El jardín de la codicia. José Manuel Aspas

El jardín de la codicia - José Manuel Aspas


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      —Estábamos terminando —contestó Vicente mirando el reloj.

      —Será un momento. Puedo estar ahí en diez minutos —insistió el padre del detenido.

      —De acuerdo. Le esperamos. Viene el padre de Alberto Poncel. Quiere hablar con nosotros —le dijo a Arturo después de colgar, que por cierto lo miraba con expresión de enojo.

      —No hay forma de terminar ningún día pronto. ¿Crees que tardaremos mucho? —preguntó—. He quedado con la joven de la que te hable para cenar.

      — No tengo ni idea de lo que querrá el buen hombre. Prepara la grabadora y hagámoslo de manera oficial.

      A los diez minutos exactos llamaron de la entrada. Jaime Poncel preguntaba por ellos. Dieron su consentimiento y Arturo se acercó a los ascensores a su encuentro. Tras las presentaciones, Vicente examinó detenidamente al hombre que se encontraba junto a Arturo. Tendría sobre sesenta y cinco años, vestía con un traje oscuro, camisa blanca y corbata a rayas, delgado. Mediría un metro setenta, pero se movía erguido y parecía ser más alto. De facciones duras e impasibles, sería un buen negociador o jugador de póquer. Pelo canoso, transmitía autoridad, dominio, tanto de sí mismo como de cuanto lo rodea. «Tenía que ser un buen manipulador», fue lo último que pensó Zafra de su rápido análisis.

      —Siéntese, por favor —le indicó Vicente señalando la única silla que se encontraba en el espacio entre las dos mesas. Arturo sacó su propia silla y se sentó junto a Vicente—. Usted dirá.

      —En primer lugar, quiero que sepan que estoy aquí en calidad de padre del detenido, con preocupación y angustia, como ustedes comprenderán.

      Los inspectores se limitaron a asentir con la cabeza y el otro continuó.

      —Tampoco quiero que interpreten mal mis palabras. No pretendo interferir en sus investigaciones, ni abusar de su comprensión. —Miraba sobre todo a Vicente. Si éste había realizado una rápida evaluación del Sr. Poncel al inicio de la entrevista, ahora quienes eran escrutados eran los inspectores.

      —¿Le importa si grabamos nuestra conversación? —preguntó Arturo—. Protocolos de trabajo.

      Este miró la grabadora un instante.

      —En absoluto —contestó con rapidez.

      —Díganos qué desea —preguntó Vicente.

      Volvió a mirarlos. Se observó un imperceptible cambio en su actitud; miró al suelo y sus hombros parecieron perder la tensión. Su rostro también sufrió una pequeña transformación, como si en cuestión de segundos cumpliese diez años de golpe. Cuando habló, su voz seguía siendo serena pero había perdido ese matiz de autoritarismo. Se apreciaba el profundo autocontrol que poseía. Metió la mano dentro del bolsillo interior de su chaqueta y sacó varias fotos. Una de ellas la dejo encima de la mesa, frente a los inspectores. Se veía a un joven de pelo moreno, bien parecido, con el rostro tostado por el sol, una media sonrisa y unos ojos claros y vivos.

      —Los ojos tan claros son de su madre. Se llamaba Jorge, era mi hijo. En 2001, después de visitar a un cliente en un polígono industrial, cuando cruzaba la calle para recoger su coche fue mortalmente atropellado.

      —Lo sentimos —contestó Zafra—. Pero no comprendo la relación con lo que nos ocupa.

      El padre, con una serenidad pasmosa, situó otra fotografía juntó a la anterior, de cara a los inspectores.

      —Ismael, mi segundo hijo. Falleció en 2005. Regresaba a casa después de dejar a su novia. Lo atracaron. Por lo menos eso dice el atestado. Recibió dos tiros, uno de ellos le atravesó el corazón.

      —¿Qué pretende decirnos concretamente? —preguntó Vicente. Era improbable que recurriese a despertar en los inspectores sentimientos de pena hacia él como padre que ha perdido trágicamente dos hijos. Estaba algo desconcertado por el derrotero de la conversación, pero en cambio, había despertado su curiosidad.

