El jardín de la codicia. José Manuel Aspas
vivir con esa frustración.
Bajó del autobús y se dirigió a la academia con paso decidido. Había coincidido con Gerardo Porto en diversos eventos, su prestigio como profesor de música era reconocido internacionalmente. Sus alumnos se repartían en orquestas de todo el mundo. Pero Cecilia también sabía que se trataba de una academia elitista y por lo tanto, solo accesible a quien pudiera pagarla. No sería fácil convencerlo para que le hiciese una prueba. Pero era una mujer de retos, estaba convencida que si accedía, quedaría asombrado del potencial del muchacho.
Le atendió una secretaria. Preguntó por el señor Gerardo Porto.
—¿Me dice su nombre? — le preguntó.
—Cecilia Padilla.
—¿Tiene usted cita? —consultando una agenda.
—No.
—Siéntese un momento, por favor. Se lo consultare a D. Gerardo.
Estaba acostumbrada a esperar en mullidos sillones en frías salas de espera. Al momento salió Gerardo Porto. Se acercó a Cecilia con decisión, pero su cara reflejaba el escepticismo y recelo con que la recibía. Tendría unos sesenta años, pero se apreciaba que era un hombre que se preocupaba por su apariencia física; mediría sobre un metro setenta, delgado, de largos y finos dedos, era un extraordinario pianista; conservaba una melena blanca que terminaba en una coleta; su tez, con el moreno 1
Porto puso cara de complacido. Cuando habló, su tono de voz grave denotaba superioridad.
—Observo que tiene usted una fe en las cualidades del joven inquebrantable. De acuerdo, le realizaré la prueba mañana por la tarde, si le parece bien.
—Dígame la hora, y aquí estaremos.
—A las cinco.
—Perfecto.
—Otra cosa. Tiene que saber que si las cualidades del joven están a la altura de la fe que usted ha puesto en ellas y resulta que accedo a proporcionarle una plaza en esta academia, los costes son muy altos. No voy a cobrarle por hacer la prueba, pero ¿quién se responsabilizará de costear los honorarios de su aprendizaje?
«Vanidoso y tacaño, posiblemente hasta miserable. Este hombre posee todas las reprochables cualidades que se pueden tener», pensó Cecilia. Pero al contestar, sonrió.
—De eso no se preocupe caballero. Yo me haré cargó de todos los gastos.
—Muy bien —respondió, suspicaz. Con todo, no terminaba de fiarse de esa monja.
De regreso a la zona norte, Cecilia estaba feliz. Había conseguido la primera parte de su propósito. No tenía ninguna duda de que el joven pasaría la prueba. Cuando Gerardo Porto le escuchase tocar, se daría cuenta del don innato que poseía el chico y lo aceptaría. Pero también comprendía que este, como muchos otros al principio, se sentía reticente a realizar ningún favor a Cecilia por miedo a que en un futuro se viesen obligados a volver a ayudar a la congregación. La fama de persistente y tenaz que se había creado en conseguir recursos para sus necesitados le precedía.
Había accedido a realizar la prueba al joven pero el coste, por muy portentoso que resultase ser, era harina de otro costal. No quería sentar precedentes.
Bajó dos paradas después de la que se encontraba la Casa Grande.
Cecilia Padilla había diversificado la procedencia de los recursos que recibía tanto como había podido. No solo recibía comida, ropa y medicinas por diferentes canales. También contaba con apoyo permanente por mediación de Médicos sin Fronteras. No había ni un solo día del año que no trabajara en el dispensario al menos un médico. Contaba, además, con la colaboración de personas de la comunidad, sobre todo mujeres. Ahora el comedor era utilizado exclusivamente por los jóvenes que estudiaban en el centro y algunas madres con niños pequeños; al resto se le repartía la comida en bolsas individualizadas; de esa forma se descongestionaba la actividad del centro. También les llegaba regularmente la contribución de empresas y personas de clase media-alta ingresando sus donativos en cuentas gestionadas por la congregación. Y en ocasiones concretas, Cecilia requería otro tipo de cooperaciones, como en esta ocasión.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Arturo Do Silva. En su despacho se encontraba, de pie y a su derecha, su hombre de confianza, Ernesto Domao. Sentados frente a ellos, el encargado de uno de los clubes de Arturo y una joven empleada que ejercía la prostitución en él.
