Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
cocina, entre unas verduras.
—Este niño debe tener hambre, dale algo de comer. Y luego me traes a mí una taza de caldo que no hay quien entre en calor —le espetó antes de irse con tanta prisa como había venido.
—Ya tienes trabajo Fineta, ya le has oído —le dijo en cuanto vio a la Urraca saliendo por la puerta.
—¿Yo? ¿Darle de comer al hijo de los condes?
—¿No querías ayudar? Yo no tengo cuatro manos.
Fineta fue rápidamente a coger al niño, que ya se había puesto a gatear, y no le pareció muy seguro que anduviera por allí encima.
—Cuando haya desayunado le cambias el pañal y lo dejas en el comedor, en su cuna, cerca de la lumbre —le dijo su madre.
—¿Y qué le doy de comer? —preguntó Fineta desubicada.
—Pues sí que eres tú buena ayuda, sí.
A pesar del frío húmedo que atenazaba los huesos aquella mañana, Tomasa ya estaba sudando por el ajetreo continuo que llevaba desde primera hora y el calor de los fuegos de la cocina. Dejó un momento el guiso en el que estaba concentrada, tomó aire y se puso a calentar un poco de leche para prepararle una papilla.
En ese momento apareció Pasqual por la misma puerta por la que había entrado Fineta, la que daba al patio y los corrales de la planta baja. Llevaba en una mano una cesta con huevos y en la otra unos alambres ensartados con dos patos de caza y dos enormes capones que acababa de desplumar. Pasqual era el contrapunto exacto a su mujer; ella tan fría y distante y él tan mundano y dicharachero. Dejó los huevos y las presas encima de la mesa, amontonados con el resto de la comida, y se fijó en el niño con el que Fineta jugaba dulcemente entre sus brazos. El bendito parecía feliz, ajeno a la tristeza y pesadumbre que se había adueñado de todos en la casa.
—¿Qué hace este aquí? —preguntó.
—Calla, que me tenéis contenta —replicó Tomasa—. Lo dejó aquí tu mujer, que quiere que le dé de desayunar al niño y a ella, y haga comida para veinte.
—No protestes tanto mujer, que ya descansarás mañana.
Tomasa reprimió el impulso de contestar a esa necedad y siguió trabajando.
—Anda, llévale esta taza de caldo caliente a ver si se tranquiliza —le dijo en tono conciliador.
Pasqual puso el tazón humeante y un trozo de bizcocho en una bandeja de plata y se dispuso a salir por la otra puerta en dirección a la parte noble de la casa.
—Por cierto —le dijo a Tomasa cuando se iba—, ¿sabe Carmina que está tu hija aquí?
—Sí —le contestó ella secamente.
—¿Te dijo la señora que le hicieras venir? —dijo Pasqual no muy convencido mientras engullía un trozo del bizcocho.
Tomasa se cruzó de brazos en medio del caótico panorama que tenía en la cocina y dirigió la mirada a Pasqual.
—¿Acaso me ibas a ayudar tú?
—No, si a mí me parece bien, lo decía por… —dijo él excusándose—. Bueno, es igual, nadie tiene por qué enterarse —remató saliendo por la puerta.
Al poco se escuchó un estruendo provocado por el sonido de un carruaje entrando en las caballerizas. Era el señor don Pedro que acababa de llegar con su hermano Luis, su suegro y sus cuñados. La historia del conde, el personaje que había irrumpido con fuerza en la tranquila vida de Benimaclet, era digna de mencionar.
Don Pedro-Henrique Martín, el conde de la Espuña, era natural de Alhama de Murcia, y aunque fingía ya no acordarse mucho de ello, tuvo unos orígenes muy humildes. Siendo joven se inició en la carrera militar, y aunque empezó desde muy abajo, fue algo que se le dio bastante bien. Primero fue ascendiendo poco a poco y después su carrera se lanzó fulgurantemente tras participar en la guerra de Hungría contra los otomanos con el ejército imperial. Tuvo la mala fortuna de acabar herido en la pierna en una batalla, lo cual le dejó una cojera permanente y fuertes dolores de por vida. Sin embargo, este desgraciado accidente iba a ser lo que finalmente le reportaría la gloria definitiva, pues tras unos brillantes informes, a su regreso a España fue ascendido a capitán y retirado del ejercicio con todos los honores. Merced a su probada entrega y coraje, el rey Carlos II le premió por sus servicios con el condado de la Espuña, un título más bien simbólico porque venía acompañado de escasas rentas y unas pocas tierras baldías.
