El jardín de la codicia. José Manuel Aspas

El jardín de la codicia - José Manuel Aspas


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aquellas personas que trabajan en profesiones donde la muerte es un elemento común en su día a día, con el tiempo adquieren una coraza que los protege contra lo que ven, lo que sienten, lo que temen: personal sanitario, que tratan con vivos sabiendo que sólo les quedan unos días de vida, sonríen al enfermo, lo cuidan, lo miman y lo tratan como si fuese a durar cien años, animan al familiar, pero saben que es el final de su vida; la policía, encontrándose todos los días con muertes irracionales, absurdas, adoptan unos mecanismos de defensa; cuando empiezan su jornada de trabajo, se ponen una camisa de indiferencia y encima, una chaqueta de profesionalidad, como si viviesen en dos mundos diferentes, el trabajo y sus vidas personales. Desde fuera pueden parecer insensibles, crueles y sarcásticos, pero es simplemente que no nos ponemos en su lugar. La realidad es para estos profesionales doblemente impactante. Por eso, Torres siempre le aconsejaba tomarse la vida con una pizca de ironía y humor.

      —Pásate mañana por la tarde a eso de las cinco —terminó el forense, dándose la vuelta hacia su vehículo.

      —Pues hasta mañana.

      —¿Inspector? —El agente se había quitado el mono con el que había inspeccionado el lugar de los hechos—. He escaneado el carné que portaba la joven.

      Le entregó dos carnes idénticos, con la foto en color.

      —Gracias.

      En ese momento la jueza firmaba el acta de levantamiento del cadáver y los funcionarios del instituto anatómico forense introducían a la joven en una bolsa y retiraban el cuerpo. En pocos minutos se fueron todos y solo quedaron los dos inspectores y algunos restos de cinta entre los árboles, como si de una fiesta de carnaval se tratase.

      —¿Qué piensas?

      —Según el forense, murió entre la una y las tres. —Arturo estaba acostumbrado a las preguntas de Vicente. Sabía que este poseía un grado de deducción extraordinario, pero a pesar de ello siempre preguntaba de sopetón la percepción de Arturo sobre lo que creía que había ocurrido—. Este lugar es un clásico para citas sexuales en el coche. A lo mejor la tía se cortó en el último momento y él se enfadó. Falta el bolso de la joven, pero no creo que se trate de un robo.

      —No, esto no es un robo. La joven vino a este lugar en coche con su asesino por voluntad propia. Una vez aquí, se abrió la puta caja de Pandora.

      Se acercaron al lugar donde había estado el cuerpo, la tierra estaba removida. Encontraron el tocón donde había aparecido la pieza de color rojo y midieron el lugar. Sabían que los compañeros de la científica lo habrían hecho, pero Zafra insistió en hacer una composición del espacio.

      —Subió el vehículo de frente hasta aquí. Ella salió por la puerta del acompañante, pudo separarse dos metros máximo del coche, se giró y recibió los golpes aquí mismo, dónde cayó. El vehículo dio marcha atrás para salir y golpeó el tocón con su parte trasera —reflexionó Vicente—. Las distancias pueden coincidir.

      —Una vez que pudo sacar el coche de la arena, borró las huellas de los neumáticos.

      —Es curiosa su preocupación por borrar las huellas de los neumáticos. Si estos son de uso común, las huellas solo te sirven si tienes unos con los que compararlos. En caso de tener novio o un sospechoso, los neumáticos de sus coches serían los primeros en compararse.

      —Entonces, supones que no se trata de un ligue ocasional —comentó Arturo.

      —Creo que no. Veremos qué nos deparan los resultados del trocito de piloto encontrado. ¿Qué te parece si vamos a su trabajo?

      El aspecto, tanto exterior como interior del vehículo era lamentable. Un modelo muy antiguo de la casa Mercedes, pero si uno lo miraba detenidamente observaba que las ruedas eran bastante nuevas y el sonido del motor era un ligero zumbido. Indiscutiblemente el sonido de un motor bien engrasado y potente.

      Pararon frente a una casa de una sola planta en las afueras de una aldea, en el sur de Marruecos. De los cuatro hombres que lo ocupaban, uno permaneció al volante, manteniendo el motor encendido; dos se dirigieron a la puerta de entrada, y el cuarto bordeó la casa dirigiéndose hacia la parte trasera. Sabía que esta daba a un pequeño huerto donde los niños solían jugar.

