El jardín de la codicia. José Manuel Aspas
se giró y volvió a la mesa.
—Perdóneme —se disculpó Vicente.
—Bien, terminemos —dijo. Su voz estaba ahora exenta de la arrogancia que mostrara en su despacho. Ahora hablaba educadamente pero con la determinación de finalizar la conversación.
—La joven asesinada, —Vicente imprimió a sus palabras una inflexión, un matiz acusador— realizó al menos una llamada a uno de sus móviles. ¿Insiste en no conocerla?
—¿De qué me está acusando concretamente? —Volvía a perder los nervios, se desmoronaba a la carrera.
—Tendremos que esperar los resultados que en este momento están realizando a su vehículo. Después hablaremos.
—He venido a comisaría a contestar a sus preguntas voluntariamente, pero están ustedes incriminándome. Esta conversación ha terminado —dijo alzando la voz—. Si necesitan ustedes alguna otra aclaración, les proporcionaré el número de teléfono de mí abogado.
—¿Hace usted deporte de forma asidua? —le preguntó Arturo, independientemente de que por su físico, se apreciaba que estaba en forma.
—Pues sí. Y además, es algo que suelo recomendar. —Y miró de forma irónica a Vicente.
Arturo y Vicente eran conscientes de las consecuencias de un acto premeditado. Arturo, con un ligero movimiento de hombros, dejó claro que se inhibía, dejando que fuera él quien tomara la decisión. Vicente actuaba con pruebas confirmadas y contrastadas. Le gustaba argumentar sus decisiones, aunque fuera para sí mismo. Pero en ocasiones, en casos en los que no podía demostrar una acusación por no encontrar ninguna prueba, su instinto le marcaba el camino a seguir. Legalmente, sin pruebas no sirve, pero Vicente confiaba en él.
En este momento, por las influencias de las que disponía Poncel, era aconsejable soltarlo por lo menos hasta no tener los resultados del piloto. Por otro lado, Vicente deducía que se sentía tranquilo porque desconocía la pequeña prueba que había dejado en el lugar del asesinato, sin la cual no lo hubiesen relacionado. Tal vez por esa misma sensación de seguridad, de anonimato, no habría borrado otras pruebas que lo incriminasen. No podía soltarlo, no podía permitir ahora que se sabía investigado que eliminase esas pruebas. Tenía que jugársela.
—Siento comunicarle que queda detenido en estas dependencias hasta que los resultados de la investigación de su vehículo lo descarten como sospechoso de asesinato.
Poncel, que se había levantado con la intención de marcharse, quedó atónito.
Vicente le leyó sus derechos y sin más, fue acompañado a los calabozos.
Los acontecimientos en el transcurso de la mañana se sucedían a un ritmo trepidante. El detenido había realizado dos llamadas antes de serle requisado tanto el teléfono como todo lo establecido en el procedimiento. Se le habían tomado huellas y muestra de saliva a fin de identificar su ADN.
Vicente temía que de un momento a otro empezaran a presionarle. Mientras tanto, en los resultados obtenidos sobre los tres teléfonos que diera el detenido constaba la llamada de Mónica.
No obstante, la llamada que recibió la joven la noche que la mataron no provenía de ninguno de los tres números. Vicente había llamado a ese número de teléfono misterioso en varias ocasiones y siempre le saltaba el buzón de voz. Era importante localizar ese móvil. Quien la llamó, con toda seguridad era el asesino.
Esa llamada de Mónica, aunque no fuera nada concluyente, sí determinaba que existía una relación entre ambos.
Mientras trabajaban en el tema de las llamadas, Arturo estudiaba la información recibida sobre Mónica desde Comuna, Venezuela. A última hora de la mañana sonó el móvil de Vicente. Llamaban desde el laboratorio forense.
—Nos ha llamado vuestro jefe, está un poco nervioso. ¿Qué ocurre?— preguntó Gregorio.
—Tengo al dueño del vehículo que estáis inspeccionando en el calabozo, se trata de un pez gordo. Todos estamos un poco tensos. Perdona que te metamos presión —se disculpó Vicente.
—Viendo el modelo del cochecito, imagino que no se trata de un desgraciado. Tengo a todo el equipo procesando el coche. También estoy cotejando el ADN del sospechoso con las dos muestras de tejido capilar que te comenté.
—Estupendo. ¿Qué quería el Comisario? —preguntó Vicente.
—Interesarse por cómo llevábamos el tema,asegurándose que éramos conscientes de que el asunto urgía. Todo una misma pelota, ya sabes.
—Indistintamente de que todos te metamos prisa, ten cuidado. Se va a examinar todo nuestro trabajo con lupa. Van a buscar cualquier error en los procedimientos.
—Gracias. Puedes venir cuando quieras, tengo algo para ti.
—Lo que nos cueste llegar —dijo con un alivio evidente y colgó—. Vamos, Arturo, a ver si nos alegran el día.
Salieron al aparcamiento, subieron al coche y se dirigieron a los laboratorios forenses a toda prisa. Conducía Vicente.
—Me estoy enamorando. —Con gesto dramático Arturo se puso la mano en el pecho—. Me está robando el corazón.
—Estás gilipollas. Con lo bien que vives y ahora me sales con que estoy enamorado.
—Es una mujer extraordinaria, Vicente. Es inteligente y además, está cañón.
—¿Tiene pasta?
—No todo es el dinero —señaló con voz ofendida—. Yo me fijo en otras aptitudes que por supuesto no te voy a explicar. Luego están los sentimientos.
—Cállate ignorante. —Y con voz paternalista, insistió—. ¿Tiene pasta?
—Una farmacia. Bueno, es de sus padres pero ella la gestiona. Es farmacéutica.
—No me digas más. Si tú no la quieres, me la presentas.
—Tú estás casado.
—¿Cuánto tiempo sales con ella?
—Nos conocemos desde hace unos siete meses. Hemos salido esporádicamente, pero ella quiere una relación más estable.
—Te la cambio por mi mujer, los hijos y la casa, con perro incluido... Y sabes, lo que yo aprecio a mi perro. Yo sí que le daría estabilidad.
Los dos rieron como críos.
Tras identificarse, estacionaron en el aparcamiento del edificio de la Comisaría General de la Policía Científica.
Gregorio Suela terminó la carrera de Biología a los dos años de pertenecer al Cuerpo Nacional de Policía. Inmediatamente dirigió su carrera profesional a la policía científica. Lo consiguió en dos años. Una vez dentro de este importante departamento se especializó en procesamiento de pruebas. En algunos momentos echaba de menos el involucrarse más operativamente en el proceso de la investigación. Un día, casi por casualidad, también por falta de personal, tuvo que personarse en el escenario de un crimen múltiple. Coordinó dos equipos de recogida de muestras, descubrió indicios de conexión con otro suceso, solicitó los resultados del anterior y en pocos días realizó un informe exhaustivo que fue determinante para la detención de los responsables. Sus superiores observaron su eficaz papel como coordinador y responsable en los procesos científicos de la investigación. El propio Gregorio se entusiasmó. No le importó las quejas de su mujer por la cantidad de horas que dedicó al trabajo. El resultado mereció la pena. Cuando lo propusieron para ese nuevo cargo, con el consiguiente ascenso, dijo inmediatamente que sí.
Gregorio salió a recibirlos. Los tres subieron a la primera planta y entraron en su despacho
—Danos una alegría, Gregorio —le dijo Vicente mientras se sentaba.
—Sobre el vehículo que nos habéis traído esta mañana..., el análisis del piloto, como ya sabíamos, es el mismo en cuanto a su composición química. Lo que nos confirma,