El jardín de la codicia. José Manuel Aspas

El jardín de la codicia - José Manuel Aspas


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bola mágica cómo es posible que una joven que ha pasado ese calvario termine como una joven modosita, sirviendo hamburguesas y liada con un tío rico?

      —Somos polis. Eso nos lo deja a nosotros. Mí bola es muy considerada

      Cuando los inspectores, acompañados por un equipo de la policía científica llegaron al domicilio de Alberto Poncel, les estaba esperando un abogado del despacho donde trabajaba el detenido. Tras identificarse y enseñarle la preceptiva orden de registro, el abogado les abrió la puerta. Una vez dentro, el equipo de la científica, compuesto por seis agentes, se pusieron guantes y se distribuyeron por las habitaciones y comenzaron a inspeccionar la casa mientras el letrado, con cara de pocos amigos, permanecía en la entrada.

      El edificio, de reciente construcción y situado frente a la Ciudad de las Ciencias, se encontraba en una inmejorable zona de la ciudad de Valencia. Los dos inspectores estaban realizando una inspección visual, intentando comprender parte de la personalidad del morador.

      Vicente salió del despacho y se dirigió a la entrada, donde el abogado permanecía más tieso que un palo y serio como un muerto.

      Arturo en ese momento hablaba con uno de los seis agentes; estaban peinando el salón.

      —¿Hay algo que tenga usted que comentarme? —le preguntó Vicente al abogado.

      —¿Han llegado al despacho?

      —No.

      —Mi cliente me ha comentado que dispone de una caja fuerte camuflada en el despacho. Tengo la combinación y la llave.

      —Me parece correcto.

      —Mi cliente quiere cooperar en toda la investigación. Pero sepa usted que nos reservamos las medidas legales de que disponemos para hacer frente a este atropello —dijo el abogado señalándolo con un dedo de forma amenazante—. Medidas que por supuesto, se están tomando.

      —¿No le han dicho nunca que señalar con el dedo es de mala educación? —le espetó Vicente—. Vamos a ver qué tenemos dentro de esa caja.

      —Le tengo que informar que dentro mi cliente guarda un arma de fuego y munición. Dispone de la correspondiente licencia de armas. Lo tiene todo en regla.

      —Gracias por avisarme, me pongo muy nervioso con esos chismes.

      Una vez en el despacho, el abogado retiró un conjunto de tomos todos unidos, sin peso alguno, que a simple vista parecían extraordinariamente reales y los dejó en el suelo. En el hueco estaba la caja fuerte. El abogado tapó con su cuerpo la visión al detective a fin de que este no pudiese ver la combinación. Luego introdujo la llave, la giró y la caja se abrió.

      —Es usted un hombre muy desconfiado —le dijo con ironía.

      —Solo cumplo con mi obligación.

      —Tranquilo, era una broma.

      El abogado se apartó para que el inspector pudiese comprobar su contenido. Vicente llamó a uno de los técnicos, este fotografió el interior y Vicente extrajo el arma. Se trataba de un revolver del treinta y ocho de cañón corto. Comprobó la numeración con la guía que se encontraba junto al arma y con la documentación de la licencia que le enseñó el abogado. Dentro se observaban varias carpetas y una cierta cantidad de dinero en metálico. También una caja de munición con veinticinco cartuchos.

      —Los documentos de esas carpetas son confidenciales —le informó el abogado—. Y el dinero, una pequeña cantidad que mi cliente tiene para una emergencia.

      — Está claro, comprobada la documentación del arma, la dejamos en su sitio y puede usted cerrar la caja. —En ese momento, tres de los agentes se disponían a registrar el despacho—. Dejemos trabajar a estos hombres.

