Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
es un regalo del cielo madre, Salvador es un niño adorable. Los señores han sido muy amables pensando en mí, ¿no crees?
—¿No pensarás que este es otro más de tus juegos, verdad? Esto es algo muy serio.
—Claro que lo sé madre, pero se me dará bien, ¿acaso no he cuidado bien de Guillem desde que era apenas un bebé?
—¡Pobre ingenua! —le soltó su madre—. A ver si te piensas que va a ser siempre como hoy que has estado conmigo a todas horas. ¿Has pensado en la responsabilidad que conlleva cuidar al único hijo de los condes? ¿Sabes acaso cómo hay que comportarse delante de ellos?
—Lo sé perfectamente. Te he visto hacerlo mil veces y lo que no sepa lo aprenderé rápido —le respondió Fineta muy convencida.
—No lo entiendes. No se te permitirá ningún descuido, un hijo es el mayor regalo del cielo y los señores ya han sufrido bastante perdiendo a uno. No se trata solo de cuidarlo. ¿Es que no lo ves? Para ellos serás más que una sirvienta, serás el ángel protector en quien confíen su bien más preciado y ahí no admitirán ninguna falta —le decía con insistencia—. Créeme hija mía, no lo tomes a la ligera y piensa en el peso que caerá sobre tus espaldas. Pobre de ti y de mí como le pase algo a la criatura. Tendremos que rezar día y noche para que no le entre ningún mal cuando estés con él a solas. ¿De verdad crees que sabrás estar a la altura?
—Sí, estoy segura.
No era que Tomasa no se alegrara, ni mucho menos, podían habérselo ofrecido a cualquier otra persona, pero increíblemente habían pensado en ella y en su hija y esa confianza era algo reconfortante. Por supuesto también estaba el beneficio económico para la familia, los condes no habían hablado nada de eso pero era de entender que le aumentarían la paga. En casa eran cinco bocas que alimentar y nunca andaban sobrados precisamente, cualquier suplemento económico era muy necesario.
Admiraba la seguridad con la que se había comportado hoy su hija, por una vez había dejado de ver a aquella niña rebelde y desobediente a la que siempre regañaba su madre Antonia. Le recordó a ella misma el primer día que entró a trabajar en casa de los condes de Barona, los padres de la señora Vicenta. Los nervios la atenazaban y apenas pudo dormir la noche antes con tantos devaneos en la cabeza. Su madre también le había dicho que no iba a ser capaz de hacerlo bien, pero al final había superado el susto de los primeros días y se había amoldado rápido al trabajo. Al igual que su madre entonces, ahora ella también sabía que tenía motivos de sobra para preocuparse. Esa noche rezaría antes de acostarse para que todo le fuese bien a su hija con el cuidado del hijo de los condes.
—Bueno, pues a ver ahora cómo vas a decírselo a tu abuela —le dijo al fin cuando ya se acercaban a la puerta de su casa.
II
Una cálida noche de verano, Fineta no había podido evitar dejarse arrastrar por Pinyol lejos de su casa.
—¿A dónde me llevas? —le preguntó.
—Es una sorpresa —le respondió él.
—No será muy lejos, ¿verdad?
—Noo, ya llegamos, no te impacientes.
—Como me lleve después una regañina por llegar tarde te vas a enterar.
Pinyol le agarró muy fuerte de la mano y siguió avanzando con paso decidido sin parar de sonreírle.
—Ya está, ya hemos llegado —le dijo poco después.
—¿Este es el sitio al que me querías llevar? ¿A la playa?
—Sí —contestó él—, no me dirás que no es bonita.
—Sí pero… ¿a qué se supone que hemos venido? —le preguntó ella algo decepcionada.
—Ahora lo verás —le dijo Pinyol.
Y acto seguido empezó a despojarse de las alpargatas y de su vieja camisa gris de hilo grueso.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.
—Quitarme la ropa, ¿no lo ves?
—¿Estás loco?
—Venga Fineta, ¿es que ya no te acuerdas de cuando veníamos aquí a bañarnos desnudos cuando éramos críos?
—Sí, pero es que ya no somos unos niños —le recordó ella.
Pero él prosiguió quitándose el saragüell, el típico calzón corto de retorta que se usaba para trabajar la huerta, hasta quedarse en paños menores. Fineta se tapó los ojos haciéndose la ofendida.
—¡Pinyol! No seas indecente por favor, que me da mucha vergüenza —le dijo acalorada.
—¡Pero si es de noche y no se ve! —le dijo él mientras avanzaba desnudo hacia la orilla.
—Venga, métete —le dijo mientras le salpicaba zambulléndose entre las olas.
Fineta le miró divertida, no estaba muy convencida de querer hacerlo pero en el fondo le gustaban ese tipo de locuras.
—Vale, pero espera, gírate. No mires.
Fineta se despojó también de sus ropas, un sencillo vestido de paño, con excesivo pudor, y se metió en el agua rápidamente. Pinyol la buscó, la abrazó y la acarició.
—Definitivamente estás loco —le dijo ella—. Mira qué cosas me haces hacer.
—En realidad te había traído aquí para otra cosa —le confesó.
—¿Qué cosa?
—Llevo meses pensando en esto Fineta, y ya no sabía cómo decírtelo.
—¿Decirme el qué? —le preguntó ella con una sonrisa en los labios.
—¿Quieres casarte conmigo?
—¡Serás bobo! ¿Para eso teníamos que meternos en el agua desnudos?
—Aquí fue donde te lo pedí la primera vez, ¿ya no te acuerdas?
—Claro que me acuerdo —le dijo ella después de besarle apasionadamente.
—Pero esta vez va en serio —añadió Pinyol.
—Ya lo sé —le dijo Fineta—. Ya lo sé.
Aquel año, una intensa primavera muy generosa en luz, colores y matices había ido dando paso sin remedio a un largo y caluroso verano. Era bien entrado ya el mes de julio y la huerta estaba a pleno rendimiento. Siete años habían pasado ya desde que Fineta entrara a trabajar en casa de los condes, toda una eternidad, pero a ella el tiempo se le había pasado volando.
Salvador era un niño sano y feliz. Tenía los ojos oscuros de su padre y el cabello rubio como su madre, seguía manteniendo ese carácter tan alegre y a su corta edad ya había dado muestras de estar dotado de una inteligencia sagaz. Sin embargo, en medio de aquel ambiente idílico, había una única cosa por la que Fineta se compadecía del pequeño hijo de los condes. Había crecido sin conocer lo que era el verdadero cariño materno. La condesa nunca llegó a superar la pérdida de su hija y desde entonces vivía encerrada en sí misma, casi dedicada a una vida monástica. Mandó construir una gran capilla en honor a la Virgen en una de las habitaciones de la casa y allí pasaba horas y horas rezando. Se dedicó en cuerpo y alma a las actividades de la parroquia y se volcó en la promoción de las obras de ampliación y reforma de la iglesia de Benimaclet, olvidándose totalmente de sus obligaciones como madre y esposa.
Diferente era el caso de don Pedro, siempre preocupado por la educación de su hijo. Además de inculcarle una férrea disciplina, le transmitió el valor y la importancia que conllevaría ser el futuro conde. Quiso además convertirlo en el hombre bien instruido que él nunca había sido y siempre había deseado ser. Se preocupó de que desde pequeño tuviera acceso a los mejores maestros y el chico, con gran placer, dedicaba unas cuantas horas semanales a sus estudios. El último de sus profesores,