Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
Al muchacho se le iluminó la cara al verlos.
—Tienes que ayudarme a criarlos Guillem, yo no puedo estar pendiente de ellos todo el día.
—¡Sí! ¡Sí! Yo los cuidaré, te lo prometo —dijo él emocionado.
—¿Te acuerdas cuando la iaia Antonia nos enseñaba a hacerlo?
Guillem asintió. Su abuela les había enseñado a él y a sus hermanos todo el proceso y todos los secretos de la cría. Como por ejemplo que cuando el capullo de seda, o capell, solo tenía un gusano, se denominaba escuma. Si por contra contenía dos o más alducar, y a los gusanos que por enfermedad dejaban el capullo sin acabar se les llamaba bufalagues, o que a los gusanos ahogados en un pozal o tinaja de agua se les decía cucs de perola.
—¿Cuándo nacerán? —preguntó Guillem ansioso por verlos.
—Aún quedan un par de meses Guillem, ten paciencia.
Fineta dejó la caja con cuidado en un rincón fresco de la habitación y le dio un beso en la frente antes de dejar que siguiera descansando.
La cría del gusano de seda no empezaba hasta el mes de marzo, cuando las hojas de morera comenzaban a brotar de los árboles, y antes de que llegara el verano todos debían haber formado ya su capullo para metamorfosearse en mariposa. Aquel año Guillem no consiguió llegar a ver terminar el milagroso proceso, la enfermedad que lo consumía se lo llevó antes de que pudiera hacerlo. Fue un golpe muy duro para todos, sobre todo para su madre Tomasa. Se pasó dos días enteros llorando abrazada a su hija Fineta, el recuerdo del dolor era inevitable durmiendo en la misma habitación en la que hasta hacía nada había reposado el pequeño, aún podía olerse y sentirse su presencia en todas partes.
Sin embargo, para sorpresa de todos, al tercer día las lágrimas de Tomasa se esfumaron de repente. Se levantó de la cama bien temprano como un torbellino de energía renovadora y empezó a organizar el día a día en la casa como si nada hubiera pasado. Fineta no entendía nada, la tarde anterior era una piltrafa humana, apenas una sombra de sí misma, y ahora se movía con la fuerza de un ciclón. Cuando lo tuvo todo preparado en casa vio cómo se disponía salir.
—¿A dónde vas madre?
—¿Dónde va a ser? Me esperan en casa de los condes, como siempre.
—Pero…
Tomasa se acercó a ella sin perder ese rostro serio y duro que había adoptado aquella mañana. Las palabras surgieron entonces de sus labios con la emoción contenida y una fuerza arrolladora.
—De mi madre he aprendido muchas cosas muy valiosas hija, ¿pero sabes lo más importante que aprendí de ella?
Fineta vio claramente en sus ojos, negros como un pozo muy profundo, la misma fuerza que desprendían los de su abuela y se quedó mirándola, expectante.
—Que pase lo que pase, siempre hay que levantarse y salir adelante.
Así era ella, dura como un viejo tronco de roble, no podía permitirse derramar ni una sola lágrima más. En su casa no había tiempo para llorar, el luto ya había durado suficiente, había cosas más importantes de las que preocuparse.
Fineta aprendió aquella lección para toda la vida, pasara lo que pasara la vida seguía su curso inexorablemente. Dos meses más tarde, sin tiempo aún para haberse repuesto del todo, descubrió que se había quedado embarazada. Una nueva generación de los Romeu latía en su interior.
2. SALVADOR
I
Cuando Salvador cumplió la edad de nueve años, los condes de la Espuña, en connivencia con su tío Luis, tomaron una importante resolución respecto a su futuro. Se decidió su traslado a Valencia, al palacete en el que residía su tío en la capital, y su ingreso en la escuela jesuita de San Pablo; la institución de enseñanza de mayor reputación, fama y prestigio de toda la ciudad. Además de profundizar en sus estudios, tendría la oportunidad de ver de cerca el verdadero centro neurálgico de la empresa familiar: los talleres de seda, el trato con los mercaderes, las reuniones de negocios y diferentes eventos sociales. Don Luis apareció por la casa de Benimaclet un domingo de primeros de octubre y ese mismo día se dispuso todo, un gran carruaje les llevaría después con los baúles de ropa y enseres necesarios.