Por suerte para don Pedro, a su vuelta contaría también con la astucia y talento de su hermano Luis. El reencuentro se produjo en Valencia, a dónde Luis había emigrado también en su juventud para iniciarse en el noble oficio de la seda, que tanto nombre y fama tenía en la capital del Turia. Trabajó siempre mucho y demostró buenas dotes, teniendo la suerte además de tener buenos maestros. En poco tiempo había pasado de aprendiz a encargado en diversos talleres. Al regreso de Pedro de la guerra ya ostentaba el cargo de maestro tejedor, contaba con el reconocimiento del importante gremio de los velluters, los artesanos terciopeleros de la seda de Valencia, y se había ganado cierta reputación en la ciudad. Luis propuso a su hermano que pusieran todos sus recursos en común para alcanzar así mayores aspiraciones. La ambición de ambos hermanos no tenía límites, malvendieron todo lo que tenían en Murcia, incluida la casa de sus padres, y lo pusieron todo a disposición de la habilidad con los negocios de Luis.
Gracias a eso, don Pedro pronto fue un noble más o menos acomodado en la sociedad valenciana, aunque el éxito de verdad le llegaría al saber muy bien elegir la mujer con la que se casaba. En su creciente interés por la industria sedera había frecuentado los ambientes de los señoríos de La Huerta y allí conoció a la familia de los condes de Barona, que tenían unas heredades inmensas en la zona de Alboraya y Benimaclet. De alguna forma, su rocambolesca y bien adornada historia engatusó al que sería su suegro y a una de sus hijas, Vicenta, que aunque iba para monja no pudo resistirse a su porte de soldado y sus rectos modales. Desde el principio congenió muy bien con aquella familia, probablemente porque compartían una misma visión del mundo.
Don Pedro era uno de esos hombres chapados a la antigua, de los que todavía quedaban muchos entre su generación. Se le llenaba la boca hablando de conceptos como el honor, la fe inquebrantable y una férrea disciplina. La consumación de este matrimonio culminó el ambicioso plan que él y su hermano Luis habían preparado, hacerse con el control de todo el proceso de producción de la seda: desde el origen en los campos de morera de Benimaclet hasta el producto final que se elaboraba en los talleres de Luis. Con poco esfuerzo, este lucrativo negocio les fue reportando aquello que tanto ansiaban; posición social, tierras, rentas y pingües beneficios.
Al acercarse a coger unas medidas de arroz de la despensa, Tomasa vio de reojo a los señores charlando animosamente en el patio y, para su sorpresa, cómo el conde se acercaba un poco hacia ella. Su figura robusta, siempre ladeada y apoyada en su bastón de madera era inconfundible.
—Tomasa, qué bien que estés aquí —le dijo—. Tráenos a la sala unas copas y unos aperitivos que ya están aquí los invitados.
—Ahora mismo —contestó mientras seguía su camino de regreso a la cocina.
Maldijo una vez más para sus adentros porque tenía el trabajo muy atrasado y a cada minuto parecía multiplicarse. Ahora tenía que atender a los señores y sabía que las señoras tampoco tardarían en llegar, y con ellas seguramente Carmina con más tareas que encomendarle. Por suerte para ella, mientras suspiraba y trataba de poner un poco de orden en la cocina, vio cómo su hija había dado ya de comer al niño y le había lavado y cambiado el pañal como le había dicho.
—¿Qué hago ahora con él? —le preguntó.
—Ya has oído a Carmina, tienes que dejarlo en su cuna junto a la chimenea. ¿Sabes dónde es?
—Sí madre, lo encontraré.
—Intenta que no se quede llorando. Ah, y vuelve aquí enseguida, cuanto menos te vean por allí mejor.
Encontró