Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
detuvo frente a la vieja y sucia puerta de madera y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo de los pies a la cabeza, podía sentir en la nuca los ojos escrutadores del piadoso Anselmo cargados de reprobación. Solo entonces empezaba a ser consciente de su propia crueldad, por un momento se llegó a imaginar que al abrirla hallaría al niño enfermo o al borde de la muerte por su propia negligencia. Desterró aquella imagen de su cabeza y, mientras hacía girar la llave, pidió perdón a Dios por el acto reprobatorio que había cometido y rezó porque el niño se encontrara sano y salvo, igual que la última vez que le había dejado.
El sonido seco metálico de la cerradura despertó a Sebastián, que lentamente se incorporó tratando de poner a su pequeño cuerpo en funcionamiento. Se dio cuenta de que tenía un brazo dormido y le dolían todos los músculos, después de tantas horas encerrado en aquella especie de armario mugriento y polvoriento se sentía sucio y terriblemente cansado. Al tragar saliva, ésta pareció convertirse de pronto en miles de agujas que perforaban su garganta. Pero a pesar de todo no había olvidado por qué estaba allí y cuál era su propósito. Tras abrirse la puerta sus ojos somnolientos se encontraron con los de su tío y, sorprendentemente, con los de Fray Anselmo. Alejandro se agachó y le miró con profundo congojo y arrepentimiento.
—Es evidente que no se puede luchar contra una determinación tan fuerte, ¿no es así?
Su voz sonaba débil y atenazada, lejos del tono firme y amenazador que había empleado con él las ocasiones anteriores. En sus manos sostenía aquel pedazo de papel manuscrito con su propio alegato, por primera vez Sebastián sintió algo de esperanza y asintió.
—Sé que no he sido capaz de despertar en ti la vocación que esperaba. Yo también he estado pensando hijo mío, y puede que ninguno de los dos tengamos la culpa de lo que ha sucedido. Puede que sea la voluntad de Dios. A fin de cuentas, no puedo saber el papel que te tiene reservado en este mundo.
—¿Vas a llevarme ante el hermano Antonio? —acertó a decir Sebastián.
—No hijo, no, aunque no te lo creas voy a dejarte marchar. Sé que voy a arrepentirme muchísimo en cuanto salgas por esa puerta, pero ahora mismo pienso que quizás sea eso lo mejor para todos.
Sebastián no daba crédito a lo que estaba escuchando, su reacción inmediata fue levantarse del suelo e ir hacia su tío para abrazarle. Alejandro cerró los ojos y estrechó al niño entre sus brazos con fuerza, sintiendo una corriente pura y renovadora que le llegó directamente hasta el corazón.
—Pero debes prometerme una cosa —le dijo antes de soltarlo.
—¿Qué cosa?
—Primero que nada, que rezarás mucho y seguirás con rectitud la palabra de Dios, serás bueno y cauto como te hemos enseñado.
—Sí tío, así lo haré —aseguró Sebastián.
—En segundo lugar, quiero que me prometas que si te encuentras solo y perdido o corres algún peligro acudirás a mí, volverás aquí conmigo. Siempre serás bienvenido y acogido en esta casa, me encargaré de ello.
—Lo prometo —respondió Sebastián enseguida.
—Bien, entonces puedes marcharte si ese es tu deseo.
—Gracias —le dijo Sebastián fundiéndose con él en otro largo abrazo.
Alejandro, Anselmo y el muchacho recorrieron juntos el camino de salida de la bodega y salieron a la zona de cocinas y comedor del monasterio. El silencio y la oscuridad reinaban también allí.
—¡Tío! —dijo Sebastián de pronto sobresaltado—. ¿Cuántos días he estado allí abajo encerrado?
—Tres días hijo, tres —confirmó él con cierto pesar.
Su rostro de pronto palideció y sus ojos parecieron salírsele de las órbitas.
—¿Es entonces esta la tercera noche desde mi encierro?
—Así es. ¿Por qué lo preguntas?
—¡No puede ser! ¿Y hace mucho que oscureció? —continuó preguntando con apremio.
