El jardín de la codicia. José Manuel Aspas

El jardín de la codicia - José Manuel Aspas


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que nos advierte dónde nos encontramos cuando accedemos al instituto anatómico forense es indiscutiblemente el olfato. El recuerdo ancestral de nuestro olfato conoce cómo huele la muerte, independientemente de que en nuestra vida no hayamos estado frente a un cadáver. Nuestra mente sabe dónde nos encontramos.

      Vicente Zafra jamás se acostumbraba a este lugar. Por su trabajo, había venido muchas veces. Siempre sabía que por muy desagradable que fuese lo que iba a ver, cuando saliese, de lo que más le costaría desprenderse sería del olor que impregnaba tus fosas nasales y tu ropa. Miró a su joven compañero y pensó cómo le afectaría a él con el paso del tiempo. Este le devolvió una mirada de circunstancia.

      El forense se encontraba en su despacho situado junto a la sala de autopsias.

      —¿Hemos venido demasiado pronto? —preguntó Vicente.

      —No, ya he terminado. Acompañadme, únicamente falta recibir el resultado de los diferentes análisis. Pero en este caso no creo que sean relevantes. No obstante, se reflejarán en el preceptivo informe que realice.

      Torres y Zafra habían colaborado en innumerables casos juntos. Por ese motivo el lenguaje entre ambos contaba con un mínimo de tecnicismos y permitía al forense no sólo explicar los resultados sino también comentar sus impresiones y teorías. Además, conocía la sorprendente capacidad de deducción y las diferentes conjeturas con las que le gustaba trabajar a Zafra.

      Entraron en la sala de autopsias, una sala completamente aséptica. En diferentes estantes, todos los instrumentos necesarios. En el centro, la mesa, toda de aluminio. Sobre esta, un cuerpo.

      El forense se situó a un lado de la camilla y los inspectores al otro. El cuerpo de la joven se encontraba tapado con una sábana. Miguel Torres era un forense que cuidaba los detalles, intentaba imprimir la máxima dignidad a los cuerpos con los que trabajaba. Solo la cabeza, hombros y brazos permanecían al descubierto.

      Tomó el brazo izquierdo del cadáver. Una parte de su antebrazo estaba totalmente tumefacto y contrastaba con el blanco del resto del brazo.

      —A falta de los análisis pertinentes, os puedo decir que en los iniciales estaba limpia de drogas. La tasa en alcohol es insignificante. La hora del fallecimiento fue entre la una y las tres. Se trata de una joven sana, con una buena constitución física. Presenta tres golpes y la equimosis indica la violencia de estos. El objeto con el que fue golpeada, una barra redonda o algo muy similar. La persona que le golpeó es fuerte y los golpes se han efectuado utilizando esa fuerza. En pocas palabras, su fin era causarle la muerte. La víctima vio venir el primer golpe. Se trata de un ataque frontal de arriba abajo. Interpuso en un acto defensivo su brazo izquierdo y del impacto se le fracturó, le rompió el radio y cúbito en su parte media —al mismo tiempo mostraba el antebrazo donde se veía claramente donde se recibió el golpe—. La víctima apartó el brazo y recibió un segundo golpe en la cabeza, también en sentido descendente, ocasionándole el hundimiento del hueso frontal y parte del parietal. He localizado esquirlas de hueso en el cerebro. Eso nos indica la terrible violencia con la que fue golpeada. Le produjo la muerte instantáneamente. Aún así, recibió un tercer golpe. Por la posición en que se encontró el cuerpo, deduzco que este último lo recibió mientras se desplomaba. Un golpe circular que impactó en la sien izquierda de la víctima, afectando al hueso temporal. Recordaréis que el cuerpo fue encontrado ligeramente ladeado sobre su parte derecha.

      —Está claro —contestó Arturo.

      —Resumiendo, todo el ataque se realizó utilizando mucha fuerza, pero también mucha rapidez. Tiene que tratarse de un hombre joven y en buena forma física. Pensad que tras recibir el segundo golpe, su desplome era el de un cuerpo muerto. El tercero tuvo que ser un golpe increíblemente rápido y certero.

      —Comprendo —dijo Vicente.