      En ningún momento hablaron entre ellos. Sabían qué encontrarían y lo que tenían que hacer. Los tres sacaron pistolas. Los dos que se acercaron a la puerta principal ni siquiera se molestaron en llamar. Uno de ellos golpeó con una fuerte patada la parte de la puerta donde se supone debía estar el pestillo. Si se hubiese molestado en mover la manilla, la puerta se habría abierto, no estaba cerrada con llave. Cuando un hombre lleva sangre en los ojos y violencia en las venas, todos sus actos van cargados de brutal ferocidad. La puerta astillada se abrió con un gran estruendo y entraron. Dentro los miraba boquiabierto un hombre mayor sentado junto a la mesa. No tendría más de cincuenta y cinco años, pero en esta tierra tan inhóspita, a esa edad se es un anciano. Los dos disparos le alcanzaron en el pecho y lo proyectaron hacia atrás. Una mujer, también mayor, entraba a la estancia desde la cocina, portando en sus brazos una olla. Gritó y la cacerola cayó de sus manos. Le dispararon los dos. La mujer recibió tres impactos.

      El hombre que se dirigió a la parte trasera de la casa se encontró con una joven que estaba jugando con dos niñas. En una fracción de segundo sus miradas se cruzaron y la joven frunció el ceño. No vio el arma que portaba en su mano derecha pegada a la pierna. El joven sonrió y la chica soltó un poco de la tensión del primer momento. En ese instante se escuchó un gran estruendo. La joven movió ligeramente la vista hacia la casa y las detonaciones del interior coincidieron con las producidas frente a ella. Un disparo le dio en el estómago y otro en el lado izquierdo del pecho que le destrozó el corazón. Su muerte fue instantánea. A continuación disparo sobre las niñas. No dejó de sonreír en ningún momento.

      Los dos hombres del interior, tras disparar sobre la anciana, se dirigieron a la segunda habitación por el pasillo. Sabían que era el dormitorio de Aman y que en ese momento estaría durmiendo. Tenía turno de noche en el trabajo. Cuando abrieron la puerta, Aman se encontraba con un pie fuera de la cama. No le concedieron oportunidad alguna. Con la misma frialdad que habían matado a los demás, actuaron. Le dispararon cuatro veces y cayó fuera de la cama con el pecho y el rostro cubierto de sangre.

      Mientras tanto, el joven que había disparado a la chica y las niñas seguía apostado junto al huerto, esperando por si alguno escapaba. Al oír su nombre, volvió por donde había llegado. Los tres se juntaron en el camino y se dirigieron al vehículo. Subieron y sin pronunciar palabra, se fueron. El que se sentó junto al conductor sacó un teléfono móvil y marcó un número. Cuando contestaron, sólo dijo: «Estaban todos, objetivo cumplido sin problemas». Colgó, y girándose les dijo:

      —Os invito a cenar.

      Todos asintieron entre risas. Conocían personalmente a la familia que habían ejecutado. No sabían el motivo concreto por el que tenían que matarlos, sospechaban que algún familiar directo habría defraudado a su jefe. Ellos únicamente cumplían órdenes.

      Cuando la crueldad rige los actos de los hombres, en sus entrañas se aloja la miseria más inhumana. Únicamente pierden el apetito aquellos que ven las muertes más atroces en el telediario. Tal vez, ni estos.

      La joven conducía un pequeño utilitario descapotable de color rojo. El cabello rubio y largo ondeaba como un estandarte. Paró en un semáforo; otro vehículo se detuvo en paralelo al de ella. Dos jóvenes dentro de ese coche la miraban con cara de bobos. La joven los miró a través de sus grandes gafas oscuras, les sonrió y cuando el semáforo se puso en verde, aceleró.

      Conduciendo, empezó a reír escandalosamente. Le encantaba sentirse así. Con treinta y dos años, tenía un buen físico, era alta, delgada, con un busto de los que hacen girarse a los hombres. Pero los dos jóvenes con cara de tontos no babeaban exclusivamente por que intuyeran que estaba estupenda, sino porque irradiaba energía, confianza, seguridad y sensualidad. Volvió a reír. Le encantaba la vida que llevaba. No estaba pegada a nada ni a nadie, disfrutaba de su vida y compartía momentos con quién le hacía disfrutar de la vida. Era inteligente, lista y además, con pasta.


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