—Unas tres horas.
—¡Maldición! —dijo desesperado—. Tengo que irme.
—¿Ya? ¿En mitad de la noche? ¿Pero qué prisa tienes? ¿Por qué no esperas a que se haga de día? —le preguntó Fray Alejandro confundido.
—No puedo, debo irme de inmediato.
Sus ojos apremiaban con una urgencia desmesurada, tanto que el propio Alejandro dudó y dirigió la mirada a Fray Anselmo, los suyos sin duda parecían decir: “haz lo que el niño te pide”. Su voluntad se había ablandado tanto que accedió a su petición.
—Espera al menos a ponerte algo de abrigo y que te prepare un poco de comida para el viaje.
Sebastián estaba terriblemente impaciente, solo la sensatez le retuvo mientras su tío se encargaba de ello. Imaginaba la cara de Isabel al descubrir que él no estaba allí a la hora acordada y la ansiedad le recorría todo el cuerpo. Esperaba que ella hubiera decidido esperarle, no podía seguir demorando más su partida.
Antes de dejarle marchar, Alejandro le hizo entrega de una última cosa, el medallón de plata de la orden que él llevaba siempre colgado al cuello. En él estaba dibujado en relieve uno de los emblemas franciscanos, la cruz latina y dos brazos formando un aspa con las palmas extendidas debajo de ella.
—Ten —le dijo ofreciéndosela—, esto te recordará siempre que formaste parte de nosotros y que aquí tienes a tus hermanos para lo que necesites.
Sebastián le sonrió con agradecimiento y se puso la medalla en el cuello escondiéndola bajo sus ropas.
—¿Vas a seguir el camino hasta Gilet? —le preguntó.
—Así es —respondió Sebastián receloso.
—Tranquilo, ya te he dicho que no voy a impedir tu partida. Solo quería decirte que cuando pases por allí preguntes por Enriqueta, en la casa de los marqueses de Llançol. No te busques la vida por ahí solo, encomiéndate a ella. Era muy amiga de tu madre y te ayudará.
Sebastián asintió y Alejandro le besó la frente y le bendijo, después se despidió también de Fray Anselmo con un caluroso abrazo. Sin decirles nada más, el muchacho dio media vuelta y emprendió su camino con decisión. Alejandro aún alargó por última vez la mano con la esperanza de que Sebastián cambiara de idea, pero de nada le sirvió. Al ver alejarse la figura del niño entre las sombras de la noche, las lágrimas empezaron a surcar como un torrente el rostro del monje.
—Volverás —murmuró Alejandro—, seguro que volverás.
A Sebastián el apremio le hizo avanzar por el camino a toda velocidad, trazando la curva descendente que le separaba del cruce con el barranco. Todos sus sentidos estaban concentrados en vislumbrar allí la silueta de Isabel, toda su fe puesta en que ella le estuviera allí esperando. Pero allí no había nadie, el recodo estaba tristemente vacío y solitario. Por si acaso, y ante la negrura de aquel sitio, decidió revisar bien cada rincón, cada piedra, cada árbol, en busca de algún rastro de ella. Todo fue en vano. Sintió un horrible sentimiento de culpa al imaginarse la decepción que debió sentir horas antes tras su espera infructuosa. Su única esperanza se centraba entonces en que no hubiera pasado mucho tiempo desde que decidiera desistir y echó a correr a toda prisa en dirección al pueblo.
Extenuado, sus esperanzas se agotaron tras recorrer las primeras casas de la población. Un miedo terrible empezó a apoderarse de él, se dio cuenta de su propia temeridad al lanzarse sin contemplaciones a una empresa tan arriesgada. La idea de emprender él solo el camino de Valencia en medio de la noche con un frío de mil demonios le resultaba aterradora. Pero no estaba ni mucho menos dispuesto a rendirse así como así, necesitaba detenerse a pensar y trazar un plan más racional. Se acordó entonces de las palabras de su tío, tenía que encontrar a Enriqueta.
No conocía el pueblo y por tanto desconocía la ubicación