Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
¿cómo no iba a hacerlo?
—Hola Salvador, ¿tienes hambre? —le preguntó en voz baja.
El pequeño le dedicó unos indescifrables gorgoritos y alargó sus manitas reclamando su atención.
—Qué suerte tienen los señores de que hoy esté yo aquí, ¿verdad? —le dijo al pequeño mientras lo cogía de nuevo en brazos.
A los niños los habían sentado aparte en un rincón en una mesa más pequeña, y también les fueron llenando los platos con abundancia. Eran todos sobrinos de los condes por la rama familiar de doña Vicenta y formaban un grupo bastante numeroso puesto que el patriarca Paco, el conde de Barona, había tenido cuatro hijos y dos hijas y todos ellos habían traído ya niños al mundo. Fineta se olvidó de ellos y centró toda su atención en Salvador. Se situó en una esquina y empezó a darle pequeñas cucharaditas de sopa. El niño no puso reparos, acababa de salir del destete y ya comía de todo con avidez, viéndolo tan sano y robusto no pudo evitar pensar en lo poco que se parecía a su hermano pequeño Guillem, que a sus siete años seguía siendo un flacucho enclenque. Poco a poco empezó a tomarse más y más confianzas con el niño, le hacía carantoñas, le besaba y le abrazaba mientras sus primos le miraban de vez en cuando de reojo con altivez y desprecio. Sabía que quizás se estuviera excediendo, pero ese día nadie iba a decirle nada porque nadie reparaba en ella ni en los demás niños.
Entretanto, se entretuvo escuchando los retazos de conversación que le llegaban de la mesa de los adultos. El tema del día no era otro que la desgraciada muerte de la pequeña María Asunción. El sacerdote Ramón Ceres, un hombre muy voluntarioso, llevaba casi siempre el peso de la conversación y se hartó de pronunciar discursos. Era muy joven y llevaba muy poco tiempo en la recién fundada parroquia de Benimaclet, pero estaba decidido a involucrarse activamente en todos los asuntos de sus feligreses, especialmente tratándose del caso de la hija de don Pedro y doña Vicenta.
—He oído, padre, que tiene grandes proyectos de futuro para la parroquia —le decía Marcos, el hermano de Vicenta.
—Así es, quiero remodelar por completo la pequeña ermita y construir una verdadera iglesia con su campanario.
—¡Virgen Santa! Con perdón padre —exclamó la condesa de Cardona—. En un pueblo tan pequeño eso debe ser costosísimo.
—Desde luego, pero estoy seguro de que contaremos con mucha ayuda para llevar la empresa adelante.
—Diga que sí padre, gente como usted es la que hace falta para agrandar la obra de Dios en este mundo corrupto. Cuente con una donación generosa de nuestra parte —dijo la condesa de Cardona animándole con brío.
Era una mujer que casi siempre gritaba mucho cuando hablaba y hacía grandes gestos grandilocuentes con las manos, Fineta observó cómo doña Vicenta se iba poniendo más y más nerviosa cada vez que la oía decir algo.
—Nosotros haremos una aportación mucho más que generosa para la causa, ¿verdad, querido? —soltó por sorpresa dirigiendo la mirada a su esposo.
Don Pedro estuvo a punto de atragantarse con el vino al escuchar semejante afirmación, pero evidentemente no era el momento de contradecir a su esposa.
—Por supuesto, por supuesto, cuente con ello padre —dijo con fingida sonrisa.
—Magnífico, su generosidad me tiene abrumado —les decía el cura agradecido—. Se dirán muchas misas en su honor cuando el templo esté terminado, ténganlo por seguro.
—Y quiero que se diga una cada cabo de año como homenaje a mi hija pequeña, a la que asistirá todo el pueblo —añadió Vicenta.
—Así se hará señora.
Entre alborotos y discusiones y muchos ruegos y plegarias, cuando ya todos estaban terminando el almuerzo, Salvador se había quedado dormido en los brazos de Fineta. Ella lo volvió a dejar discretamente en la cuna y regresó a la cocina para ayudar a su madre a terminar de recogerlo todo.
