Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
tantos ojos curiosos —dijo Enriqueta a las demás.
—¿Entonces es verdad que le conoces? —le preguntó Consuelo.
—Pues sí, es como de mi familia —zanjó ella.
Las despidió a todas con cajas destempladas y dejó a Sebastián tendido en la cama.
—Espera aquí y enseguida te traeré algo caliente —le dijo antes de desaparecer ella también por la puerta.
Salió de allí a toda velocidad y le dejó solo en lo que parecía una habitación compartida por varias sirvientas. Había ocho camas en total, separadas entre sí por apenas tres palmos. Se despojó de la gruesa capa que le había dado Fray Alejandro antes de salir y se puso cómodo en una de ellas. Estaba exhausto, después de sus penosas jornadas de encierro y una noche entera vagando por el monte no había otra cosa que necesitara más que algo de calor y un poco de reposo, pero pensar en el camino de ventaja que le llevaría Isabel no dejaba de torturarle.
Enriqueta regresó al poco con una taza de leche caliente y unas galletas.
—Toma, puedo traerte más si quieres —le dijo—. Y puedes descansar un rato si te apetece, avisaré al resto del servicio de que estás aquí.
—Está bien —concedió—, pero no puedo quedarme mucho tiempo, debo proseguir mi camino.
—No tengas tanta prisa, que así no llegarías muy lejos —replicó Enriqueta.
Sintió cómo empezaba a resucitarle el cuerpo al pasarle la leche caliente por la garganta y devoró todo el desayuno con igual satisfacción. Una especie de fuerza sobrehumana pareció tirar de él y obligarle a estirar el cuerpo sobre la cama. Al hacerlo, un hormigueo placentero empezó a recorrerle desde la espalda hasta la punta de cada uno de los dedos y soltó un suspiro ahogado, cerró los ojos y se quedó dormido sin apenas darse cuenta.
Cuando Enriqueta volvió a pasar por allí por la tarde, el muchacho dormía profundamente en la misma cama donde le dejó. Al sentir su presencia el chico se despertó de un salto sobresaltado.
—¡Me he quedado dormido! —exclamó horrorizado.
—Naturalmente —le dijo Enriqueta—. Debías de estar muy cansado.
—¿Qué hora es? —preguntó impaciente.
—Has dormido toda la mañana, los señores están haciendo ahora la sobremesa.
—Es la segunda vez que me retraso, debo de irme o será mi perdición.
—¿Se puede saber a qué viene esa urgencia? —le preguntó ella extrañada.
—Verás, es que… en realidad no viajaba solo, anoche debía encontrarme con alguien y llegué tarde.
—¿No sería acaso que quería dejarte atrás deliberadamente?
—No. Claro que no —respondió él visiblemente enfadado.
—Bueno, no te alteres. Y dime, ¿qué pensabas hacer ahora?
—Íbamos camino de Valencia, debo llegar hasta allí y encontrarla.
—¡Ya! ¡Claro! Caminar hasta Valencia tú solo, en invierno y a pocas horas de que se marche el sol. ¿Te has parado a pensar en lo que estás diciendo?
A pesar de las advertencias de Enriqueta el chico se encogió de hombros sin más.
—Para llegar no me harán falta más que mi voluntad y mis piernas.
—Ay, criaturilla —le dijo Enriqueta compadeciéndose—. ¿Tienes dinero al menos?
—Ni una miserable moneda.
—Ya veo. Sin comida, sin ropa y sin dinero. ¿Pero qué idea tienes tú de este mundo? Te comería vivo cualquier desalmado a las dos horas de llegar a Valencia. ¡Y eso si es que llegas! Además, no sé qué pensabas encontrar allí, lo que les sobran son precisamente mendigos en las calles.
Sebastián estaba empezando a cansarse de escuchar siempre lo mismo, se sentía muy agradecido por la acogida que le había proporcionado Enriqueta, pero también más que harto de tanta pregunta y tanto sermón.
