Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
—Pues tendrás que esperar como todos los demás.
—Entonces no me quedarán más que las migajas, he visto como Fray Anselmo se lo come todo a escondidas sin compartirlo con nadie.
—¿Cómo te atreves a acusar a uno de los hermanos de este monasterio de esa forma tan descarada? No tienes ninguna prueba que lo demuestre.
—¿Acaso hay prueba más irrefutable que su enorme barrigota?
—¡Calla de una vez insensato!
Alejandro agarró a Sebastián de una de sus orejas y empezó a tirar de él hacia la iglesia.
—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —gritaba el niño.
—No me das más que problemas, cualquier día el padre Antonio se va a cansar de aguantar tus faltas y tu indisciplina, yo ya no puedo hacer nada más para encubrirte.
Entraron en el templo justo cuando los hermanos empezaban a entonar el himno después de la primera oración. Se incorporaron en la última fila y empezaron a recitar los versos, Sebastián con los carrillos aún llenos de bizcocho. El padre Antonio, que dirigía el oficio, les dedicó una mirada severa, especialmente a Alejandro, cargada de reprobación.
Ecce iam noctis tenuátur umbra, lucis auróra rútilans corúscat; nísibus totis rogitémus omnes cunctipoténtem. Ut Deus, nostri miserátus, omnem pellat angórem, tríbuat salútem, donet et nobis pietáte patris regna polórum. Præstet hoc nobis Déitas beáta Patris ac Nati, paritérque Sancti Spíritus, cuius résonat per omnem glória mundum. Amen1
Sebastián siempre tuvo la sensación de que su tío Alejandro fue, en líneas generales, un buen padre. Quizás en parte porque no había conocido a otro y, sobre todo, porque le había cuidado y acogido cuando era una pobre criatura sin hogar. Sin embargo, el niño despertaba en su cuidador sentimientos encontrados. Por un lado se sentía tremendamente responsable de su destino por ser el único legado que le quedaba de su hermana y de su familia. Por otro, en ocasiones empezaba a sentirlo como una lacra para sus propios progresos en la orden y un obstáculo para cumplir su gran sueño.
El padre Alejandro era, en efecto, un fraile convencido. Había tomado los hábitos a los diecisiete años, como franciscano había hecho voto de pobreza y caminaba siempre descalzo siguiendo los pasos del fundador de la orden San Francisco de Asís. No solo se había aplicado en el estudio para ser un monje venerado y sabio, además en su fuero interno albergaba un ambicioso sueño, participar en las misiones en el nuevo mundo evangelizando y predicando la palabra de Dios en los confines de la tierra. Por ello formaba parte del colegio de misiones, que tenía su propia organización parcialmente diferenciada de las actividades comunes del monasterio. Además de dedicar al menos dos horas diarias a la oración, cuidar el rezo de las Horas y celebrar los maitines a media noche, cada día tenían algunas conferencias sobre temas de teología y misionología y prestaban especial atención al aprendizaje de las lenguas indígenas.
Le hubiera encantado poder compartir este sueño con su sobrino. Pero Sebastián, obviamente, llevaba su propio ritmo. Aprendió poco a poco y con bastante esfuerzo a leer y escribir en latín y en lengua común, un privilegio que estaba reservado solo a unos pocos y al que él de otra forma jamás habría podido tener acceso. Pero aparte de ese y algún que otro mérito en las lecciones básicas, no destacaba por ser un buen estudiante ni por tener una voz melodiosa en el coro, más bien era bastante mediocre. Y para más inri, le había costado demasiado trabajo memorizar las principales oraciones del culto diario.
En definitiva, el guardián Fray Antonio, como otros muchos, no estaba nada convencido de que el joven Sebastián pudiera llegar a estar algún día preparado para tomar los hábitos y veía inútil que prosiguiera en el monasterio con el noviciado. Pero Sebastián todavía contaba con firmes aliados y defensores de su causa, como el propio Fray Alejandro, que no consentía objeciones al hecho de que el niño prosiguiera su formación. Aquel mismo día, después de Laudes, Fray Antonio convocó al hermano Alejandro a una reunión privada en su despacho.
