El jardín de la codicia. José Manuel Aspas

El jardín de la codicia - José Manuel Aspas


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humana. Se incorporó y regresó junto a sus compañeros, con la precaución de que sus pisadas fueran paralelas a las anteriores, a fin de no entorpecer la investigación.

      —¿Está muerta? —le preguntó el más joven.

      —Sí —afirmó Roca.

      —Con lo temprano que es y el calor que hace, joder —dijo uno de los agentes, por decir algo, pero Roca no le contestó.

      —Base, aquí unidad catorce. Confirmo un código diez. Repito, tenemos un código diez.

      —De acuerdo. Confirme situación.

      —Nos encontramos justo en la parte contraria a la entrada principal del Cementerio Municipal de Valencia, frente a la estación del metro de San Isidro.

      — Recibido. Procedo a protocolo establecido. ¿Necesita apoyo?

      — Afirmativo, necesitamos aislar la zona.

      — De acuerdo.

      Siete minutos más tarde llegaban dos vehículos de la policía nacional. La zona estaba siendo acotada con cinta policial por parte de la local. Se llamó a la policía judicial y al juzgado de guardia. Mientras los esperaban, se dedicaron a ampliar el perímetro con más cinta por detrás de la zona de árboles.

      La policía científica llegó en una furgoneta de color blanco, sin ningún distintivo exterior que indicara que se trataba de un vehículo oficial. Bajaron tres agentes y tras una breve charla con los presentes, se acercaron al lugar desde donde era visible el cuerpo, sin pisar la zona de tierra. Hablaron entre ellos un par de minutos.

      Los tres se colocaron un mono de un tejido parecido al algodón, que les cubría de zapatos a cabeza; a continuación, unos guantes de látex y puestos en paralelo, se introdujeron en la arena, separados un metro unos de otros. Realizaron unas fotos y seguidamente, agachados, se dispusieron a avanzar poco a poco, cepillando delicadamente la tierra en busca de cualquier objeto que pudiese ser relevante para el esclarecimiento del caso, guardándolos en pequeñas bolsitas herméticamente cerradas para su posterior análisis. Llegados junto al cuerpo de la joven, tras hacer las correspondientes fotos, uno se quedó junto al cuerpo y los otros dos volvieron a la carretera ampliando el perímetro a inspeccionar.

      Uno de los agentes que metódicamente ampliaba la inspección de la zona llegó donde empezaba la vegetación. Tras realizar unas fotos, se agachó junto al tocón de un árbol. Se encontraba entre el inicio de la vegetación, casi cubierto por esta, lo observó detenidamente, lo fotografió y midió. Hacía mucho tiempo que el árbol había sido podado; su corteza se encontraba oscurecida al igual que la parte por donde la sierra lo cercenó. Medía sesenta y dos centímetros y por la parte superior se encontraba arañado, descarnado por la zona donde el agente lo estudiaba detenidamente. A los pies del tocón, en un lateral, sobre la arena, había un pequeño cristal del tamaño de una moneda de euro con diferentes aristas.

      El agente lo fotografió y tras recogerlo lo introdujo en una bolsita de muestras. Exploró con su cepillo la tierra alrededor del tocón, pero no encontró nada relevante.

      Mientras estos agentes se encontraban inmersos en el examen del terreno, llegaron más policías para inspeccionar los alrededores y contenedores próximos. Era indudable que había sido golpeada con un objeto. El asesino se podía haber desprendido de él. También se encontraba en el lugar el médico forense, la jueza de guardia y el furgón mortuorio, además del tropel de personas que se concadenan cuando se encuentra un cuerpo, sea un suicidio, asesinato o simplemente porque le haya llegado su hora. Cada uno esperando el momento de realizar su labor específica. El cuerpo es el centro de la acción, pasa de ser una persona a ser un cadáver, inanimado y frío.

      Eran las siete cuarenta y cinco.

      —«Víctor ocho, ¿me recibe?» —tronó la emisora.

