El jardín de la codicia. José Manuel Aspas
Ignacio Zuloaga y el otro de Ramón Casas, dos extraordinarios pintores españoles. Los cuadros pertenecían a la pinacoteca privada del poderoso Jaime Poncel, padre de la persona que les estrechaba de forma bastante fría la mano.
—Perdonen que no les haya acompañado a ver mi coche, pero estoy algo ocupado.
No se molestó en bordear la mesa para recibirlos, creando un espacio físico entre ellos. Les menospreciaba con la pedantería de lo muy ocupado que se encontraba.
—No se preocupe —contestó Vicente.
—Ustedes dirán qué ocurre. ¿Qué le pasa a mi coche?
—Tiene el piloto trasero derecho roto.
—¿Cómo dice? —preguntó, perplejo.
—¿No sabe que tiene el piloto trasero derecho roto? —repitió Vicente.
—Pues, créame. No lo sabía —se excusó, sonriendo—. Ahora comprendo la urgencia de su intervención. No se preocupen, lo solucionare inmediatamente. ¿Me van a multar? —contestó con sarcasmo.
—¿Conoce usted a esta joven? —le preguntó Vicente, mostrándole la foto de Mónica y sin inmutarse por la ironía del prepotente abogado.
Este cogió la foto, la miró y se la devolvió al inspector.
—No la conozco.
—Le agradecería que volviese a mirar la foto. ¿Está totalmente seguro, que no conoce a esta joven?
Volvió a coger la fotografía, la volvió a mirar y se la devolvió a Vicente.
—Le repito que sigo sin reconocerla.
—En los últimos días, además de usted, ¿alguien ha utilizado su coche?
—No.
—¿De cuántas copias de llaves del vehículo, dispone?
—A parte de éstas... —dijo, mostrando un llavero con varias llaves y el mando—. Tengo otra copia en casa. Vaya al grano y dígame que cojones ocurre con mi coche. —No pudo controlarse. La exasperación, la cólera no sólo se reflejó en sus palabras. Todo él sufrió un espasmo al pronunciarlas y su cara se congestionó.
Vicente sacó una pequeña libreta del bolsillo interior de su chaqueta, luego el bolígrafo y empezó a tomar notas. Le encantaba ese momento, podía ralentizar el tiempo, era mágico. La otra persona permanecía en silencio, preguntándose qué puñetas escribía, si se trataba de anotar las respuestas con el fin de no olvidarlas o alguna deducción incriminatoria por la respuesta dada. Todos miraban la libreta, se centraban en ella y Vicente utilizaba ese tiempo de diferentes modos. Podía poner nervioso al interrogado, pensar la siguiente pregunta o simplemente decidir qué hacer. Levantó la vista y miró directamente al abogado a los ojos, sin permitir que aflorara ningún síntoma de irritación, utilizando un tono pausado, tranquilo, pero pleno de determinación.
—Primero tranquilícese, no alce la voz y no se altere. Segundo, tenemos que llevarnos su vehículo para realizarle una serie de pruebas con el fin de determinar si se trata del coche que buscamos. ¿De cuántos teléfonos dispone usted?
—Tres y el del despacho.
—¿Podría decirme sus números?
—¿Por que no? Tome nota. —Mientras Vicente los anotaba, le dio dos números de móvil y uno fijo. Tras anotarlos, sin decir palabra, Vicente retrocedió a hojas anteriores.
—Imagino que el número de teléfono fijo pertenecerá a su casa —preguntó Vicente totalmente concentrado, sin levantar la vista de su libreta.
—Imagina usted bien —respondió con cierta irritación por lo obvio de la pregunta.
—Los del móvil, ¿son también de contrato? —preguntó sabiendo la respuesta.
—Uno de ellos sí, el otro es de prepago.
—¿Puedo preguntarle por qué uno sí y el otro no?
—El que utilizo normalmente en mi trabajo diario, es de contrato. Como comprenderá, lo uso con mucha frecuencia. El segundo lo utilizo muy poco y por ese motivo, en caso de extravío o sustracción sin percatarme, al ser de prepago no me preocupa.
