Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros


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      El caso de Pinyol, hijo adoptivo del tío Cargol, era muy diferente. Poseía un carácter tímido y retraído que le hacía muy vulnerable y, por alguna razón, el chico siempre había sentido una especie de apego especial por ella. Sin embargo, aunque de un tiempo a esta parte parecía que siempre hubieran estado predestinados a estar juntos, su acercamiento había sido algo más gradual. Su triste historia era bien conocida por todos en Benimaclet, pues se había quedado huérfano cuando apenas era un crío pequeño. Sus padres murieron por unas fiebres muy dañinas y contagiosas que azotaron el pueblo años atrás durante un terrible invierno, de las que milagrosamente el pequeño pudo librarse. Un tío suyo, que vivía en un pueblo cercano y estaba soltero, se hizo cargo de él y vino un día a llevárselo.

      Pero pasado un tiempo y para sorpresa de todos Pinyol regresó, lo encontraron solo y hambriento, vagando por las calles llorando. Contó que se había escapado porque su tío le pegaba continuamente y no hacía otra cosa que maldecirlo y despreciarlo, naturalmente estaba muy asustado y se negaba a volver con él. El tío Cargol no dudó en acogerlo en su casa mientras ningún familiar volviera para reclamarlo. Finalmente se contó con el beneplácito del sacerdote de Alboraya y otras autoridades para que el niño se quedara y aquel día Pinyol pareció recuperar la sonrisa. Nunca más se supo nada de aquel tío tan ingrato ni nadie volvió a reclamar parentesco alguno con el pequeño.

      El apodo de Pinyol le venía de su abuelo, era uno de aquellos sobrenombres que se heredaban de generación en generación hasta que muchas veces perdían totalmente el sentido del mismo. Así podía encontrarse con que a alguno le llamaran el manco, el tuerto o el cojo solo porque un antepasado suyo hubiera sufrido dicha tara hacía ya muchos años. El de su abuelo, Pinyol lo recordaba bien, se lo pusieron porque era aficionado a recolectar estos frutos en los pinares cercanos para venderlos. Así se les había llamado también a su padre y a él desde pequeños y ya casi nadie se acordaba de cuál era su verdadero nombre.

      Fineta había tratado siempre de defenderlo cuando ni siquiera sus hermanastros lo hacían. El muchacho había sido objeto de continuas burlas y mofas desde muy pequeño, los niños podían ser tremendamente crueles a veces y tomarla especialmente con alguno por el simple hecho de ser el más débil. Primero fue por simple lástima y luego, con el paso del tiempo, porque disfrutaba sinceramente con la compañía de aquel niño sensible. Desde hacía unos años los dos eran uña y carne, hasta el punto de que habían decidido que iban a casarse. Pinyol se lo había pedido un día hacía ya tiempo, cuando ambos tenían apenas once años, y a ella le había parecido muy buena idea. Lo harían cuando tuvieran la edad adecuada, por supuesto.

      El verano era sin duda la mejor época del año. Los días eran muy largos y los niños jugaban en la calle hasta que se hacía de noche con un sinfín de posibilidades a su alcance, como bañarse en la acequia o en la playa, o salir a cazar ranas. Para Fineta aquel verano estaba siendo el mejor que recordaba de su vida y, además, estaba siendo inusualmente largo. No parecía quererse terminar nunca y estaban encantados con ello, tratando de aprovechar hasta el último suspiro de aquella fantástica estación.

      —¿A dónde vais? —le había preguntado su hermano pequeño Guillem aquella mañana.

      —A bañarnos en la acequia —le contestó Fineta.

      —¿Puedo ir? —preguntó el niño emocionado.

      —No, tú no, sabes de sobra que madre y la abuela no te dejan —le dijo Francesc autoritario.

      —Por favoooor —suplicó Guillem mirando a Fineta.

      Fineta a menudo se preguntaba cómo podían sus hermanos ser tan distintos. Y no solo en el carácter, es que físicamente también eran opuestos. Francesc era moreno, alto y fuerte, bruto e incansable, mientras que Guillem era pálido como la leche, débil, flaquito y menudito. Desde que le alcanzaba la memoria Fineta le recordaba casi siempre enfermo, con su madre y su abuela desveladas y preocupadas por él. Pero no por ello dejaba de ser un niño, con las mismas necesidades que los demás. Cuando Fineta le vio mirarle con esos ojitos no supo decirle que no.