      —Alto y claro —respondieron desde el vehículo policial.

      —«Rafael Berbel ha sido reconocido por un agente entrando en la estación de autobuses» —les comunicaron desde central.

      —¿Quién cojones es el tío éste? —preguntó el inspector Arturo Broseta.

      —¿No has leído el informe que teníamos encima de la mesa?

      —A las siete de la mañana no estoy para leer notitas.

      —¿De verdad no recuerdas quién es este tío? —preguntó Vicente.

      —Pues no.

      —Alias el Montaña.

      —Ahora sí. Ese hijo puta nos la jugó hace unos meses, fue el que pegó la paliza al drogadicto de Manises. Es un tipo duro, ni siquiera al que curró tuvo cojones de inculparlo.

      —Pues parece que anoche se cargó a uno. Había un testigo en el lugar, que Rafael no vio.

      —Cojonudo.

      —¿Lo han detenido?—preguntó Vicente Zafra a la central por la emisora.

      —«Nos informan que lo tienen bajo vigilancia por cámaras, se encuentra en el andén. Los agentes de servicio en la estación han recibido el requerimiento de búsqueda esta madrugada. Al parecer uno de los agentes lo ha reconocido».

      —Recibido. Estamos en cinco minutos.

      —«Se dirigen varias unidades al lugar».

      —Que nos esperen en la puerta —ordenó Vicente.

      —«Recibido».

      —Nos han jodido el café —comentó Arturo Broseta. Colocó el pirulo de color azul sobre el techo del vehículo y aceleró. Eran las ocho treinta y cinco.

      Arturo y Vicente Zafra eran dos inspectores de la brigada de homicidios, llevaban dos años como compañeros. Para Arturo sus dos primeros años como inspector. Zafra era el veterano, con veintiocho en el cuerpo y catorce de inspector de homicidios.

      Habían llegado a un punto de compenetración extraordinaria, exclusiva de determinadas profesiones que requieren, en ocasiones, la comunicación visual, la confianza total en el compañero.

      Rafael Berbel era un individuo con un historial policial enorme. Con metro ochenta y cinco, un cuerpo de los denominados hoy en día como ciclados, un físico que había utilizado toda su vida para amedrentar, con cara de pocos amigos y rapado. Sencillamente, imponía.La noche anterior había acuchillado a una persona, con toda probabilidad por un asunto de drogas. Se trataba de un drogadicto que se ganaba la vida pasando droga a pequeña escala. Su cuerpo se encontraba en el instituto anatómico forense. Berbel no sabía que detrás del contenedor, junto al lugar donde le asestó las puñaladas al pobre desgraciado, se ocultaba un colega que le acompañaba y que aterrorizado, permaneció inmóvil hasta ser descubierto por la policía. De esta forma, los medios de comunicación informaban que la policía investigaba el suceso, indicando que todos los indicios apuntaban a un ajuste de cuentas pero sin saber concretamente quién o quiénes habían intervenido, sin mencionar que la policía tenía un testigo. Por ese motivo se encontraba relativamente tranquilo y creía disponer de unos días de margen hasta su identificación.

      Cuando los inspectores llegaron a las puertas principales de la estación de autobuses, ya se encontraba en ellas un vehículo policial, y justo detrás de los inspectores venía otro zeta, todos con las sirenas desconectadas como indicara Zafra por la emisora. Los primeros agentes en llegar se encontraban hablando con otro compañero al pie de las escaleras.

      Tras aparcar, los inspectores se dirigieron al grupo de policías que se encontraban en las escaleras. Uno de ellos portaba una emisora en la mano. Zafra supuso que era el agente que estaba de servicio en la propia estación. Se dirigieron a él.

      —¿Dónde se encuentra el individuo? —le preguntó Zafra.

      —Está en el andén veintiuno, esperando el autobús con destino a Madrid.

      —Le están controlando.

      —Afirmativo, mi compañero le está visualizando por cámaras


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