El jardín de la codicia. José Manuel Aspas

El jardín de la codicia - José Manuel Aspas


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ha parado a la espera de instrucciones. He supuesto que sería mejor abordar al sospechoso en el andén que dentro del autobús. Por lo que hemos observado el tipo está tranquilo, pero controla las inmediaciones. He creído conveniente solo controlarlo y no detenerlo; su aspecto es de estar como un toro. Además, no sabemos si va armado.

      —Ha actuado correctamente. —Zafra lo miró y no pensó en ningún momento que habían escurrido el bulto. En alguna ocasión los agentes esperaban demasiado a realizar alguna detención por temor al resultado. Siempre era mejor que tomase la iniciativa un superior; si la cagaba, la cagaba él—. Independientemente de cómo nos salga la detención, usted ha hecho lo correcto.

      En el transcurso de la conversación, otro vehículo policial había llegado. Zafra se encaró a los seis agentes que componían las tres dotaciones que se encontraban en el lugar.

      —Bien, no creo que vaya armado con arma de fuego, pero es seguro que porta una navaja. De todas formas, es mejor que no vea uniformes. Iremos con la máxima precaución. Una dotación se situará en la entrada por la que acceden los autobuses y otra en la salida. Estad al loro; si detecta nuestra presencia saldrá corriendo por una de ellas. Vosotros dos, permaneced junto a él. —Se refería a los agentes de servicio en la propia estación—. Nosotros bajaremos por separado e intentaremos reducirlo. Si se huele la estrategia correrá hacia una de vuestras posiciones.

      —Entendido —dijeron unos y asintieron el resto.

      —¿Quién lo caza? —preguntó Arturo.

      —Pues tú —le espetó Vicente con una sonrisa maliciosa—. Eres el especialista en estas lides.

      —Ese tío es una mala bestia. Como se revuelva, con la gente en el andén, vamos a montar una buena.

      —No me jodas. Con la de veces que me has dicho que la fuerza bruta no tiene nada que hacer contra la técnica, ¿y ahora te cagas?

      —Tú mandas.

      —Además, no te preocupes, yo estaré cerca. Y siempre nos quedará el recurso de una simple patada en los huevos.

      Andaban por la sala de taquillas seguidos por los policías. Zafra se acercó a un indigente que se encontraba sentado en un banco que tenía a sus pies una pequeña maleta del tipo que se llevan cogidas por un asa y portan ruedas.

      —Amigo, necesito diez minutos su maleta. ¿Me la presta?

      Boquiabierto, el indigente iba a protestar, pero al percatarse de la comitiva:

      —Claro, toda suya. Pero tenga cuidado al abrirla, me la ha organizado mi mamá.

      «Su mamá, de estar viva, pasaría de los cien años», calculó el inspector. Los tres de uniforme se quedaron arriba. Vicente y Arturo bajaron por las escaleras en dirección a los andenes

      —Suerte —le deseó Zafra, y se separó de Vicente. Éste se quedó rezagado para distanciarse y no llegar al mismo tiempo que su compañero a los andenes.

      No había mucha gente, lo que perjudicaba los intereses de los inspectores. Sabían que el andén número veintiuno estaba en la parte derecha. Cuando Zafra bajó, se paró y encendió un cigarrillo, obligando a Arturo a detenerse momentáneamente en las escaleras. Sabía que de momento no era visible todavía desde el fondo del andén. Luego, sin prisas, continuó andando, mirando distraídamente un billete que previamente había cogido del suelo.

      Unos metros por detrás de él Arturo caminaba con una sonrisa de oreja a oreja; se preguntaba si Zafra sería consciente de la mierda que llevaba la maleta.

      Rafael Berbel miró su reloj. Faltaban diez minutos para la hora prevista de salida y el puto autobús no había llegado. No observó ningún madero en la estación; había pasado frente a varias cámaras de seguridad que estaban distribuidas por la estación, confiando que a cargo de éstas estuviesen vigilantes y no policías. Se maldijo por no haber comprado una gorra, como había hecho en otras ocasiones, con el fin de pasar más desapercibido. Pero estaba tranquilo; mató al cabrón del Fino sobre las dos de la noche anterior. Durante más de dos horas estuvo preguntando por él en diversos garitos que sabía que frecuentaba, donde todos le conocían por ese apodo. Era la primera vez que Rafael le buscaba, pues el contacto entre ellos siempre se había realizado a través de un tercero. Nada le relacionaba con el Fino a excepción de la búsqueda la noche anterior. Por lo tanto, estaba convencido que hasta entrada la noche no descubrirían los policías que él había estado buscándolo.