Arturo sacó la libreta y consultó sus notas. La mirada de Vicente era un grito de alerta de que ese detalle era vital. Al ver sus propias notas lo entendió. El teléfono de contrato era al que Mónica había llamado en una ocasión. Ahora lo recordaba, era el nombre de la persona que les dieron como propietario. Se centraron tanto en el cuarto teléfono, en el realmente sospechoso, que habían olvidado los datos del que se encontraba apagado.
—Necesito que nos acompañe a dependencias policiales para que termine de contestarme a unas preguntas.
—Se involucra con determinación en su trabajo, es un rasgo que valoro en las personas, denota profesionalidad. Pero, ¿sabe usted quién soy? Mida las consecuencias de sus actos. —Otra vez la furia, la ira descontrolada escapaba por todos los poros de su piel—. ¿Es consciente de lo mucho que se están jugando?
—Mi trabajo es un trabajo de alto riesgo. Le repito que necesito que nos acompañe a comisaría —le contestó con absoluta determinación Vicente, mientras Arturo, disimuladamente, tragaba saliva. Poncel tenía mucho poder. Un error con esta gente podría costarles un serio disgusto. Arturo guardó silencio; lo que decidiese su compañero iba a misa, y si le costaba un disgusto, ajo y agua. No trabajaba de dependiente en unos almacenes de ropa.
—¿Me trasladan en calidad de detenido?
—No. De momento, únicamente para interrogarle en el proceso de una investigación.
—¿Qué están investigando? ¿Para qué necesitan trasladar mí vehículo?
—Hay que realizarle unas pruebas con el fin de determinar si se trata del coche implicado en un fallecimiento o simplemente descartarlo.
—¿Relacionado con un homicidio? —preguntó Alberto Poncel, palideciendo ostensiblemente.
—No, con un asesinato. —Fue premeditación por parte de Vicente utilizar el término de «fallecimiento». Al investigar el vehículo, uno tiende inmediatamente a pensar en un atropello, lo cual sería tipificado como homicidio de tratarse simplemente de un accidente con la consecuencia de una muerte. Siendo como algo más grave, si concurren otras circunstancias, como saltarse un semáforo en rojo o conducir a velocidad excesiva, pasaría a tratarse de homicidio imprudente. Eso, indudablemente como abogado, Poncel lo sabía. Pero otra cosa bien distinta es asesinato, que consiste en matar a otra persona con alevosía, premeditación, ensañamiento o mediante recompensa.
Si anteriormente había palidecido, al oír la palabra asesinato sufrió un shock. Se pasó la mano por la cabeza, como si intentase peinarse con la mano, miró fijamente el centro de su mesa y empezó a transpirar con un esfuerzo evidente por controlar su voz.
—Están cometiendo un terrible error. Yo no tengo nada que ver con ningún asesinato.
No había marcha atrás, todos lo sabían. Se puso su chaqueta y al salir le comentó a su secretaria que anulase todos sus compromisos y que más tarde la llamaría. Había perdido la seguridad en sí mismo, andaba noqueado, como si hubiese recibido un contundente puñetazo. La secretaria lo miró sin decir absolutamente nada. Bajaron al garaje donde una grúa esperaba a que finalizasen de hacer fotos al coche. Un agente se acercó a ellos y les entregó un documento. Vicente lo recogió y se lo entregó a Poncel. Era la orden de traslado a dependencias policiales de su vehículo. Los tres continuaron andando hasta el coche de los inspectores, subieron y mientras maniobraban, tanto Vicente como Arturo, observaron la mirada del prestigioso abogado a su propio vehículo. La inquietud era visible.
Ninguno de los tres pronunció palabra de camino a la comisaría. Poncel se había sumido en un estado casi catatónico. Fijó su mirada en un punto indeterminado entre sus zapatos y entrelazó sus manos, frunciendo el ceño como si sus pensamientos le doliesen. Su silencio y