—Explícaselo tú misma —le dijo el encargado.
—Es por mí exmarido. —A la joven se le quebró la voz, se ruborizó y su indecisión aumentó. Era la primera vez que hablaba con su jefe.
—Serénate —le tranquilizó Arturo. Sacó una hoja de una carpeta—. Tú nombre es María Oliveira. Conozco a tu madre desde hace mucho tiempo. ¿Cómo se encuentra?
—Bien, gracias.
—También conocí a tu padre, que en gloria esté. Buen hombre. —María se relajó, levantó los ojos y lo miró a la cara—. Tómate tú tiempo y explícame qué ocurre.
—Yo vivo con mi madre, mi hermano pequeño y mis dos hijos. —Eso constaba en la ficha que tenía Arturo en sus manos—. Mi marido nos abandonó hace más de tres años, maldito el día que lo conocí. Nos dejó con una mano delante y otra detrás, pero yo me alegré. Era muy violento y se le iba la mano conmigo y con los pequeños. Entonces empecé a trabajar para usted.
—Continúa.
—Estoy muy contenta de trabajar en el club, ¿sabe? —La prostitución es una de las mayores formas de buscarse la vida entre las mujeres de Río. Y en ese mundo trabajar para Arturo era un lujo. Una furgoneta recogía a las chicas, y las dejaba en sus diferentes clubs, la mayoría en zonas turísticas. Al finalizar, las recogía y las devolvía al mismo lugar. Tenían un sueldo más unos incentivos. Trabajaban en un sólo lugar, limpio, con sus revisiones médicas y no tenían que aguantar a ningún chulo. No podía quejarse—. Como le decía, se fue hace más de tres años. Bien, pues el muy cabrón hace mes y medio apareció por casa, me pidió dinero y se marchó. Volvió a los tres días, quería más dinero y se lo negué. Lo necesitaba para drogarse, iba muy pasado. Nos pegó y le tuvimos que dar lo que teníamos. Ahora está viniendo por el club, quiere obligarme a que lo deje y trabaje para él.
—Ayer volvió y nos montó una pajarraca. He averiguado que tiene amigos en la zona oeste —explicó el encargado.
—¿Qué amigos tiene? —preguntó Arturo.
—Los hermanos Boa Vista. Pero también me han comentado que están hasta los cojones del pringado este. La droga lo ha echado a perder.
—¿Qué quieres que haga yo? —le preguntó a la joven. Domao, de pie, sonrió. Siempre hacía esa pregunta, pero él sabía que su jefe ya había decidido lo que se tenía que hacer.
—Sé que es un hombre muy ocupado. Pero también sé que usted se preocupa por sus chicas, por eso estoy aquí. Necesito que me ayude. No quiero saber nada de ese cabrón.
—Yo no tengo chicas, tengo empleadas.
—Perdone.
—Vete y veré que se puede hacer.
—Gracias otra vez —dijo la joven mientras se levantaba. Justo cuando salía acompañada del encargado, se asomó un hombre por la puerta abierta.
—Arturo, tenemos abajo a la monja. Pregunta por ti.
La monja. Era innecesario especificar a qué monja se refería. Estuvo tentado de decirle al hombre que se encontraba en el marco esperando una respuesta que pusiera una excusa para no recibirla. Siempre su primer impulso era el mismo, pero sin tener una explicación razonable, terminaba recibiéndola, aún sabiendo que venía a pedirle algo. Y él siempre terminaba cediendo y concediéndoselo.
—Dile que espere dos minutos.
—De acuerdo.
—Terminemos