      —Por un día no va a pasar nada, ¿no? —le dijo a Francesc.

      El niño esbozó una tierna sonrisa arrebatadora, que debió de ablandar hasta el duro corazón de su hermano Francesc.

      —Si se entera la abuela de esto nos la cargamos —le respondió.

      Con eso ya estaba todo dicho, Guillem ya estaba saliendo por la puerta de la mano de su hermana. Aquel día estaban todos, Fineta lo recordaba muy bien, Pinyol, Pepita y sus dos hermanos bañándose en la acequia bajo el cálido sol de octubre. Lo recordaba porque fue uno de esos momentos mágicos. Nunca había visto a su hermano Guillem riéndose tanto, ni a Pepita con tan pocos remilgos ni a Francesc y a Pinyol disfrutando con ella con tanta complicidad. La felicidad al fin y al cabo era eso, se componía de pequeños momentos como aquél, instantes en los que el tiempo parecía detenerse y la vida permitía sonreír en buena compañía olvidándose de todo lo demás. Pero su madre y su abuela no lo debieron ver así, sobre todo porque Guillem agarró un catarro de mucho cuidado y su hermano y ella se ganaron una bronca monumental. Además, Fineta sabía que aquello ya nunca se repetiría.

      Llegó un día en que Francesc se había hecho mayor de repente, haría como cosa de tres semanas que había empezado a observar dicho cambio. Fineta al principio no entendía nada, su hermano pasó de disfrutar de su compañía a resultarle algo “molesto”, a no querer que les vieran juntos en público. En lugar de su querida hermana prefería rodearse de sus amigotes, una panda de cafres que hacían todo tipo de gamberradas que por supuesto no se podían compartir con hermanas pequeñas bajo ningún concepto. Fue algo duro para ella, pero se acostumbró.

      Poco después el invierno llegó de repente, sin avisar, de un día para otro. El segundo día de noviembre de ese año de mil seiscientos ochenta y ocho, Benimaclet amaneció con un día frío y desapacible. El cielo estaba totalmente cubierto por una capa de nubes grisácea, compacta y muy espesa. No amenazaba lluvia pero apenas dejaba adivinar la trayectoria del sol y había borrado totalmente todo fugaz recuerdo del verano. Las campanas, que resonaban con fuerza desde primera hora en la iglesia de la vecina Alboraya, tocaban a difunto, convocaban a todos los feligreses a acudir a un funeral.

      El silencio había inundado las calles desde que en la tarde anterior se empezara a conocer la terrible noticia; María Asunción, la hija pequeña de los condes de la Espuña, había muerto a los pocos días de nacer. Una gran conmoción se fue extendiendo poco a poco de calle en calle, de boca en boca, como si la portara consigo aquella súbita aparición de vientos fríos y aires lúgubres habiendo pillado a la mayoría de las familias en plena celebración de la festividad de todos los santos. Ante la noticia de un fallecimiento en la familia más ilustre de la localidad, las casas de Benimaclet y sus alrededores se vieron todas afectadas por el luto y la tristeza.

      Aquella mañana su abuela empezó a despertarlos a todos a voces, desde bien temprano. Quería tenerlo todo listo para asistir al funeral de la hija pequeña de los condes.

      —Vamos Fineta, despierta, no te hagas la remolona —le dijo.

      Asintió pero aún tardó un poco más en desperezarse, era uno de esos días en los que se estaba demasiado a gusto debajo de una manta y no quería exponer al frío sus carnes. Después de un rato, cuando su abuela ya desesperaba, llamó a su hermano Francesc que también remoloneaba más de la cuenta y fueron a terminar de arreglarse mientras su abuela se encargaba del pequeño Guillem. Al bajar a la planta inferior se encontraron con el agradable calor de la cocina y un escaso desayuno ya dispuesto en la mesa para cada uno de los hermanos.

      —¿Madre no está? —preguntó Fineta.

      —Salió muy temprano a trabajar, ¿no te diste cuenta? Claro, si te hubieras levantado antes… —le recriminó.

      —¿También hoy?

      —¡Ja! —le espetó—. ¿Pero tú qué te has creído que es esto niña? Da gracias a Dios de que el trabajo no le falte nunca.

      Era inútil discutir con su abuela, siempre tenía respuestas para todo y se enfadaba


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