Los invitados poco a poco se fueron marchando, Pasqual se había encargado de atender la sobremesa de los señores y después, como era habitual, se escabulló hábilmente. Ya era bien entrada la noche cuando terminaron el servicio y se prepararon para marcharse. Se despidieron formalmente de don Pedro en el comedor y se disponían a salir de la casa cuando oyeron a Vicenta que las llamaba bajando por las escaleras y se detuvieron justo antes de cruzar el umbral de la puerta.
—Buenas noches señora, ¿se le ofrece alguna cosa? —preguntó Tomasa.
—Venid —les dijo—, pasad un momento.
Tomasa tuvo inmediatamente un mal presagio. Había cumplido con creces con todo su trabajo y estaba regresando a casa más tarde que de costumbre, no era normal que las requirieran así a esas horas de la tarde. ¿Es que algo había salido mal? ¿Algún guiso que no habría quedado a su gusto? ¿Un mal servicio o demasiado lento? Quizás había recibido quejas de algún invitado o puede que le reprendiera por haber traído a su hija. Le daba vueltas y más vueltas, convencida de que había obrado mal en algo.
Las dos pasaron a la estancia principal con la cabeza agachada y en actitud sumisa y se situaron frente a los señores. Doña Vicenta, que seguía con la cara compungida y la máscara de duelo que había mantenido todo el día, se situó agarrada firmemente al hombro de su marido que descansaba plácidamente en una silla al lado a la chimenea. Parecía que la condesa iba a decir algo, pero al final no le salieron las palabras y el silencio empezó a hacerse bastante incómodo.
—¿Ocurre algo señora? —preguntó Tomasa impaciente—. ¿Es por algo que hayamos hecho mal durante el almuerzo?
—Claro que no Tomasa, eres una buena sirvienta y te apreciamos mucho por ello —dijo don Pedro tranquilizándola.
—Es por tu hija, Fina —dijo por fin doña Vicenta.
Lo sabía, pensó Tomasa confirmando sus temores.
—¿Cuánto ha crecido, verdad?
—Sí —se limitó a decir Tomasa pensando en lo banal de la observación.
—Ya es casi una mujer —continuó diciendo la condesa.
Tomasa asintió.
—Y muy trabajadora, como su madre —añadió don Pedro.
Tomasa seguía estando desconcertada del todo, no sabía muy bien a dónde querrían ir a parar.
—Verás Tomasa —le dijo doña Vicenta—, no voy a ocultar que se me está haciendo muy difícil superar esta dura prueba que me ha puesto el Señor, trato de hacerlo lo mejor que puedo.
—Claro señora, mi hija y yo compartimos con ustedes esta pena tan terrible.
—Comprenderás que… —dijo con la voz quebrada—, no estoy en condiciones de atender a mi hijo pequeño como se merece.
La emoción pudo con ella y se arrancó a llorar de nuevo.
—Lo que mi mujer quiere decirte es que necesitamos que alguien se ocupe de cuidar a Salvador a tiempo completo, y no queremos cargarte a ti con más ocupaciones Tomasa —añadió por fin don Pedro.
—Entiendo —respondió ella.
—Habíamos pensado en tu hija Fina. Si estáis las dos de acuerdo, claro.
En un primer momento Fineta se sorprendió mucho al escuchar aquello, pero después no pudo reprimir dar un saltito de alegría y antes de que pudiera hablar su madre ya le estaba rogando que aceptara. Tomasa, por su parte, se sintió tan aliviada al saber que finalmente era eso lo que pretendían los señores y ver a su hija así de contenta que tampoco se paró a pensárselo mucho.
—Ya lo ve, señor don Pedro, ella está encantada. Y yo también, por supuesto.
—Entonces no se hable más —concluyó don Pedro al tiempo que se levantaba de la silla.
Vicenta seguía llorando pero aún tuvo el aguante necesario