El jardín de la codicia. José Manuel Aspas
estaba la plaza.
—¿Y tiene trastero? —preguntó con sorna Arturo.
—Tenemos que registrarlo. ¿Puede usted comprobar si la plaza consta en el registro como parte de la vivienda? Si no es así, tendremos que pedir una orden de registro o usted tendría que firmarnos una autorización en nombre de su cliente para poder entrar. —No era la primera vez que se realizaba un registro sin la autorización legal, aunque se tratase de un mal entendido y lo encontrado, aunque fuera la prueba más convincente, esta se anulaba. Volvió a mirar los documentos.
—Sí, está inscrita como parte de la vivienda.
—No es por desconfianza pero, ¿me permite que lo lea? —puntualizó Arturo.
El abogado le enseñó la escritura. Arturo la leyó y mirando a Vicente asintió con la cabeza.
—Correcto —dijo Vicente—. Pruebe usted la última llave, a ver si tenemos suerte.
El abogado introdujo la llave y abrió la puerta, buscó el interruptor y encendió la luz. El trastero tenía unos tres metros de profundidad y dos de anchura aproximadamente, con estanterías en todas sus paredes aprovechando de forma práctica el espacio. No era el clásico trastero ocupado por una familia, dónde se amontonan miles de trastos. En este, todo se encontraba en cajas, bien organizadas dentro de los estantes, algunas con letras indicando lo que guardaban; nada en el suelo, ni fuera de lugar. Se encontraba muy bien iluminado por dos tubos fluorescentes.
—Bermejo, todo tuyo. —Bermejo entró, comprobó que dentro no tenía cobertura, salió del trastero y las rayitas se encendieron indicándole que volvía a tener el teléfono operativo. Marcó el número de uno de los de su equipo que esperaba arriba y le dio instrucciones de que bajaran al sótano, la puerta de acceso la habían dejado abierta. Al momento aparecieron tres agentes de Bermejo.
Los inspectores y el abogado se retiraron. Bermejo empezó por fotografiar el trastero; sus hombres empezaron de forma meticulosa a sacar cajas a la propia plaza de aparcamiento vacía donde tenían más espacio. Una a una fueron inspeccionándolas y fotografiando lo que sacaban. Una de ellas estaba abierta, sin precinto como se encontraban la mayoría; sacaron un tubo. Cuando se disponían a sacar otro idéntico al primero, intervino Vicente.
—Un momento chicos —todos pararon y lo miraron. Vicente se puso guantes como los del resto, se acercó y lo tomó, lo miró detenidamente y sintió el golpe de adrenalina que tan bien conocía, esa respuesta de su organismo cuando algo crucial sucedía. Mediría unos sesenta centímetros de longitud, con una especie de rosca en sus extremos; no era macizo, pero pesaba lo suyo. Tenía dos rayas longitudinales en toda su extensión, paralelas, una especie de decoración—. ¿Cuantos tubos hay dentro de la caja?
—Seis —contó el agente que estaba inspeccionando esa caja.
—¿A qué cojones pertenecen? —preguntó Vicente—. Llevan una rosca. ¿Para qué sirven?
El agente sacó los seis, después dos maderas envueltas en plástico de burbujas. Abrió el plástico y las desenvolvió mientras otro agente documentaba fotográficamente la operación. Todos permanecían en silencio, atentos a las órdenes de Vicente, intuyendo la importancia de la posible prueba.
—Se unen de dos en dos enroscándose por ambos extremos y unidas a estas dos piezas de madera forman las tres patas de un mueblecito. Yo diría que es una rinconera. La parte de arriba del mueble será esta, es de nácar.
—Documenta bien esos tubos, nos los llevamos al laboratorio. Quiero un análisis en profundidad de ellos, alguno podría ser el arma homicida. —Recordaba la explicación del forense sobre las marcas que presentaba la joven y podían coincidir con las que se apreciaban en estos.
Los metieron en bolsas de prueba, uno a uno.
—Vicente —le llamó desde dentro Bermejo—. Aquí tenemos una cajita con un teléfono móvil y un cargador. El teléfono esta encendido con la batería casi agotada.
—No lo toques, por favor. —«No era posible que tuviesen tanta suerte», se dijo Vicente a sí mismo. Sacó su libreta, buscó un número que tenía anotado mientras Arturo hacia lo mismo.
—Seis, siete, ocho... —Vicente pronunció en voz alta otros tres números más.
—Cero, ocho, tres —finalizó Arturo mientras Vicente los marcaba.
Y el teléfono que acababan de encontrar guardado en el trastero de Alberto Poncel Parraga sonó.
Cuando salían del garaje, Vicente recibió una llamada de los agentes que estaban registrando el despacho.
—Decidme —contestó.
—No hemos encontrado nada reseñable. Se han recogido muestras pero poca cosa. Ha estado presente en todo momento un abogado, y nos ha abierto la caja fuerte. Se ha requisado su agenda, como dijiste.
—¿Has preguntado a la secretaria?
—Sí, tenías razón. Tiene otra agenda idéntica a la del jefe. Lo controla como una esposa celosa. También nos la hemos traído.
—De acuerdo, era lo previsto. Te veo en comisaría.
—¿Qué tal les ha ido? —preguntó Arturo.
—Bien —contestó Vicente.
Cuando los inspectores terminaron el informe sobre el registro de la vivienda de Alberto Poncel, los agentes que habían realizado el registro sobre el despacho les entregaron el suyo y un sobre.
—¿Qué hay en el sobre? —les preguntó.
—Las agendas. Como te he comentado por teléfono, nada importante. En un cajón guardaba un teléfono móvil de prepago. Comprobamos su número y coincide con el segundo que te comentó de que disponía.
—Vale, gracias.
Cuando Vicente y Arturo terminaban de leer el informe sobre el registro del despacho, volvió a sonar el móvil de Vicente. Miró la pantalla, se trataba de la llamada que esperaba.
—Dime Gregorio.
—Hoy ha sido un día muy largo... —Eran casi las nueve—. Pero productivo.
—Eso está bien. ¿Qué puedes decirme?
—Hay muestras recogidas dentro del vehículo, tanto de ADN cómo huellas que pertenecen sin ninguna duda a la joven fallecida. Las dos muestras capilares que encontramos sobre el cadáver de la joven coinciden con el ADN del sospechoso.
—No puedes hacerte una idea de la importancia de conocer esos datos en estos momentos —contestó Vicente—. ¿Cuándo tendré el informe redactado?
—No hemos terminado de procesar todo lo recogido dentro del vehículo. He dado prioridad a pruebas concretas y el resultado es el que te he dicho. Posiblemente terminemos el lunes, dispondremos de los resultados el martes por la mañana y tú tendrás el informe completo el miércoles a primera hora en tu despacho.
—¿Pero podemos situar a la joven dentro del vehículo? —quiso ratificar el inspector.
—Las muestras lo confirman sin ninguna duda.
—¿Y podemos confirmar el ADN del sospechoso en el cuerpo de la víctima?
—Sí.
—En el registro de su domicilio, hemos encontrado en el garaje unos tubos metálicos. Podrían tratarse del arma utilizada.
—Los analizaremos detenidamente.
—Muchas gracias, Gregorio. —Y cortaron la comunicación.
—Por lo que he escuchado, ¿tenemos pruebas de la relación entre ambos? —preguntó Arturo.
—Efectivamente —contestó Vicente con una sonrisa en los labios—. Muestras de ADN y huellas.
—Lo tenemos pillado.
Vicente marcó la extensión del Comisario.