Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
venido a verte madre, pensé que te alegrarías.
—¿Es que no tienes nada que hacer?
—El señorito Salvador está tomando clases con el nuevo maestro, creo que no me necesitará hasta dentro de un rato.
—Pues podías emplearlo en algo útil en lugar de ir por ahí deambulando —le recriminó ella.
Mientras hablaban se escucharon unos pasos firmes dirigiéndose a la puerta de la cocina, Fineta sabía perfectamente de quién eran.
—Cuidado madre, la Urraca está al acecho —le susurró.
Su madre le dirigió una mirada furibunda, reprendiéndola por su atrevimiento.
—Le he oído señorita Fina —dijo Carmina mientras avanzaba hacia ellas.
—Discúlpela señora Carmina, ella no quería decir eso —le dijo Tomasa avergonzada.
—No sigas Tomasa, es inútil, a lo mejor ha llegado ya el momento de empezar a ser sinceros de una vez —le interrumpió.
Le dirigió a Fineta una mirada fría, muy siniestra.
—Sabes que si por mí fuera no estarías trabajando aquí, ¿verdad?
—Ya, es una lástima que a usted no se le den tan bien los niños.
—Yo que tú no me reiría tanto, ese descaro pronto te va a costar algún disgusto.
Fineta le sostuvo la mirada, desafiante, pero no dijo nada.
—Haga el favor de controlar a su hija Tomasa, sabe tan bien como yo que ese comportamiento no se puede tolerar en esta casa.
Y una vez hecha la advertencia se dio media vuelta y se fue, sin siquiera decir para qué había entrado allí. En cuanto Carmina abandonó la cocina, Tomasa se encaró a su hija Fineta y le propinó una bofetada para reprenderla por su insolencia.
—¡Madre! —exclamó ella sorprendida y dolida.
—¡Niña! No seas malcriada. ¿Es que no escuchas nunca cuando te hablo? Tienes que salirte siempre con la tuya, ¿verdad?
—No es justo madre, ella no debería tratarnos así. ¿Hasta cuándo vamos a estar aguantando a esa vieja amargada?
—¡Ya basta! No me hables tú de lo que es y no es justo. ¿Qué harás cuando le diga a la señora que no eres más que una niña maleducada? ¿Crees que la condesa va a defenderte a ti en vez de a ella?
Fineta abandonó la cocina sin decir nada más, dejándole con la palabra en la boca, furiosa por la actitud de su madre. Comprobó que Salvador había terminado de repasar la lección de latín y salió al patio a jugar con él para olvidarse de lo ocurrido. Desde aquel día en que lo sostuviera por primera vez entre sus brazos no había dejado de entregarle todo su amor y cariño. Salvador también agradecía que, a falta de su madre distante, pudiera tener siempre cerca a alguien como Fineta que le dedicara esos mimos, besos y caricias que tanta falta le hacían.
Ambos corrían y saltaban alegremente entre los naranjos mientras doña Vicenta lo observaba todo desde la ventana de una de las habitaciones de la planta superior, en la que se distraía con algún trabajo de bordado. Al ver a su hijo tan feliz con la criada sintió de pronto que algo se removía en su interior.
—Sé lo que está pensando —escuchó que le decían por detrás.
—Qué susto me has dado Carmina, no sabía que estabas ahí.
—El niño pasa demasiado tiempo con ella —observó su doncella.
—Sí —admitió la condesa pensativa—. Él la adora.
—¿No debería ser a usted a quien adorara?
—¿Qué insinúas Carmina? ¿Acaso crees que su amor puede competir con el mío?
—No señora, por supuesto que no digo eso. Lo que pretendía decirle, si me lo permite, es que no estoy segura de que sea una buena influencia para él.
—Solo es su compañera de juegos, no creo que haya nada de malo en eso —dijo la condesa restando importancia.
—Claro que no, señora —le dijo Carmina con suavidad, tratando de encontrar las palabras adecuadas para persuadirla—. Pero él ya no es tan niño, ¿no cree?
—No, no lo es.
—¿Sabe lo que dicen de ella en el pueblo?
—¿De Fineta?
Doña Vicenta se quedó mirando a su doncella, aguardando a lo que tenía que decir.
—Que sus modales dejan mucho que desear. Su comportamiento no es el propio de una señorita, no es la primera vez que la han visto cazando ranas en los arrozales con una panda de desharrapados.
Vicenta volvió a mirar por la ventana a aquella muchacha que jugaba con su hijo con total despreocupación. Era verdad que no era una chica normal, y ya no podía verla con los mismos ojos. De pronto, tras tantos años de impasividad, la condesa empezó a sentir verdadera envidia de aquella muchacha que con todo el descaro y delante de sus narices se había apoderado del amor de su único hijo. Se había roto de repente ese muro invisible que le separaba de la realidad y que desde la muerte de su hija se había empeñado en construir ella misma. Ya no podía ser ajena a la sensación de vacío con la que su hijo le saludaba o le daba las buenas noches, que contrastaba tanto con el fervor y la ilusión con la que se entregaba a su cuidadora. Carmina tenía razón, el tiempo para jugar se había terminado, ahora su hijo tenía cosas más importantes que hacer que pasar el día con esa muchacha rebelde. Esa situación tenía que acabarse cuanto antes.
Fineta interrumpió momentáneamente sus juegos con Salvador y le pidió que se sentara con ella un momento para contarle algo.
—¿A que no sabes qué? —le dijo—. Ayer mi novio me pidió que me casara con él.
—¿De verdad? —le preguntó el niño muy interesado.
La sorpresa inicial de Salvador dio paso a una enorme sonrisa y Fineta no pudo evitar echarse a reír. No sabía muy bien por qué le contaba esto a un niño, se sentía un poco rara. Pero Salvador era un niño muy inteligente y maduro para su edad, con mucha más cordura que muchos de los que le rodeaban. Además, su relación había llegado a ser tan especial que los dos se lo contaban todo, y a su edad Salvador ya sabía muy bien lo que era guardar un secreto.
—¡Ay Salvador! No sé qué va a ser ahora de la pobre Fineta —seguía diciendo ella—. Voy a casarme con el más pobre y desgraciado del pueblo.
Salvador sabía perfectamente a quién se refería, a Pinyol, su novio de toda la vida.
—Ya sé que es un muerto de hambre, no hace falta que me lo digas. Pero yo le quiero, ¿qué quieres que le haga?
En ese momento se acordaba de su amiga Pepita, la primera a la que le había dado la noticia aquella mañana. Su reacción fue menos efusiva de lo que cabía esperar.
—¿Con Pinyol? ¿Con ese? ¿Estás segura?
—Pues claro que sí Pepita. ¿Con quién me iba a casar si no? —le había dicho ella.
—Ay chica, no sé, está bien que le tengas mucho aprecio pero no sabía que lo vuestro iba en serio.
—Pues claro que es serio Pepita, yo le quiero.
—Ya —le había soltado ella tan apática—. Pues nada, si estás contenta porque te vas a pasar el día trabajando, enhorabuena.
—Ay Pepita hija, no me digas esas cosas.
—Es que hay que pensar las cosas Fineta, te lo tengo dicho. A ver, ¿de qué vais a vivir?
—Pues no lo sé, pero bueno eso es lo de menos.
—¿Cómo que lo de menos? Eso es lo de más Fineta, eso es lo de más.
—Ya,