      —Hace treinta y cinco años, junto con un socio, me dedicaba a la especulación con activos financieros. Teníamos contactos con personas clave en el mundo de la banca, Hacienda y ámbitos judiciales. Comprábamos lo más importante en el negocio especulativo, información. Por supuesto, todo legal. Pero si tengo que sincerarme con ustedes, les diré que rayábamos la ilegalidad, y por supuesto, algunos eran inmorales. Me volví un ser con escasos escrúpulos.

      —Y a resultas de estar involucrado en ese tipo de negocios, usted piensa que puede haber gente resentida —afirmó Vicente, que por fin descubría el sentido del rumbo que pretendía marcar.

      —Sí.

      —Póngame un ejemplo de esos negocios tan turbios.

      —Su empresa está pasando un mal momento, tiene pedidos, pero necesita liquidez para afrontarlos. Acude a los bancos y estos solicitan información sobre su situación. Usted no lo sabe, pero las naves adosadas a la suya están compradas para la construcción de fincas, compradas de forma muy discreta, para no encarecer el suelo. Nosotros suministramos información negativa sobre su solvencia, presionamos para que no se le renegocien los créditos. Podemos apoyar económicamente a la competencia de su negocio, necesitando menos costes por nuestra ayuda económica. Este podrá presentar presupuestos más competitivos a sus clientes por realizar el mismo trabajo que hasta ese momento hacía usted. Se preguntará cómo se ha enterado la competencia de su oferta. No podrá entender cómo puede trabajar a tan bajos precios. Hay mil chanchullos para joderlo sin que usted se entere de lo que realmente está pasando. Al final, nosotros, de una forma u otra, nos hacemos con su nave y los empleados se hunden con la empresa. Fueron quince años de febril actividad, y tremendamente lucrativos. Después dejé este tipo de negocios, invertí en empresas rentables y monté el despacho de abogados, como usted ya sabe.

      «Tiene cojones el tío», pensó Vicente. Mientras exponía la procedencia miserable de su fortuna y de su denigrante catadura moral, no había parpadeado ni una sola vez, y sólo al principio realizó una fugaz mirada a la grabadora, tal vez sopesando las repercusiones de que sus palabras quedasen grabadas.

      —Me está usted queriendo decir que cree que el dramático fallecimiento de sus hijos ocurridos en 2001 y en 2005, están relacionados con los hechos por los qué está detenido su hijo Alberto. Además, trata de decirme que los tres sucesos los han realizado una o varias personas en venganza hacia usted —le expuso Vicente.

      —Yo no creo en las casualidades —contestó—. Hubo un testigo del atropello que se encontraba dentro de su coche averiado, esperando a la grúa. Testificó que el vehículo que lo atropelló era un todo terreno oscuro, con una parrilla frontal y creyó que el coche circulaba despacio, que aceleró en el momento que mi hijo pasaba por delante. De hecho, en el lugar no había marcas de frenada. No se pudo localizar al responsable del atropello. En el asesinato de mi segundo hijo tampoco se pudo arrestar a su asesino. Ni huellas, ni testigos, nada de nada.

      —Pero este caso es diferente. Usted, como abogado, lo sabe. Hay innumerables pruebas que comprometen a su hijo.

      —Nadie lo ha visto cometer el asesinato. Las pruebas pueden ser determinantes en un juicio, pero no dejan de ser pruebas circunstanciales. No han matado a mi hijo, pero si lo condenan, Alberto no soportará la presión de la cárcel y morirá. Lo conozco. Si lo condenan es igual que si le hubieran disparado. Su muerte únicamente la han demorado. Sería en este caso de una forma más sutil y cruel que en las anteriores, pero con idéntico resultado. El hijo de puta que me está haciendo esto lo sabe. — Por primera vez, el hombre perdió su autocontrol y afloró una agresividad innata, primaria y visceral.

      —Cálmese —se apresuró a indicarle Arturo.

      —No pretendo decirles cómo hacer su trabajo. Únicamente les ruego encarecidamente que sopesen lo que acabo de decirles. Por favor, investiguen también esta otra posibilidad. Gracias por prestarme su atención. —Se levantó dando por terminada la conversación—. Si necesitan algo de mí, no duden en llamarme. Estoy a su entera disposición. Tengan mi tarjeta.

      —Una


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