El jardín de la codicia. José Manuel Aspas

El jardín de la codicia - José Manuel Aspas


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contra su hijo hace aproximadamente dos años presentada por una joven?

      —Sí. —Se tensó como si hubiera tocado un cable de alta tensión. Frunció el ceño, concentrándose en su respuesta—. Esa joven estaba muy bien asesorada, cumplió con su papel de forma extraordinaria. ¿Podemos hablar de forma más confidencial?

      —Claro —contestó Vicente, comprendiendo a lo que se refería. Apagó la grabadora.

      —Como les he dicho, esa joven cumplió un papel determinado, como una actriz. Le ofrecí dinero, lo cogió, retiró la denuncia y desapareció. En su día no lo comprendí, pensé que el objetivo era simplemente económico. Ahora lo veo con absoluta claridad, era parte de una estrategia, de un plan con un propósito más amplio y letal. Esa denuncia cumplirá su verdadero papel ahora. Junto a todas las pruebas que se han encontrado, se sumará esa denuncia, intrascendente en su momento y ahora crucial, pues sitúa a mi hijo como reincidente. Quien estaba detrás de esa joven, es el artífice de que mi hijo esté detenido. Ha matado a esa joven. Pero antes, también ha asesinado a mis otros dos hijos. Me miran ustedes como si esto que les estoy diciendo fuera cháchara de padre poderoso y manipulador. Pero creo a pies juntillas todo lo que les he dicho. Les prometo que haré todo lo que esté en mí mano para descubrir a ese mal nacido, y si puedo, lo desollaré vivo.

      Se marchó.

      La mujer iba sentada en el autobús, sumida en sus pensamientos, reflexionando sobre las palabras adecuadas que tendría que pronunciar para convencer a Gerardo Porto de que incluyese como alumno en su prestigiosa escuela de música a un joven de once años, salido de las más humildes favelas, sin más recursos que un extraordinario e innato virtuosismo con el violín. Por lo menos, eso pensaban Cecilia y el maestro de música del chico. Vestía de religiosa, un hábito de color crema con una cofia del mismo color, un cinturón marrón y un crucifijo de madera cogido con un simple cordón de cuerda alrededor del cuello. Habitualmente no utilizaba el hábito; solía vestir con vaqueros y suéter de cuello redondo, normalmente de color oscuros, prendas cómodas. Únicamente la cofia, que portaba siempre, indicaba que era una religiosa. Pero a diferencia del dicho, la cofia no la hacía monja, la hacían sus actos. Cecilia Padilla era la mujer más conocida y respetada de las favelas situadas en la zona norte de Río de Janeiro.

      Se dirigía a la zona sur. A través de la ventanilla del autobús,observaba pasar la triste realidad de esta impresionante ciudad. Río de Janeiro cuenta con una población de algo más de once millones de habitantes en su área metropolitana. Al sur de la ciudad, su escaparate: las playas de Copacabana, Ipanema, Botofago y Flamengo. En Cosme Velho está la estación Ferro da Corcovado, el tren que sube al Cristo Redentor. En esa zona se encuentran los grandes hoteles, las centrales de bancos y grandes empresas, donde lucen los escaparates de multitud de tiendas, restaurantes y espectáculos para acoger a un turismo propio y extranjero. Todo rueda alrededor del turista y por supuesto, de su dinero. En el extrarradio de ese mundo de luz y sonrisas, las favelas. Al norte de esa inmensa ciudad, el estadio de fútbol del Maracaná y el de Vasco de Gama. Y también, la miseria en toda la extensión de la palabra.

      Cecilia Padilla llegó a Río de Janeiro una lluviosa mañana hacía ya casi treinta años acompañada de otras tres novicias, todas con veinte años, ilusionadas y asustadas, con la pasión propia de esa edad y el convencimiento de estar destinadas a ayudar a los demás a través de Dios.

      La congregación poseía en la zona más humilde una mansión de principios del siglo XIX. Un enorme muro de piedra protegía todo el perímetro exterior; dentro de éste, la casa principal, de dos alturas, estilo colonial, porticada; en sus dos laterales y separadas de la pieza principal y pegadas al muro, unas viviendas más humildes de una sola altura, indudablemente destinadas en su día a la servidumbre; en la parte de detrás del edificio, lo que en su momento fueran unas amplias caballerizas y un huerto.