—Sé que allí encontraré a la persona que busco, con eso me basta —replicó.
—¡Maldito crío! —le dijo ella una vez más en tono recriminatorio—. Pero ya se yo a quién has sacado tú esa cabezonería…
La alusión a su difunta madre hizo que se apaciguara un poco, en otras circunstancias le hubiera encantado poder quedarse allí para que Enriqueta le hablara de ella, pero tendría que ser en otra ocasión. En ese momento lo que más le apremiaba era encontrar a Isabel lo antes posible.
—Muchas gracias por todo Enriqueta —le dijo educadamente—, ojalá tuviera forma de compensarte por este favor.
Acto seguido se levantó de la cama y volvió a anudarse su capa, tratando de dar por finalizada la conversación.
—Alto ahí, jovencito. ¿A dónde te crees que vas?
Enriqueta se le acercó velozmente y le sujetó por la cintura con sus enormes brazos, se le quedó mirando a los ojos fijamente a apenas dos palmos de él.
—Mira Sebastián —le dijo muy seria—, no sé muy bien lo que pretendes ni por qué lo estás haciendo, pero no voy a permitir que cometas ninguna locura. Valencia está a más de una jornada de aquí, y caminando tú solo de noche lo único que vas a conseguir es que te ocurra cualquier desgracia.
Por supuesto entendía lo que le decía, pero se resistía a desistir de su propósito, y aún forcejeó un poco tratando de separarse mostrando su disconformidad. Pero ella ya había dejado bien claro que no iba a dejarle marchar.
—Confía en mí, sé cómo puedo ayudarte —le dijo tratando de calmar los ánimos del muchacho—. Y lo hago de corazón, por la memoria de mi buena amiga Teresa que Dios la tenga en su gloria.
—Ayudarme, ¿cómo? —contestó él reprimiendo su frustración.
—Te diré lo que haremos —le dijo ella en tono resuelto—. Esperarás aquí un par de horas a que termine la jornada y te acompañaré hasta Murviedro. Es una ciudad que está de camino a Valencia, a unas dos horas de aquí. Allí podrás pasar la noche en casa de Pep, el espartero, que es un pariente mío. Él sabrá cómo ayudarte a llegar a Valencia, ya lo verás.
Finalmente se sintió acorralado y, una vez más, superado con argumentos que no podía rebatir. Él mejor que nadie sabía que su idea era de lo más inconsciente, con el incidente de la noche anterior al llegar a Gilet había conocido de primera mano el tipo de peligros a los que podía exponerse. Si lograba llegar a Murviedro y pasar la noche en un lugar seguro podía ser un comienzo prometedor. De modo que agachó la cabeza y obedeció a Enriqueta sin rechistar.
—¡Ah! —añadió ella—. Y antes que nada deberías cambiarte de ropa, creo que Pep se asustará un poco si me ve aparecer con un frailecillo llamando a su puerta.
Gilet y Murviedro estaban separadas por menos de legua y media, como bien le había dicho Enriqueta unas dos horas caminando a paso normal. Primero se llegaba a la cercana localidad de Petrés, y desde allí ya se dejaba atrás la sierra y se culminaba el tramo de camino llano que discurría junto al río hasta la ciudad.
Al abandonar las laderas del monte, a Sebastián le invadió un extraño sentimiento de nostalgia, como si se estuviera despidiendo de aquellas montañas para siempre. Por poderosas que fueran las razones que le obligaran a marcharse, era inevitable anhelar el lugar en el que se había criado. Se sentía profundamente ligado a esa tierra. Jamás olvidaría aquellos sonidos, aquella inagotable sinfonía polirrítmica. Incluso en el largo y caluroso verano, cuando el rasgueo continuo de la cigarra parecía camuflarlos y ensordecerlos a todos. Tampoco la variedad de aromas y olores como el de la resina de los pinos, el del tomillo y el romero en primavera o el aroma dulzón de la algarroba madura. Por más caminos que conocieran sus zapatos, por más vueltas