      El abogado volvió a situarse en la entrada. Vicente y Arturo, acompañados por el responsable del equipo de la policía científica, se dirigieron al dormitorio principal. Se llamaba Rafael Barbejo, alto, moreno, con el pelo cortado a cepillo —el mismo corte que exigía a todos los de su equipo, una medida para evitar dejar cabellos propios en los escenarios que investigaban. Sus manos eran grandes y finas, como si se dedicase a tocar un instrumento musical.

      —El salón y las habitaciones, limpios como una patena. De su dormitorio se desprende que tiene más actividad sexual que todos nosotros juntos.

      —No me incluyas en ese paquete —respondió Arturo—. Tú no me conoces.

      —Vale, tú aparte. De momento nada de pornografía, ni artículos eróticos. Nada de nada. La cocina impoluta.

      —¿Y por qué deduces que folla como un burro? —preguntó Vicente, mas por curiosidad que por interés profesional.

      —Una caja de preservativos en el cajón de su mesita, tres cajas más de reserva en uno de los cajones de la cómoda. La lamparita mágica. A pesar de estar las sabanas limpias, tiene rastro de semen.

      —¿Hay algún detalle que nos indique que tiene novia? Dos cepillos de dientes, ropa de mujer de repuesto...

      — No —aseguró el técnico—. Las mujeres que entran en este dormitorio se marchan con lo que traían. Por supuesto, tiene varios cepillos, pero todos por estrenar. Tiene un cesto con algo de ropa sucia, pero a excepción de los calzoncillos, el resto está más limpia que la nuestra.

      —¿Algún móvil o cargadores que no sirvan para los que tenemos identificados?

      —De momento no. Nos falta el despacho.

      —¿Huellas?

      —Estamos tomándolas en todas las dependencias de la casa.

      —Localicemos a la mujer de la limpieza y empecemos a descartar —comentó Arturo.

      —De acuerdo. Voy con mis muchachos a terminar el despacho.

      Los inspectores permanecieron en silencio mientras terminaban con el despacho. Cuando terminaron, Barbejo se acercó a ellos.

      —Nada reseñable. Hemos tomado huellas y punto —les informó.

      —De acuerdo. —Se dirigieron a la salida donde permanecía el abogado—. Hemos terminado. Le agradezco su paciencia.

      El abogado ni siquiera contestó. Los investigadores recogieron sus equipos y empezaron a salir. Cuando todos salieron el abogado cerró la puerta; esta tenía doble cerradura. Vicente observó que el llavero en el cual estaban las dos llaves de la puerta, tenía un mando a distancia y dos llaves más pequeñas. El mando sin duda sería de la puerta del garaje. Otra podía abrir una puerta que diese acceso al propio garaje.

      —Perdone, ha sido usted muy amable, pero permita que le haga una última pregunta —le dijo Vicente al abogado, quien se giró con desgana mirando su reloj—. El mando supongo que abre el portón del garaje. ¿Qué abren las otras dos llaves?

      —No lo sé. Supongo que los accesos al parking.

      —Vamos a comprobarlas.

      —La orden de registro indicaba la vivienda. Además, se han llevado su coche. La plaza estará vacía. ¿No cree que está abusando de la confianza de mí cliente? Le recuerdo, inspector, que estamos colaborando.

      —Simplemente estamos realizando nuestro trabajo. Posiblemente, como usted sabrá, la plaza del garaje estará incluida en la vivienda. Por lo tanto, vamos a bajar a verla. —Vicente imprimió determinación y lógica en sus palabras y el abogado bajó la vista—. A no ser que quiera comprobarlo y estemos aquí todo el día.

      —De acuerdo —contestó el abogado.

      Además de los inspectores y el abogado, bajaron Bermejo y un miembro de su equipo. Necesitaron una de las llaves para abrir la puerta que daba acceso al parking. Una vez en él, encendieron las luces. Parecía aún más grande en ese momento, con la mitad aproximadamente de las plazas ocupadas. Algunas de las plazas pegadas a las paredes contaban con una puerta, indiscutiblemente un trastero.

      —Señor abogado, ¿nos dice el número de plaza


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