      Cuando llegaron las cuatro novicias a la mansión, excepto el muro perimetral que se conservaba en un estado extraordinario, el resto se encontraba en unas condiciones penosas y en algunas estancias su estado era ruinoso. La sacaban adelante quince monjas ayudadas por varias mujeres. Los servicios que prestaban a la comunidad eran básicos. Intentaban, a través de canales oficiales, conseguir recursos para mantener abierto un comedor donde al menos proporcionar una comida diaria a los que no tenían nada para llevarse a la boca. En una de las estancias, dos monjas con nociones elementales de medicina paliaban la carencia de cualquier tipo de asistencia médica por parte de las autoridades. La pobreza extrema y las condiciones de insalubridad en las que sobrevivían las gentes de la zona obligaba a las religiosas a una constante búsqueda de recursos que proporcionasen alimentos y medicinas.

      Cecilia pronto destacó por poseer una energía y vitalidad asombrosa. Empezaba el día muy temprano, limpiando las instalaciones, y seguidamente ayudaba en el improvisado dispensario a las dos monjas responsables de esta tarea. Después se dirigía al comedor. Al poco tiempo fue ganándose la confianza de las mujeres de las favelas. Estas preferían consultarle sus problemas personales e íntimos a Cecilia antes que a las otras religiosas. A pesar de su juventud, poseía un criterio repleto de sentido común. Pero donde Cecilia volcó toda su pasión fue en los niños.

      Con el paso del tiempo fue asumiendo responsabilidades más importantes. Asombraba a todas las compañeras y, sobre todo, a la responsable de la comunidad por proponer ideas originales para conseguir recursos. Esa capacidad innata de liderazgo, de organización e iniciativas, le llevó inevitablemente a asumir el control de la congregación con el paso del tiempo. Empezó a tejer una red de influencias en la ciudad, pulsando con absoluta destreza las teclas adecuadas en todo tipo de organizaciones, fuesen estatales, municipales o privadas. Descubrió que en todas las negociaciones que realizaba para conseguir los recursos necesarios, ella poseía incentivos importantes. Presionaba las conciencias de los ricos, ya fuesen estos por negocios lícitos o ilícitos; posteriormente alababa su generosidad con los más desfavorecidos en los círculos en los que se movían y así, su vanidad les hacía ser generosos. En los ámbitos municipales exponía las ventajas de ayudar a su congregación. Veladamente y con mucho tacto, les informaba de los problemas que tendrían en esa zona tan desfavorecida, a la cual el municipio destinaba tan pocos recursos. Las ventajas de la labor que realizaban sus monjas, llegados a este punto, brillaban con luz propia. Si su congregación disponía de medios, se paliaba el hambre, semilla de disturbios si no se solucionaban. Esta era su primera ventaja y si disponían de medicinas, su servicio a la comunidad evitaba implicarse de una forma más profunda al ayuntamiento, el cual tendría un gasto mucho mayor para cubrirlo. Segunda ventaja.

      Con esos y otros argumentos, Cecilia Padilla se había convertido en un grano en el culo para muchas personas. Pero había conseguido su propósito: comida y medicinas para sus niños.

      Habían pasado muchos años. Ahora la Casa Grande, como llamaban a su congregación, funcionaba con la eficacia de un cuartel. Se repartían más de un millar de bolsas con alimentos básicos diariamente. Habían habilitado aulas para la enseñanza de los niños de las favelas, donde además se les daba de comer. Disponían de un dispensario médico con un quirófano para operaciones básicas y sobre todo para partos, dirigido y tutelado por Médicos sin Fronteras y auxiliado por unas monjas con el titulo de enfermeras. La red de ayudas que recibía la congregación, tejida por Cecilia en primera instancia solo en la ciudad, ahora se extendía por todo el mundo.

      En los últimos años, el principal objetivo de Cecilia Padilla consistía básicamente en obligar a las madres a que se comprometiesen en la educación de sus hijos. Las calles de las favelas es un semillero de delincuencia, prostitución y drogas. El grado de violencia es enorme. Apartar lo máximo posible a los niños de esas calles era primordial. Y no menos importante buscarles trabajo una vez terminados los estudios. El turismo en Río de Janeiro es el principal recurso de la ciudad. Les buscaba trabajo en hoteles, restaurantes etc. La mayor preocupación de Cecilia era labrarles un futuro.

      Indudablemente, no todos los niños de la zona acudían a las aulas. Cuando los miraba correr alborotados hacia el comedor, muchas veces se preguntaba a cuantos podría salvar del futuro que tenían predestinado. ¿Cuántos escaparían del mundo de las drogas, la prostitución y la delincuencia? Un submundo, por cierto, demasiado cercano a la realidad. La


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