El jardín de la codicia. José Manuel Aspas
a ver el grado de unión que tienen.
—¿Si detecto que lo apoyan?
—Me lo dices y hablaré personalmente con ellos. No creo que haga falta, pero ándate con tiento. Esos hijos de puta son muy susceptibles.
—¿Y si pasan del pringado?
—Entonces contactas con los hermanos Siqueira. —Ni eran hermanos ni ese era ninguno de sus apellidos. Eran dos policías militares corruptos. Estaban en la nómina de Do Silva y lo que más apreciaba Arturo de esta pareja es que comprendían e interpretaban lo que se les pedía a la perfección. Eran profesionales, trabajaban siempre juntos, sabían lo que tenían que hacer y lo realizaban de forma fría, sin impulsos. El procedimiento uno era disuasorio: una conversación con el sujeto, acompañado de un par de hostias para que comprendiesen el mensaje y a volar. El número dos era, tal vez, el más complejo: debía ser expeditivo, enérgico y concluyente. El individuo tenía que comprender sin ambages lo que se le exigía y sus consecuencias si no lo hacía. Era importante no pasarse, pero también no quedarse corto. Los hermanos terminaban normalmente rompiéndole una pierna. Consideraban que dejarle una leve cojera era el mejor recordatorio del mensaje que le habían transmitido. El número tres era el más sencillo: lo coges de una forma discreta, lo matas sin provocar ningún escándalo, lo metes en una bolsa de lona trenzada con un buen peso y lo tiras al mar. Los hermanos disponían de una barca para ese cometido y además, se consideraban unos buenos pescadores. En pocas palabras, total desaparición del problema.
En ocasiones, la propia muerte de un hombre era el mensaje destinado a otra persona. Pero eso exigía órdenes más concretas y no tenía nada que ver con el procedimiento número tres.
—¿Qué tratamiento le damos al amigo? —preguntó, mirándose las uñas y adivinando de antemano qué respondería su jefe.
—Con el número dos creo que se resolverá el problema.
—De acuerdo.
—Cuando salgas, dile a mi secretaria que haga pasar a la monja.
Cecilia Padilla entró al despacho como era habitual, con paso decisivo, mirada franca y resuelta. Como siempre, se saludaron con un apretón de manos, más propio de un intercambio comercial.
Cecilia se percató de que Arturo la saludó a través de la mesa, indicándole posteriormente que tomase asiento frente a él, interponiendo entre los dos el propio escritorio. Al percatarse del detalle, se dijo así misma: «algo sucede».
En el primer aspecto que reparó Arturo fue que Cecilia vestía de religiosa y no de particular, con esa ridícula cofia que era su atuendo habitual. No se molestó en bordear la mesa para salir a su encuentro. Tenía que borrar de su cara esa maldita mirada de seguridad. Hoy quería que la monja se esforzase para intentar conseguir su propósito, que inevitablemente Arturo sospechaba.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó, intentando no ser excesivamente cordial.
—Bien, trabajando como siempre por la misma gente. Y a usted, ¿cómo le van los negocios?
La primera en la frente, pensó el hombre. Esta mujer era incorregible.
—Los negocios... —repitió—. Bien. Como usted, trabajando por la misma gente.
—Yo creía que la gente trabajaba para usted y no al revés.
Él sonrió. Incorregible y soberbia, para variar. Imposible tratar con ella, se descubrió a sí mismo diciéndose que tenía que tener paciencia.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Usted se aprovecha de la miseria de la gente, gana dinero fácil, ha sabido canalizar a su favor las necesidades de las personas. Me da igual que tenga buena fama entre la comunidad, yo lo considero como un mal menor. Y estoy aquí para apelar a su conciencia una vez más.
—Es increíble. —Necesitó de su autocontrol para no insultar a la religiosa—. Está usted sentada frente a mí, en mí casa, para pedirme dinero, ayuda o algún favor, y es incapaz de mostrarme siquiera un ápice de respeto.
