Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros


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más claro lo que quería hacer y no era precisamente quedarse en el monasterio de brazos cruzados agachando las orejas. Durante esos días, Fray Alejandro trató sin éxito de volver a ganarse la confianza del chico, pero aquel vínculo de amistad y respeto que habían mantenido durante tantos años había terminado por romperse. Sebastián en el fondo no le guardaba rencor, le seguía viendo como lo más parecido a un sustituto paterno que había podido tener. Pero en aquel recinto se sentía totalmente ahogado e incomprendido, así que la crudeza de los golpes y las broncas, en lugar de imponer la voluntad de los monjes solo habían logrado reforzar su deseo de marcharse de allí para siempre.

      Consiguió escaparse de nuevo una noche después del oficio de Completas, la noche era cerrada y el silencio invadía todo el monasterio, le quedaban unas horas de tranquilidad antes de que se llamara a maitines a medianoche. Alejandro dormía profundamente y aprovechó para levantarse y abandonar la celda que ambos compartían. Avanzó por los pasillos con todo el sigilo del mundo, temiendo a cada paso ser descubierto por algún monje desvelado, y bajó al piso inferior desde el que accedió al patio trasero y a los huertos. Desde allí trepó los muros y saltó al exterior como había hecho tantas otras veces. No le importaban las consecuencias, sucediera lo que sucediese estaba decidido a ser el dueño de su propio destino.

      La noche era muy fría pero en su interior un fuego le quemaba por dentro, no tenía ningún plan ni idea concreta, simplemente sabía lo que quería. Con el sonido envolvente de los grillos y el ulular disperso de alguna lechuza, se internó en el pinar ladera arriba. Cada pocos pasos echaba la vista atrás instintivamente, pues tenía la sensación de que alguien le seguía agazapado en la oscuridad y quería impedirle alcanzar su destino. Mas nadie le impidió llegar hasta la pequeña cabaña de Isabel causando un pequeño revuelo entre las cabras, que fueron las primeras en advertir su presencia. Se había detenido frente a la casa sin saber muy bien qué era lo próximo que debía hacer. Quería despertarla y proponerle una huida, en su cabeza todo era muy fácil y tenía sentido, pero una vez llegado hasta allí se encontró con un obstáculo de difícil solución: cómo llamar su atención sin despertar al animal de su padre.

      Pero no había llegado hasta allí para nada. Se armó de valor y arrimó su cuerpo a la puerta de entrada y, para su fortuna, se encontró con que ésta estaba abierta. Lentamente y con sumo cuidado, la fue empujando y percibió en el interior el suave ronquido de alguien que dormía plácidamente arropado con unas mantas. Supuso que provenían de su padre y la cercanía a aquella bestia insensible le acongojó. Pero no le hizo falta adentrarse más porque ante él apareció la figura de Isabel que venía acercándose de puntillas, mirándole con perplejidad e indicándole con el dedo índice pegado a los labios que no hiciera el más mínimo ruido. Le agarró del brazo y salieron afuera alejándose unos cuantos pasos de la casa.

      —¿Pero qué haces aquí, estás loco?

      Se quitó la pequeña capa que llevaba para cubrirse y rodeó con ella a Isabel tapándole los hombros y los brazos en un gesto que ella agradeció enormemente.

      —He venido a pedirte que te vengas conmigo —le dijo sin más.

      —¿Irme contigo? ¿A dónde? —preguntó ella atónita.

      —A donde nos plazca Isabel, seamos libres.

      —¿Libres de qué? ¿Pero tú sabes lo que estás diciendo?

      —Libres de que nos encierren y nos maltraten como a animales. Estoy dispuesto a hacer lo que sea por salir de aquí, podremos vivir juntos lejos de todo esto y si tú quieres nos casaremos, ya lo tengo todo pensado.

      Isabel le miró con cierta condescendencia.

      —Sebastián, por favor, no digas más tonterías. Tú tienes la oportunidad de convertirte en monje y tener la vida resuelta. ¿Cómo se te ocurren estas estupideces?

      —No es ninguna estupidez Isabel. Sé que esto no es para mí y me marcharé de aquí, ya lo he decidido. Y me gustaría mucho que me acompañaras —añadió.

