay jefes. Somos un equipo de investigación —contestó Vicente. Aunque era consciente de que en todas las parejas de inspectores existía un acuerdo mutuo. Si había diferencia de años entre los dos inspectores, y se suponía que también la habría de experiencia, el más veterano llevaba las riendas en el trabajo—. Además, tú sabes que valoro tus opiniones siempre.

      —Ya lo sé, coño. Pero yo confío totalmente en tu buen criterio. Estoy aprendiendo.

      —No te hagas el humilde.

      —Como te decía —continuó Arturo—. En este momento la cosa está tranquila. No creo que tengas problemas en que se desvíen los casos a otros equipos durante unos días. Pero yo no le doy tanta credibilidad al padre. Creo que está intentando desviarnos del tema, crear una cortina de humo. Hay muchas pruebas que incriminan al hijo. Pensar en una conspiración significaría que todas las pruebas han sido creadas para inculparlo. Me parece demasiado de película, o de novela negra, pero en la vida real lo veo muy improbable. Además, tú siempre me dices, que cuando todo se complica, la opción más sencilla, la más obvia, suele ser la correcta.

      —Suele ser la correcta, cierto, pero no siempre ha de ser así. Además, no hacemos ningún daño a la investigación principal si personalmente profundizamos un poquito más en la otra hipótesis. Puedo decirle al jefe que dada la importancia del caso y la relevancia del implicado, quiero dejarlo todo bien atado.

      —A lo mejor no cuela. Querrá detalles.

      —De momento no tenemos que decirle nada respecto a la otra hipótesis. Solo queremos indagar un poco en la vida de la víctima y la anterior denuncia, la que realizó la otra joven, averiguar algo más de ese asunto. Es sencillo.

      —Por mí, sin problemas.

      El Comisario atendió las demandas de los inspectores. Les preguntó si existía alguna razón que él debiera conocer. Por unos instantes, Vicente y Arturo pensaron si podía tener conocimiento de la sospecha del padre. Al unísono decidieron mentir y se mantuvieron en que solo pretendían profundizar en la vida de las jóvenes. Les concedió tres días. Una vez solos en sus mesas de trabajo, Vicente distribuyó las gestiones.

      —Yo voy a reunirme con el guardia civil que investigó el atropello. He quedado con ellos dentro de un rato. Tú empieza con todo lo relacionado con las jóvenes.

      —Vale. Cuando llegaron a España, dónde residieron, trabajaron...

      —Efectivamente. Nos vemos aquí a las cuatro.

      Los cuarteles de la guardia civil, esos edificios de planta cuadrada, cinco o seis alturas, sólo ventanas, sin balcones, macizos y robustos, con las banderas en la entrada y con su austeridad militar. Vicente aparcó frente al cuartel, se acercó al agente que se encontraba en la puerta y tras identificarse, preguntó por el capitán Rogelio Pérez. El agente entró en el despacho, realizó una llamada y a los dos minutos salió a recibirle un hombre. Un hombre con galones de capitán que caminaba con paso decidido. El físico no tenía ninguna relación con el tono de voz grave que Vicente recordaba del oficial que habló por teléfono con él. Este mediría un metro sesenta y cinco y de constitución delgada, con un característico fino bigote.

      —Buenos días. Soy el capitán Rogelio Pérez. —La misma voz potente; le estrechó la mano y sin más dilación continuó—. Vamos a almorzar. El teniente Pisuerga nos está esperando.

      El almuerzo resultó ser más ameno de lo esperado. Se les sumó un cabo. Les habían preparado conejo al ajillo y una ensalada. Almorzaron hablando de cosas intrascendentes, anécdotas profesionales, todas con buen humor. Vicente recordó más tarde en su coche cuando estaba a punto de marcharse, que hacía tiempo que no se había reído tan abiertamente. Tras los cafés, el capitán y el cabo les dejaron solos. El teniente Pisuerga se había prejubilado hacia casi tres años. Era un hombre de tez muy morena y aspecto saludable. Se apreciaba que pasaba muchas horas en el campo, al sol.

      —Bien, vamos al grano. ¿Qué quiere saber de ese accidente?

      —Un momento. —Vicente sacó las pocas notas que llevaba—. He estado leyendo el expediente. No se encontró en el lugar del suceso ninguna pieza del vehículo que aportase su identificación: las cámaras de seguridad de las naves no captaron ninguna imagen que se pudiera utilizar, los talleres con los que se contactó no dieron pista alguna y el testigo sólo pudo confirmar que se trataba de un cuatro por cuatro oscuro y con una parrilla frontal.

      —Así es. Comprobamos un montón de vehículos de la zona que coincidían con lo que buscábamos, pero no localizamos el responsable del atropello. Fue un poco frustrante, pero así fue.

      —¿Y el testigo?

      —Aparte de confirmarnos que se trataba de un cuatro por cuatro, oscuro y con parrilla frontal, no aportó mucho más. Dijo que levantó la vista cuando escuchó el impacto y el coche dobló por una calle antes de llegar a su altura. No pudo la ver matricula, ni cuántas personas iban dentro. Ahora, en ese mismo tramo donde ocurrió el atropello hay varios badenes, pero en el momento del suceso no existía ninguno. Inspector, ¿qué busca?

      —Desde su experiencia profesional, ¿está usted absolutamente seguro que fue un accidente?

      El agente bajó la mirada y se concentró en sus manos como si a través de ellas pudiese visualizar lo que sucedió, sopesando su respuesta. Levantó la mirada.

      —Todo apuntaba a que, efectivamente, se trataba de un accidente. Un atropello con fuga. Se habló con la familia y con el cliente con el que estuvo reunido minutos antes. Nada nos hizo sospechar de que se tratara de algo personal. ¿Por qué duda usted de que fue un accidente?

      —El joven que falleció en el accidente pertenecía a una familia con un índice de accidentes graves, más alto de lo común. Solo pretendía asegurarme que se trató de eso, un accidente. Le agradezco su amabilidad y que me haya dedicado un poco de su tiempo.

      —Hay algo que no consta en el informe.

      Vicente que se había levantado y se disponía a marchar. Se giró encarándose al guardia civil.

      —El testigo declaró lo expuesto en el informe. Cuando se marchaba me comentó que le pareció escuchar el primer acelerón un segundo antes que el impacto y luego continuó acelerando hasta desaparecer. Pero no estaba seguro. Cuando le presioné para confirmarlo, empezó a dudar y al final, me pareció algo irrelevante tratándose de un simple atropello.

      —Como si alguien te da paso y cuando cruzas, acelera.

      —Posiblemente. Pero cuando hablamos con los familiares y el cliente, no observamos nada que nos indicase esa posibilidad. En el transcurso de la investigación no descubrimos nada que indicase que el hecho no había sido fortuito.

      —Gracias otra vez. Despídame de sus


Скачать книгу