—Tiene que reinvertir parte de sus ganancias en las personas que más lo necesitan —continuó la monja como si no hubiese escuchado las palabras de Arturo, sin importarle sus reproches—. Esas personas que viven, sufren y mueren alrededor de su casa. Es necesario y justo, y usted me ha demostrado en otras ocasiones que lo sabe.
—Le recuerdo que destino importantes sumas de dinero en su nombre.
—A mí nombre no, a la congregación. Y su dinero, no lo dude, se destina a paliar las penurias de los que le dan a usted de comer, directa o indirectamente
—Hago lo suficiente para ganarme el cielo —contestó él con un deje de ironía en la voz, pensando que soportándola, era más que suficiente para ganárselo.
—Llegado el momento, veremos qué se puede hacer por su ennegrecida alma. Hoy he venido por un asunto algo más concreto y mundano. Necesito que se haga responsable del coste de la educación de un joven.
—Creía que en la Casa Grande se encargaban de proporcionar los estudios de los críos. No pretenderá que yo les pague la universidad.
—En la parte alta de la favela vive un joven de once años. Desde los cinco años recibe clases de música a cargo del profesor Eurístides. ¿Conoce al profesor? —le preguntó.
—Sí, lo conozco.
—Resulta que el joven posee un don, una destreza natural para la música asombrosa. Eurístides lo considera un genio, un virtuoso. El profesor admite que el chico lo ha superado en todas las facetas de la música. Toca el piano y el violín. Crea sus propias partituras. Hoy mismo he ido a la prestigiosa academia de Gerardo Porto en la zona sur y mañana por la tarde le realizarán una prueba para su evaluación de acceso.
—Comprendo. Tengo entendido que son muy exigentes y los costes son exorbitantes. —Conocía la academia de oídas.
—Por la prueba, no se preocupe. La superará con creces, se lo aseguro.
—Y usted pretende que si lo admiten, me haga cargo de los costes de su educación. ¿Es eso?
—Efectivamente.
—¿Quiere de paso, que le compre un piano, para que ensaye?
— No quisiera abusar. Con que se haga cargo de los gastos de la academia será suficiente. Del piano y el violín, hablaremos más adelante. No lo dude.
Arturo se cruzó de brazos, no sabía si reír o llorar. Cecilia lo miraba expectante con el brillo especial en los ojos que él no podía identificar. Era un hombre acostumbrado a tomar decisiones drásticas, a enfrentarse a situaciones límites. Se consideraba un hombre tenaz y constante, eran sus mejores bazas ante la vida. Además de esas cualidades, con el tiempo aprendió que debía poseer una actitud inalterable para que en esta vida, como en una partida de póquer, el que se encontrara frente a ti no pudiera leer tus emociones. También creía que era fundamental controlar la violencia. La verdadera violencia es la que se inicia cuando tú lo decides, como una explosión, sin previo aviso, sin que se te reseque la boca ni la mirada te delate. El autocontrol de ese ímpetu sumado a una actitud impasible te convierte en un elemento letal. Al final, cuando lo has conseguido, cuando has salido de la miseria en que naciste y en la que creciste y alcanzado las metas que te propusiste, inexorablemente te habrás convertido en un ser egoísta. Porque sólo los que tienen, los que temen perder lo conseguido, son egoístas y avaros.
¿Qué hilos movía Cecilia Padilla para manipularlo de esta forma? Era consciente de que mantenía una extraña relación con la religiosa y su comportamiento con ella era cuanto menos inusual, como si ambos cohabitaran en un mundo paralelo al real. En todas las relaciones de Arturo existía un constante trueque en el que se luchaba por salir lo más beneficiado posible, ya fuese información o saldar la deuda pendiente. Era un juego en el que todos los participantes sabían que nada era gratis. Y en ese juego, Arturo había aprendido mucho.
¿Qué trueque existía con Cecilia?