Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros


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así fue como empezó a familiarizarse con todos aquellos teoremas, proporciones, razones y enunciados matemáticos. Pitágoras, Thales, Arquímedes y demás pandilla de sabiondos helenos.

      El siguiente encuentro con el padre Tosca resultó ser de lo más peculiar, pues se produjo en mitad de la oscuridad de la noche. El maestro había ido a buscarle a su habitación y, para su deleite, lo encontró durmiendo apoyado sobre el libro de Euclides que había estado leyendo a la luz de las velas. Le despertó con una leve caricia en el hombro. Salvador se llevó un susto de muerte, la imagen del sacerdote emergiendo de la penumbra con un candelabro en la mano le pareció de lo más fantasmal.

      —¡Padre Tosca! ¿Qué hace usted aquí?

      —He venido a proponerte una pequeña investigación sobre la bóveda celeste, dado que es un tema que parece gustarte mucho.

      —¿A estas horas? —preguntó Salvador extrañado.

      —¿Y cuándo sino de noche pretendes observar las estrellas?

      —Pero… ¿es apropiado que salgamos a la calle ahora?

      —No se preocupe Salvador, yendo usted conmigo no le pasará nada. Si prefiere quedarse durmiendo lo entenderé, pero le aseguro que esta va a ser una experiencia muy enriquecedora.

      Por supuesto que no se lo pensaba perder, se levantó de inmediato sin poner ningún reparo.

      —Lo que usted diga padre.

      —Abrígate bien hijo, que la noche está fresca —le dijo antes de que saliera por la puerta.

      Salvador no daba crédito, pero su curiosidad era mayor que la resistencia de su cuerpo a moverse. Cogió una casaca de su armario y siguió al Padre Tosca a toda prisa por los pasillos del colegio. Llegaron hasta una pequeña sala que olía a cerrado y a madera vieja en la que no había estado nunca y Tosca cogió de allí un par de cosas. Volvió a cerrar la puerta de aquella habitación con llave y usó el mismo llavero para abrir la puerta de la calle y echar a andar entre la negrura con total decisión.

      —¿Me va a decir ya a dónde me lleva padre? —le preguntó ansioso.

      —Tranquilo, que es aquí cerca, ya lo verás.

      El padre Tosca portaba en una mano un grueso maletín de piel que parecía algo pesado y en la otra una pequeña lámpara de aceite con la que se alumbraban. Le dio el maletín a Salvador y le dijo que le siguiera por las oscuras y solitarias calles de la ciudad. Enseguida desembocaron en la gran plaza de la Seo y se dirigieron a la puerta principal del templo.

      —¿Vamos a entrar en la catedral? —preguntó Salvador sorprendido.

      —En efecto.

      Del forro de uno de los laterales de su capa sacó un grueso manojo de llaves y buscó con cuidado la apropiada. Para su asombro, una de ellas abría la gigantesca puerta de la catedral de Valencia.

      —No te preocupes, el deán es amigo mío y me las ha prestado esta noche para la ocasión —le dijo mientras le indicaba que se internara en la nave.

      Superadas sus iniciales reservas, Salvador se sintió enormemente sobrecogido y un privilegiado ante la magnitud del templo. Le hubiera gustado detenerse con cada nuevo e inesperado detalle de la gran catedral que se le revelaba a la luz del farol, pero el padre Tosca le interrumpió tras cerrar tras de sí la puerta con llave.

      —Sería ya de por sí magnífico detenernos aquí a orar y meditar en silencio frente a estas preciosas tallas e imágenes, pero hoy no es ese nuestro propósito.

      Le condujo hasta uno de los laterales y de nuevo se detuvo ante otra puerta. Salvador sabía cuál era, la de la torre del campanario de la catedral, popularmente conocido como el Miguelete.

      —Valencia no es el mejor sitio para la observación del cielo —le empezó a decir—. ¿Sabes por qué?

      —No —confesó Salvador.