—Alejandro, el episodio de hoy ha sido bochornoso. Lo pasaría por alto de no ser porque forma parte ya de una larga lista de desatinos e insubordinaciones —empezó a decirle.
—Lo sé padre, no sabe cuánto lo lamento, le pido disculpas por ello.
La mirada reprobatoria de Fray Antonio permanecía impasible, ajena a cualquier tipo de propósito de enmienda o excusa.
—Yo… le juro que el chico ha aprendido la lección —insistió Fray Alejandro.
—No se trata de eso Alejandro, no puede ser que tengas que estar tú detrás de él a todas horas. La vida monástica requiere de una dedicación espiritual personal, de una convicción muy profunda, sin fisuras —sentenció.
—Dele un poco más de tiempo padre, se lo ruego. Cuando sea un adulto y haya alcanzado la suficiente madurez intelectual será capaz de decidir, con la ayuda de Dios, cuál ha de ser su camino en esta vida. Mientras tanto nuestro deber es protegerle, cuidarle e instruirle como lo venimos haciendo hasta ahora. Recuerde que ya debatimos esta cuestión en su día hermano Antonio —le decía como respuesta a sus objeciones.
Pero Antonio negaba con la cabeza.
—No es así como funciona, y tú lo sabes, el que viene aquí es porque siente la llamada de Dios, y no al revés.
El hermano Antonio terminó aceptando una vez más las disculpas y excusas de Alejandro a regañadientes y le dejó marchar, zanjando la cuestión por el momento.
Alejandro achacaba la falta de motivación de Sebastián al hecho de que no había conocido otra vida fuera de los muros del monasterio. Y a fin de cuentas, ¿qué otra cosa se podía esperar de un niño que pasaba el día encerrado en un mundo tan estricto? La vida en el monasterio no estaba pensada para cubrir sus necesidades, sino las de un adulto. Pero la vida en comunidad no se limitaba solo a orar y rezar, y como Sebastián mostraba más interés por tareas cotidianas que por el estudio, decidió que pasara más tiempo ayudando a los hermanos legos. Consintió que con frecuencia acompañara a Anselmo en la cocina o al hermano Jerónimo, que era el encargado del cuidado del pequeño huerto situado en el patio trasero.
III
En el monasterio de Sant Esperit, el otoño era el momento de la recogida de la garrofera, y todos los monjes participaban en ella. Este árbol tan particular de esta zona del mediterráneo tenía una importancia primordial para los pueblos de la sierra, pues su aprovechamiento formaba parte esencial de su sustento. Tras su apariencia pobre e insulsa, se escondía una considerable variedad de utilidades. Empezando por su madera, que era fuerte y compacta y era muy buena tanto como combustible en invierno como para la construcción de muebles y aperos. De su corteza se extraía también su resina, que era conocida como excelente tintura de color negro para lana o algodón y su flor era también apreciada por las abejas para la elaboración de miel.
El fruto, las hojas y la misma corteza eran usadas popularmente con propósitos medicinales, ilustres médicos y expertos boticarios habían descrito sus bondades y los utilizaban para la cura de muchas afecciones del cuerpo. La algarroba, o garrofera, con esa forma tan fea de vaina marrón, era un fruto comestible y muy nutritivo. A más de uno le había salvado la vida en el monte cuando no tenía otra cosa que echarse a la boca. Pero sin duda el uso principal de la algarroba era aprovecharlo como alimento para el ganado. En los meses de invierno se le daba a los cerdos, las ovejas y las mulas.
Una mañana fría, Fray Jerónimo y Sebastián se echaron al monte, armados con enormes capazos de esparto emprendieron la tarea de recoger garroferas acompañados por otros dos frailes y por su tío Alejandro, que solo lo hacía para disfrutar del paseo matinal. Sebastián agradecía mucho estas salidas al aire libre, pues la vida dentro del monasterio era sumamente aburrida y repetitiva. Los hermanos legos solían organizarlos