      Como todos los de su calaña, el Fino dormía por el día y trapicheaba por la noche. Su vida era nocturna. Los investigadores irían a buscar pistas a los lugares que frecuentaba e inmediatamente sabrían que Rafael estaba interesado en localizarle y atarían cabos.

      Pero confiaba que cuando lo averiguasen, él estaría ya en Madrid, donde su gran colega Matías tendría varios lugares seguros para pasar una temporada. Al fin y al cabo, el dinero que había robado el drogata ese era de su colega. Él únicamente protegía los intereses de Matías. En este submundo los mensajes más claros, son éstos.

      A pesar de encontrarse relativamente seguro, no dejaba de realizar miradas de control. Era la costumbre, las mismas miradas que realiza un policía, salvo que en este caso él intentaba detectar justo lo contrario que ellos.

      Miró en dirección a las escaleras de los andenes. En ese momento bajaba un tipo de traje con una maleta de ruedas, el capullo no había bajado por las automáticas. Lo siguió con la mirada. Al llegar al andén sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno, luego miró un papel que sería el billete, presumió Rafael; lo alejó de los ojos, síntoma de que estaba rondando los cincuenta y necesitaba mirarse la vista. Estudió el indicador de distribución de los andenes y se encaminó a la derecha, los impares.

      En ese momento una mujer tropezó con Rafael. La maleta que portaba la señora se dobló, la desequilibró y esta empujó a Berbel. Por la corpulencia de este, la señora ni lo movió, pero a pesar de ello la miró con desdén y le dijo.

      —Tenga cuidado señora, a ver si me va a lastimar. —No la ayudó. Por el contrario, rió su propio chiste y con la sonrisa en los labios volvió a mirar a su derecha, en dirección a las escaleras.

      A consecuencia del pequeño incidente, Rafael no vio bajar a Arturo. Este, pegado a las tiendas y la cafetería del andén, se aproximaba con mucho disimulo al número veintiuno.

      Detrás del hombre que arrastraba la maleta se aproximaba un joven de unos veinticinco años, de complexión fuerte, alto y con el pelo muy corto. Por un momento sus miradas se cruzaron. Rafael lo evaluó como una posible amenaza. Las personas que permanecían en el andén le tapaban parcialmente, pero al aproximarse, le descartó inmediatamente. Llevaba el brazo derecho cubierto por un tatuaje muy vistoso, con varios colores y que le eliminaba como policía.

      El hombre de la maleta se paró, situándose un metro por delante de Rafael, de espaldas a este. Berbel miró su reloj, volvió a maldecir al puto autobús, pues faltaban dos minutos para su salida y ni siquiera había llegado. Cuando levantó la mirada se fijó en la maleta del hombre que se encontraba un metro por delante de él. El traje del capullo era de lo más normal, pero la maleta parecía sacada de un estercolero, con un pequeño descosido en un lateral. Muchos indigentes se negarían a llevarla. Simultáneamente recordó al indigente que se había cruzado con él cuando recogió el billete; era la misma maleta. Su instinto se puso inmediatamente alerta y su mirada se disparó hacia la cintura del hombre: el bulto de una canana es más prominente que el de un móvil. Justo cuando su mirada se posaba en la cintura, sintió una presión en la cara y esta salió catapultada hacia atrás.

      Arturo caminaba pegado a las cristaleras mirando de forma muy discreta al objetivo. Este se encontraba plantado en mitad del andén, con las piernas ligeramente separadas y con una actitud de dominar su entorno. Zafra había ocupado su lugar. El objetivo, como así gustaba llamarle Arturo, ladeó su mirada unos instantes en su dirección y este solo tuvo que agacharse un poco, como si pretendiera fijarse con más atención en un regalito del escaparate para pasar desapercibido. Cuando Rafael volvió a mirar en la dirección por


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