Aunque aceptaba con resignación su nuevo destino, el niño no podía evitar estar tremendamente asustado y mantuvo una actitud callada y distante durante todo el día, afligido por un mar de incertidumbres. Todos le sonreían y le hablaban de lo bien que le iba a ir y lo bien que lo iba a pasar en la ciudad, pero nada de eso hizo cambiar su ánimo. Sentía como si de pronto todo el mundo esperara mucho de él y le arrancaran de golpe toda su infancia sin piedad.
Al despedirse, su madre le dio un beso y un gran abrazo como hacía tiempo que no recordaba, y su padre siguió dándole palmadas y consejos hasta el momento mismo de subirse en el carruaje. El viaje duraría solo unos minutos, pero a Salvador le pareció que se mudaba a los confines de la tierra. Nunca antes había estado en Valencia ni viajado en una carroza tan grande, su mundo habían sido las huertas de Benimaclet y Alboraya. Sintió un último impulso de bajarse en cuanto sintió al cochero azuzar a los caballos y las grandes ruedas empezaron a moverse, pero no lo hizo. En lugar de eso, se pasó todo el camino con la cabeza asomada por las ventanas, contemplando el mundo moverse a su alrededor.
Un viento más fresco había empezado a llegar y le trajo todos los aromas de la huerta y los inmensos campos de morera que rodeaban Benimaclet. Al dejar atrás las últimas casas, la visión de la ciudad con sus murallas y las numerosas torres y campanarios despuntando en el horizonte detrás de ellas le fascinó, todo era nuevo para él y no sabía dónde fijar su atención. Lo primero que captó su curiosa mirada, llegando a las puertas mismas de Valencia, fue el vetusto palacio del Real. Situado muy próximo al río Turia en el lado norte de la ciudad, con sus gruesos muros y almenas cuadradas de piedra maciza parecía más bien un castillo que un palacio. Y aunque se antojaba remota la posibilidad de que rey alguno se alojase allí, el viejo edificio parecía cuidado y notablemente embellecido en ciertas partes, como los huertos y jardines privados que lo rodeaban y eran de uso exclusivo del palacio.
Acto seguido el carruaje enfiló la entrada de la cuesta del puente para cruzar el majestuoso cauce del río y éste se convirtió en el objeto de todas sus miradas. Perfectamente protegido a su paso por enormes muros de piedra, era necesario cruzarlo para acceder a la ciudad casi desde cualquier punto a excepción del lado sur. Si de algo podía presumir Valencia era de la grandiosidad y bella factura de sus puentes. El del Real, de la Trinidad, de Serranos,... parecían desmesurados para un caudal tan pobre, pero por supuesto aquello tenía su razón de ser. La muralla en cambio parecía poca cosa, más bien bajita para una ciudad cuyos edificios asomaban a la vista de todos como queriendo ya desbordarse del recinto. Solo sus magníficas torres, erigidas majestuosamente en los portales de entrada, recordaban al visitante que los valencianos también eran celosos de sus dominios.
La carroza se disponía a hacer su entrada por la puerta de Serranos, cuyas poderosas y elevadísimas torres eran las más imponentes de la ciudad. Allí había congregada una multitud bulliciosa que entraba o salía de la gran urbe. Campesinos, mercaderes, artesanos, ilustres señores, siervos, bestias, asnos, carros, carretas, cada uno centrado en sus quehaceres sin apenas mirarse ni decirse nada. Al cruzar aquellos muros, Salvador no pudo evitar sentirse un ser diminuto e insignificante. Luis le explicó a su sobrino que en Valencia las cosas transcurrían a un ritmo y de una manera muy diferente a como lo hacían en la tranquila Benimaclet, y no tardó mucho en comprobar que era cierto.
No había visto jamás tanta grandeza y miseria juntas en una armoniosa función que se representaba diariamente a su alrededor. La belleza de sus muchas iglesias y templos que se alzaban majestuosos como la basílica o la Seo, edificios públicos como la lonja de la seda o el palacio de la gobernación y grandes calles engalanadas, contrastaban con oscuros y estrechos callejones que apestaban a vino y orín de los que salían mendigos y borrachos. Lo mismo se veía salir de una