      —Es por las nubes, generalmente hay demasiada bruma y se reduce la nitidez, también influye que tenemos muy poca altura. Hoy sopla el viento ligeramente del oeste y está bastante despejado, eso nos permitirá una mayor visibilidad. Pero para contemplar el cielo libres de obstáculos necesitaremos un punto elevado.

      Y dicho esto comenzó a subir las escaleras que conducían a lo más alto de la torre. Salvador estaba completamente emocionado y siguió sus pasos con determinación, pero pronto descubrió que la ascensión no era nada fácil, los gruesos peldaños de piedra de la estrecha escalera de caracol parecían no acabarse nunca y el ritmo empezó a hacerse muy fatigoso para ambos. A pesar de ello Tosca no se detuvo, con una mano se había recogido la sotana para no pisarla y con la lámpara en la otra mano se iba moviendo cadenciosamente de un lado a otro. Cuando al fin llegaron a la portezuela de salida los dos estaban sin aliento, pero el espectáculo que se abrió ante los ojos de Salvador le dejó boquiabierto, sin duda había merecido la pena. La torre estaba rematada con una amplia terraza por encima de la cual ya solo quedaban las propias campanas. Estaban en lo más alto de la construcción más elevada de toda la ciudad y jamás había soñado con poder disfrutar de unas vistas como aquellas. Una vez acostumbrada la vista a la penumbra, nuevos detalles se iban haciendo perceptibles.

      —Mire padre, ¡se ve el mar! —exclamó.

      —Claro que se ve el mar, y de día verías nítidamente todos los rincones de la ciudad, pero no hemos venido hoy para mirar hacia abajo sino para ver el cielo.

      Alzó la vista hacia arriba y entendió por qué Tosca le había llevado hasta allí, el espectáculo celestial era increíble. Le llamó poderosamente la atención un punto muy blanco y brillante que relucía por encima de los demás.

      —Padre, ¿qué estrella es esa?

      —Eso no es una estrella, es un planeta —le corrigió—. Se trata de Venus, el lucero del alba. ¿Sabes por qué lo llaman así?

      Salvador negó con la cabeza esperando solícito su explicación.

      —Este planeta es visible durante la noche solo las primeras tres horas después del atardecer al oeste, o bien las últimas tres antes del amanecer al este. Se trata del objeto más luminoso del cielo después del Sol y de la Luna, y el único planeta que puede verse aún de día, convirtiéndose en determinados momentos del año en el primer astro en poder ser visto con claridad al amanecer.

      —¿Cómo puedo distinguir a una estrella de un planeta? —le preguntó entonces Salvador.

      —Fíjate bien, las estrellas emiten una luz parpadeante, mientras que la de los planetas es fija y nítida.

      El maestro cogió su maletín y de él empezó a sacar una serie de artilugios, uno de ellos parecía el catalejo de un barco y otro una especie anteojos extraños. Todos estaban cuidadosamente envueltos en paños y con mucho mimo los preparó y empezó a mirar al cielo a través de ellos.

      —¿Sabes? —empezó a decir—. Todos estos instrumentos me los regaló mi querido maestro, el padre Zaragoza.

      Los artilugios no eran otra cosa que lentes de aumento bien ensambladas con las que se podían ver más de cerca las estrellas. Para poder medir con precisión el valor de estas observaciones se hacía uso de otros instrumentos como el cuadrante y el astrolabio de los que Salvador solo conocía algunas nociones muy básicas.

      —Era un jesuita apasionado por la ciencia igual que yo —le siguió diciendo—, se pasó media vida observando la cúpula celestial. Sentía especial predilección por unos cuerpos sumamente curiosos que se llaman cometas.

      —¿Cometas?

      —Así es, se les llama así porque dejan una estela brillante tras de sí conformando un dibujo semejante a la figura de una cometa volando en el cielo.

      —¿Son entonces una estrella o un planeta?

      —Ni una cosa ni la otra, son cuerpos errantes que parecen tener entidad propia —respondió el padre Tosca deleitado con su insaciable curiosidad.

      Aquello


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