Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
plantó delante de Fineta y dirigió hacia ella toda su furia.
—Lo sé todo, sé que querías llevarte mis joyas para llevarlas en tu boda.
—No señora, le juro que iba a dejarlo todo como estaba, no sería capaz de llevarme nada sin su permiso.
—¿Crees que soy estúpida? Tienes encandilado a mi hijo pero a mí no me das ninguna lástima.
Fineta no se podía creer lo que le estaba pasando, no soportaba la idea de que le condenaran de aquella forma por algo que no había hecho.
—Vamos, confiesa —le azuzaba Vicenta con su gran dedo acusador.
—Señora, por favor, perdóneme. No volveré a tocar nada, se lo juro —dijo Fineta mientras se le escapaban las lágrimas.
Los gritos de la discusión y el llanto de su hija alertaron a Tomasa, que subió las escaleras a toda prisa para ver lo que pasaba. Le horrorizó descubrir las graves acusaciones que la condesa estaba vertiendo sobre ella.
—Por supuesto que no vas a tocar nada, no volverás a pisar esta casa en tu vida, eso tenlo por seguro —le decía.
—¿Qué ocurre señora? —preguntó Tomasa.
—Que no quiero ladronas en mi casa Tomasa, eso es lo que pasa. Siento mucho que tengas que ser testigo de la ruindad de tu propia hija pero esto no lo puedo tolerar.
Tomasa dirigió una mirada de incredulidad hacia Fineta y sintió como le flaqueaban todas las fuerzas.
—Madre, yo no… —empezó a decirle.
—Sí, vamos, díselo, explícale que querías llevar las joyas de la condesa el día de tu boda con ese muerto de hambre.
—¿El día de tu qué? —le preguntó su madre incrédula.
—Si Tomasa, sí. Sé que es duro pero esa es la verdad, había decidido casarse sin tu consentimiento.
—Madre, no es así, yo iba a decírselo, jamás haría algo así.
Pero ella estaba tan dolida y avergonzada que ya no le escuchaba.
Fineta se arrodilló a los pies de doña Vicenta implorando entre sollozos, pero tenía la vista totalmente empañada y ya no se atrevía siquiera a mirarla. Entonces descubrió que era peor aún enfrentarse a los de su madre, cargados de decepción. Su pobre madre que tanto había trabajado en su vida en aquella casa sin cometer una sola falta y le advertía cada día que no se descuidara con nada.
—Por favor… —le suplicó a la condesa una vez más.
—Enséñame las manos y vacía todo lo que lleves encima. Quiero asegurarme de que no te llevas nada que no es tuyo —le dijo ella manteniendo su acusación.
Fineta experimentó el momento más humillante de toda su vida, vio la expresión de odio con que le miraba la señora Vicenta y supo que no podía hacer nada por cambiar la situación, su historia en esa casa había terminado para siempre. Salió de allí corriendo sin despedirse de nadie y lloró con amargura por las calles de Benimaclet. No había nada ni nadie que pudiera consolarla, en ese momento se quería morir. Ni siquiera tuvo el valor de entrar en su propia casa, eso suponía enfrentarse otra vez a ser juzgada injustamente, así que decidió buscar consuelo en su vecina Pepita. Al menos con ella encontró algo de comprensión, pero le costó más de una hora que cesaran las lágrimas y empezara a tranquilizarse.
En ese momento apareció Pinyol en casa, alguien le había avisado ya de lo que había pasado.
—¿Qué haces aquí Fineta? ¿Qué te ha pasado? —le preguntó
—Mejor no preguntes —le dijo su hermanastra.
—¿Es verdad que te han echado de casa de los condes?
Ella apenas pudo contestar con un leve asentimiento de cabeza, las lágrimas empezaron a brotarle de nuevo con fuerza.
—Mira que te lo he dicho Pinyol, ¿crees que ahora le apetece hablar del tema? —le reprendió Pepita.
—¿Y por eso tienes ese disgusto? —prosiguió, ignorando por completo a su hermanastra—. ¿No decías que estabas harta de tener que aguantar a la Urraca? ¿Acaso no nos pasamos el día despreciando la actitud de los condes?
—Tampoco es eso Pinyol, nos seas tan bruto. Fineta lleva cuidando del hijo de los condes desde que solo gateaba, y sabes que le tenía muchísimo cariño —le dijo Pepita.
—Tenías que ver la carita que se le ha quedado, llorando como un angelito, no me han dejado ni despedirme de él —dijo por fin Fineta entre sollozos.
—Ya se le pasará, y a ti también. El hijo de los condes ya no es tan niño, sabíamos que este día iba a llegar antes o después —dijo Pinyol con aparente frialdad.
—No lo entiendes, ¿verdad? —le replicó Fineta enfadada—. ¿De qué vamos a vivir tú y yo? ¿Eh?
—Mientras yo tenga brazos y piernas para trabajar a ti no va a faltarte de nada princesa mía —le dijo él.
Pero esta vez la zalamería no funcionaba, Fineta le miró con cara de poco convencimiento.
—Está la huerta de tu padre que se le podría sacar mucho más partido —añadió él.
—Qué sabrás tú de trabajar en la huerta —sentenció Fineta zanjando así la discusión.
Aquella misma noche, cuando don Pedro regresó de su larga jornada de caza en la Albufera, Vicenta y Carmina le contaron todo lo ocurrido y ratificó el despido de Fineta. De nada sirvió la monumental pataleta que preparó Salvador ni que se auto inculpara de todo lo sucedido. Don Pedro también le tenía mucho cariño a la muchacha, pero los hechos eran irrefutables. Por el momento decidieron mantener en el servicio a su madre Tomasa, pues se había ganado la confianza de la familia durante muchos años y no vieron necesario que cargara con las culpas por el error de su hija.
Durante aquel verano aciago, la vida de su abuela se fue apagando lentamente, como la llama de una vela que irremediablemente consume todo su combustible. Dejó una gran tristeza en sus corazones y un gran vacío en la familia, pero no impidió que la boda de Pinyol y Fineta se celebrara a finales de septiembre, después de las festividades del Cristo, tal y como estaba previsto.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Fineta al ver aparecer a Pinyol aquella mañana saltando la tapia que separaba sus casas momentos antes de ir a la iglesia—. ¿No sabes que da mala suerte ver a la novia?
—Pero si todavía no te has vestido —le dijo él.
—¿Querías asegurarte de que no me arrepiento y me doy a la fuga entonces? —bromeó.
—Sí, eso también —contestó Pinyol riéndose—. Pero además quería hablar contigo, porque me he dado cuenta de una cosa.
Fineta le miró inquisitivamente esperando esa revelación.
—No sabes cuál es mi verdadero nombre.
—Tienes razón —dijo Fineta dándose cuenta de pronto de aquello—. Estoy tan acostumbrada a llamarte Pinyol que ya se me había olvidado que es solo un apodo.
—Me llamo Andrés.
—Me gusta, pero me va a costar mucho trabajo no seguir llamándote Pinyol —confesó Fineta.
—Me gusta que me llames Pinyol, me sonaría muy raro que cambiaras ahora de repente. Pero solo quería que lo supieras —le dijo él con su cándida ternura.
— Gracias Pinyol —le dijo justo antes de besarle en la mejilla—. No cambies nunca.
La ceremonia fue íntima y sencilla. La parroquia del pueblo estaba llena de gente, como de costumbre, pero pocos eran verdaderamente allegados, sino multitud de vecinos curiosos que estaban atentos siempre a cualquier acontecimiento en el que poner el foco de atención. Las obras en el templo habían