      —He dicho que el objeto con que fue golpeada, posiblemente sea una barra de hierro redonda. Tras examinar las contusiones detenidamente, es muy posible que el tubo tenga una hendidura en toda su extensión. La que recibió en el cráneo no se aprecia debido al pelo, pero las del antebrazo y la cara presentan una especie de línea.

      —Como si la barra tuviese una especie de dibujo, pero en vez de ser relieve, es una hendidura —matizó Vicente.

      —Recta, en toda la extensión de la barra.

      —¿No has encontrado ninguna otra lesión? —preguntó Arturo.

      —No, no hay más lesiones ni indicios de que fuese forzada a salir del vehículo. Tampoco que la joven ofreciera una mínima resistencia. Sus uñas están completamente limpias, sin ningún rastro de haberse defendido hasta recibir el primer ataque, del cual se protegió interponiendo el brazo.

      —Es extraño. El lugar es frecuentado por parejas con la intención de buscar un sitio íntimo. Por lo tanto, la joven sabía a lo que iba. No creemos que se trate de un ligue esporádico. Discutieron, y la joven se bajaría, pero la situación tuvo que ser violenta. Ella le vería sacar la barra, se gritarían y en cambio, no tenemos ni un simple arañazo.

      —Limpia. Comprendo tu razonamiento Vicente, he insistido en localizar algún resto pero no he encontrado nada.

      —¿Mantuvieron relaciones sexuales?

      —No.

      Vicente posó su mano sobre el brazo de la joven, como si pretendiese acariciarla como se acaricia a un enfermo para consolarlo. El contacto frió le devolvió a la realidad. Estaba hasta los cojones de tanta miseria, de tantas muertes irracionales realizadas por salvajes que no merecen vivir. En algunas ocasiones lamentaba que no estuviera vigente la pena de muerte en nuestro Código Penal. Últimamente se cuestionaba tantas cosas... Levantó la vista y observó que tanto el forense como Arturo le miraban. Se preguntó cuánto tiempo había estado absorto en sus pensamientos.

      —Pillaremos a quién te ha hecho esto —le dijo al cadáver.

      —Mañana tendréis el informe a vuestra disposición —concluyó el forense.

      —Gracias —contestaron los dos inspectores al unísono. Luego se marcharon.

      Dedicaron la tarde a organizar toda la información recopilada en la investigación. Los inspectores de homicidios compartían una gran sala, el lugar de trabajo de cada uno separado solo por paneles. Vicente y Arturo tenían un cubículo en el que apenas cabían dos mesas, cuatro sillas y dos archivadores. Adosada a esa sala había otra mucho más pequeña, en cuya pared había un gran panel de corcho a efecto de que los investigadores tuvieran un lugar fuera del espacio general, sin miradas indiscretas, donde pudiesen reflexionar sobre la secuencia de los hechos, repasar pruebas y analizar el trabajo en equipo. Normalmente se utilizaba en casos complejos donde era necesario utilizar varios equipos para abarcar la investigación y se realizaban pesquisas sobre personas o grupos a nivel nacional. Vicente la solía utilizar siempre, decía que observar el panel le proporcionaba una sensación de control sobre el caso.

      Se encontraba frente al panel junto a Arturo cuando entró el Comisario.

      —A vosotros os buscaba.

      —¿Qué hay jefe? —saludó mientras Arturo se limitaba a darle las buenas tardes.

      —Enhorabuena, he visto la detención del mastodonte que realizasteis en la estación de autobuses.

      —Somos un equipo —dijo Vicente con cierta sorna en su voz—. Rafael Berbel es un hijo de puta.

      —Lo sé. Se han encontrado restos de sangre del desgraciado que se cargó por la noche en su navaja.

      —¿Y el testigo?

      —Ha ratificado la declaración. Esta cagado, pero declarará.

      —¿Qué dice Berbel? —preguntó Arturo.

      —Lo niega, normal. Se dedicaba al menudeo de droga, pero en su mundillo se rumorea que robaba parte de la mercancía que tenía que repartir.

      —¿Era su camello?

      —No, la mercancía se la traían desde Madrid para esta zona. Narcóticos


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