      —Pero vamos a ver, tú solo con… ¿cuántos? ¿Trece años? ¿A dónde quieres ir? ¿De qué vas a vivir? ¿Del aire?

      Cada una de esas preguntas en forma de desplante de Isabel eran como una fría bofetada para Sebastián, que sentía como la rabia le comía por dentro. ¿Es que no era ella capaz de verlo como lo veía él? ¿Acaso no estaba su existencia ahogada y reprimida por las normas de los adultos igual que la suya? ¿Qué más daba de qué iban a vivir? De cualquier cosa, ¿qué importaba eso en ese momento? Isabel captó aquella frustración en sus ojos y bajó el tono de sus reproches.

      —Mira Sebastián, que te quede claro lo primero que por que te haya dado un beso no te pienses que ya estoy loquita por ti, así que de lo de casarse ya te estás olvidando. Y lo segundo es que estas cosas no se hacen así, de la noche a la mañana, sin avisar. Habrá que pensar en un plan, a dónde ir, preparar algo para el viaje, no sé.

      La fuerza de su razonamiento era aplastante, no podía hacer otra cosa que rendirse a la evidencia. Por más respuesta solo se le ocurrió agachar la cabeza, hundido por sus palabras de rechazo. Después ella se quedó pensativa durante un rato, mordiéndose el labio inferior, y de pronto su actitud pareció cambiar repentinamente.

      —¿Sabes? En algo tenías razón —le confesó—. Siempre he soñado con irme lejos de aquí, pero nunca me he atrevido a hacerlo. ¿De verdad vendrías conmigo Sebastián?

      —Claro que sí Isabel, he comprendido que no soportaré pasarme la vida encerrado en el monasterio, a tu lado sería tan feliz…

      — Pero marcharme así, tan de repente… —dijo ignorando la última parte de su frase—. Es una locura. Tendrías pensado qué dirección tomar al menos.

      —¿Y eso qué importa? —dijo Sebastián encogiéndose de hombros.

      —Claro que importa alma de cántaro. ¿O es que piensas dormir al raso con este frío?

      Por supuesto tampoco había pensado en eso, cada vez se daba más cuenta del enorme lastre que era su inexperiencia. Aun así, seguía decidido a hacerlo.

      —Podríamos ir a Valencia —dijo ella de pronto.

      Isabel empezó a hablarle como si reviviera un viejo sueño, su mirada parecía volar hacia otra parte.

      —Tengo una amiga en Valencia, ¿sabes? Ella podría ayudarnos. Allí mi padre nunca nos encontraría. ¿Querrías acompañarme Sebastián?

      De inmediato le cambió la cara, no podía disimular su emoción, al fin parecía estar dispuesta también a arriesgarse.

      —Pero tienes que darme tres días para organizarlo —le dijo ella frenando sus ansias—. Al tercer anochecer nos veremos en el camino que baja del monasterio a Gilet, en el cruce con el barranco. ¿Qué me dices a eso?

      —Que sí, por supuesto que sí —dijo Sebastián con una amplia sonrisa.

      —Recuerda que ni los monjes ni nadie debe saber nada de esto, si alguien sigue nuestros pasos estamos perdidos.

      Por supuesto no podía estar más entregado a la causa.

      —Y ahora deberías irte, si se despierta mi padre y nos ve aquí hablando de esto nos mata a los dos, a ti el primero —le dijo finalmente.

      Le devolvió la capa y le dejó plantado allí solo, temblando de frío y de emoción.

      —Adiós Sebastián —le susurró mientras le acariciaba el rostro.

      Regresó al monasterio envuelto en una nube, volvía con una promesa que valía más que todo lo que lo que le había pasado en su corta vida y al fin se sentía enormemente orgulloso de haber tenido el valor de dar ese paso. En ese momento se sentía una persona completamente diferente.

      Tan aturdido estaba, que cuando descendió del pinar y pisó de nuevo el camino no vio interponerse ante él una sombra que le cortaba el paso y al toparse con ella se asustó, tratando de salir por piernas instintivamente. Pero no pudo zafarse de la mano que le sujetaba con


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