Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
y yo a cuidar la casa y a los hijos y poco más. Y eso es lo que tendrías que hacer tú Fineta, hazme caso.
Desde luego no podía estar más en desacuerdo con su amiga, pero en el fondo ya sabía lo que pensaba y no le sorprendió mucho. No dejó que aquello le estropeara su ilusión por casarse con Pinyol.
A Salvador le divertían mucho las explicaciones que le daba Fineta con tanto énfasis, aunque algunas cosas no las entendiera. Pero en ese momento se dio cuenta de que había una única cosa que le preocupaba.
—Fineta, aunque te cases, ¿seguirás viniendo a verme?
—¡Claro que sí! ¿Por qué no iba a hacerlo? Dios quiera que no me falte nunca el trabajo en esta casa. Y aunque eso pasara, no creas que te ibas a librar de mí tan fácilmente —le dijo Fineta entre risas.
—Pero, cuando tengas hijos, ¿los vas a querer más que a mí, verdad? —le preguntó mirándole con ojillos de cordero degollado.
—A ti siempre te querré Salvador, mucho —le respondió Fineta enternecida.
—¿Sabes Fineta? Puedes quererme igual que a ellos si quieres, porque tú eres como una madre para mí.
A Fineta se le saltaron las lágrimas y no pudo reprimir el impulso de besarlo y estrecharlo entre sus brazos.
—¡Fineta por Dios! ¿Pero qué confianzas son esas? —le dijo Tomasa que salía en ese momento al patio con un enorme cesto lleno de sábanas—. Que corra el aire haz el favor, como te vean así Carmina o la señora Vicenta te va a costar otro disgusto.
Fineta soltó rápidamente al niño pero siguió mirándolo con ternura.
—¿Sabes Salvador? Si Dios quiere que algún día tenga hijos con Pinyol, me gustaría que fueran tan buenos y cariñosos como tú.
Los días de verano se fueron sucediendo con la misma tónica, los que no arreciaba la ponentá, un aire cálido y seco que casi parecía que quemara en contacto con la piel, la suave brisa de levante traía a la ciudad una fina capa de bruma cargada de humedad, que en combinación con el sol del mediodía, se convertía en un bochorno difícil de soportar.
Fineta había salido con las primeras luces como cada mañana al pequeño corral de su casa para dar de comer a las gallinas y a los conejos y recoger los huevos que hubiera en la puesta del día. Alguien se deslizó silenciosamente desde uno de los rincones y la rodeó con los brazos por la espalda, dándole un cariñoso beso en el cuello.
—¡Pinyol, qué susto me has dado! ¿Qué haces aquí?
—Me he colado por la noche, no es muy difícil saltar el muro que separa tu casa de la mía.
—¿Has pasado la noche aquí?
—Quería ser el primero en darte los buenos días.
—Estás fatal —le dijo ella divertida.
—¿Qué pasa? ¿Es que no te alegras de verme?
—Claro que sí tonto.
Pinyol empezó a asaltarla a besos y hacerle cosquillas a las que ella no podía resistirse. Ambos rodaron por el suelo entre risas y las gallinas empezaron a revolotear asustadas.
—¡Estate quieto Pinyol! Como nos pille aquí mi madre…
Pinyol le puso el dedo índice en los labios para que dejara de hablar.
—¡Shhst!
Y después acercó sus labios a los de ella fundiéndose los dos en un prolongado beso.
—¿Cuándo piensas decírselo? —le preguntó después.
—Es que no sé cómo se lo van a tomar —le dijo ella preocupada.
—Pensaba que eso no te importaba.
—Y no me importa, ya sabes que estoy decidida a hacerlo pase lo que pase, pero es que mi madre y mi abuela son tremendas. Y por una vez me gustaría no tener que discutir, me gustaría que me entendieran y me apoyaran.
—Sí, yo también estoy harto de tener que esconderme Fineta, quiero gritar a los cuatro vientos que te quiero y que me voy a casar contigo.
—De esta semana no pasa, te lo prometo.
Aquel día Salvador se despertó con una idea fija en la cabeza, y centró todos sus esfuerzos en lograr llevarla a cabo. A media mañana, después de practicar caligrafía con su maestro Ciprià, se fue en busca de su madre. La encontró rezando en la capilla con las manos juntas y la cabeza agachada. Era una habitación fría y oscura de la planta baja de la casa que su madre había mandado construir allí tras la muerte de su hija, en lo que en su día había sido una especie de almacén. El aire parecía más denso en ese lugar, el olor era una mezcla de madera húmeda e incienso y la luz tenue que proyectaban la multitud de velas y cirios encendidos alrededor de la imagen de la Virgen resultaba sumamente sobrecogedora.
A Salvador aquel sitio le producía una gran impresión, por un momento dudó si esperar a que su madre terminara para abordarla, pero la impaciencia propia de un niño de su edad se lo impidió. Su madre le oyó entrar y cómo se iba acercando con mucho sigilo y lentamente levantó la vista y la fijó en él. Afortunadamente no parecía disgustada por la interrupción, sino todo lo contrario. Le dedicó una pequeña sonrisa que le invitaba a acercarse.
—¿Qué te trae por aquí hijo? —le susurró.
—Perdone que le interrumpa madre, ¿por quién rezaba? —le preguntó él.
—Por todos hijo, por todos. Yo siempre rezo mucho por ti, por tu padre, por que nunca os pase nada y el Señor bendiga todos nuestros actos.
Salvador se quedó callado unos segundos pensando cómo abordar el tema que verdaderamente le interesaba. Finalmente se decidió.
—Madre, si te cuento una cosa, ¿me prometes que guardarás el secreto y no se lo contarás a nadie más?
A Vicenta la petición le pilló totalmente desprevenida, se quedó un instante inmóvil con la mirada clavada en la imagen de la Virgen antes de contestar.
—Claro que sí hijo, ¿qué me quieres contar?
—Fineta va a casarse, su novio se lo ha pedido y ella ha dicho que sí.
—¿Te lo ha contado ella? —le preguntó de súbito algo más alterada.
—Sí.
—No debería haberte importunado con nada de eso, son asuntos que no son de tu incumbencia Salvador —le dijo al niño con voz grave.
—No me importuna madre, a mí me alegra mucho verla feliz.
Vicenta le lanzó una fugaz mirada de reprobación por el comentario que acababa de hacer, pero finalmente decidió dejarlo pasar por alto en aras de mejorar la relación con su hijo.
—¿Y con quién va a casarse la infeliz? —preguntó con algo de desprecio.
—Ella siempre dice que su novio es el chico más pobre del pueblo —dijo Salvador encogiéndose de hombros.
—Pobre Tomasa, no gana para disgustos —dijo la condesa pensando en voz alta.
Pero Salvador prosiguió abordando el tema que le interesaba.
—Lo que quería decirte madre es que esta noche he estado pensando una cosa. Siendo una chica tan guapa, ¿por qué no puede tener ningún vestido de seda ni ninguna joya ni alhaja que ponerse?
Vicenta empezó a preocuparse, no sabía dónde querría ir a parar su hijo en realidad.
—Tú tienes un montón de pendientes, diademas y adornos muy bonitos, y en verdad casi nunca te veo ponértelos —continuó él—. Se me ocurre que a lo mejor podrías dejarle alguno a ella para que lo llevara el día de su boda, ¿no crees que eso le haría muy feliz?
A medida que su hijo pronunciaba esas palabras un torbellino de furia se