Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
pobrecillo está hambriento, necesita leche —les dijo Flora.
—Mi hija dio a luz hace apenas dos meses, dejarme que lo lleve un rato con ella y así podrá alimentarse como es debido —dijo Lluisa, una de las criadas.
Enriqueta asintió y Lluisa cogió a la pequeña criatura con cuidado entre sus brazos.
—Mañana a primera hora iré al monasterio de Sant Esperit a llevarle el niño a su hermano, como fue su último deseo —anunció después Enriqueta.
Salió del pueblo con las primeras luces del alba, despacio y con cuidado de que no le pasara nada al recién nacido. Emprendió el camino que discurría junto al barranco del Xocainet hacia la montaña. Y lentamente caminando en silencio acometió los tramos de suave pendiente avanzando entre pinos y algarrobos. Pasado un tiempo divisó en un claro los muros del monasterio, y cuando llegó hasta él se detuvo a contemplar la edificación. Enriqueta no había vuelto a visitar ese lugar desde que era pequeña, de cerca le pareció aún más grande e impresionante de lo que recordaba.
El monasterio de Sant Esperit del Mont, edificado en el centro del Valle del Tolíu, había sido durante siglos convento de retiro espiritual franciscano por sus condiciones de lugar alejado del mundo. Pero había sufrido grandes transformaciones desde que fuera fundado allá por el año mil cuatrocientos por Doña María de Luna, esposa del rey de Valencia Martín el Humano. En los últimos años se había acometido una gran remodelación de la iglesia y una ambiciosa ampliación del convento, con la construcción de un nuevo claustro incluida, y se había creado una pequeña hospedería como centro de espiritualidad.
Enriqueta se armó de valor y llamó a la puerta del monasterio usando la pequeña campanita que colgaba de ella. La respuesta se hizo esperar largo rato, pero al final apareció un monje ataviado con un sencillo hábito marrón y un cordón con tres nudos preguntando el motivo de la visita. Ella trató de explicarle como pudo la historia pero, de entrada, nada más ver a una mujer con un niño en brazos su actitud fue de lo más reticente. Le decía que aquello no era un hospicio ni una casa de huérfanos. Ante su negativa a escucharle, exigió por fin hablar con el hermano Alejandro, para quien portaba un importante mensaje de su hermana Teresa. Después de mucha insistencia, el monje la hizo finalmente pasar y le dijo que aguardara allí, en la entrada misma.
Al traspasar aquella puerta tuvo la sensación de transportarse a otro universo, los gruesos muros del convento parecían tener aún mayor solemnidad e infundir más respeto. En aquel sitio se respiraba mucha paz y silencio absoluto, amén de algún ruido de pasos lejano, únicamente se escuchaban los sonidos propios de la naturaleza. El monje que le había abierto regresó entonces con Fray Alejandro, al que Enriqueta conocía de cuando eran pequeños y jugaba con los niños del pueblo.
—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó él nada más verla allí plantada con un niño pequeño con el mismo gesto de extrañeza que había puesto su compañero.
—Buenos días Alejandro, lamento mucho tener que ser portadora de malas noticias —dijo con un nudo en la garganta—. Tu hermana Teresa murió anoche.
Su semblante cambió de inmediato, mostrando una gran tristeza.
—¿Cómo ha sido? —preguntó consternado.
—Estaba muy enferma, ya lo sabes. Falleció después de dar a luz a este precioso niño, su cuerpo no pudo soportarlo.
—¡Dios Bendito! ¿Este niño es suyo? Teresa nunca me dijo que estaba embarazada.
—Llevaba el asunto con bastante discreción —confesó Enriqueta—, lo había tenido en pecado y sufría mucho por lo que podía pasarle a ella y al niño.
Alejandro no salía de su asombro ante tales revelaciones, miraba a Enriqueta y al niño una y otra vez tratando de hallar respuestas a tantas preguntas.
—¿Por qué lo habéis traído hasta aquí?
—Tu hermana dijo antes de morir, ante numerosos testigos, que quería que os hicierais cargo de él. El pobre no tiene a nadie más en este mundo.
—¿Cómo que no? Supongo que tendrá un padre.
—Teresa jamás le dijo a nadie quién era.
Por más que miraba a la pobre criatura, Fray Alejandro no contemplaba como viable aquella posibilidad.
—Lo que me pides es imposible, esto es un monasterio de estudio y meditación, no es lugar para que se crie ningún recién nacido —trataba de explicarle.
—Pero Alejandro, ¿es que vas a renunciar a cuidar a tu propio sobrino? —le recriminó ella.
—No me estoy desentendiendo de él Enriqueta, te ayudaré con todo lo que necesites —le dijo él excusándose—. Pero no puedo quedármelo, tendrás que hacerlo tú.
Enriqueta no daba crédito a lo que oía, en sus planes tampoco estaba criar a un niño. Por más que fuera de su buena amiga Teresa, aquello era demasiado.
—Acompáñame a la cocina, te daré alguna cosa —le dijo Fray Alejandro cuando la situación empezaba a tornarse algo tensa.
Enriqueta siguió al joven monje por diferentes dependencias hasta que llegaron a la enorme cocina situada en la planta baja. Alejandro empezó a llenar entonces una cesta con algunos alimentos de la despensa y, mientras lo hacía, Enriqueta dejó al pequeño tumbado sobre una mesa. El monje no pudo hacer otra cosa que sonreírle y acariciarlo al verlo así, tan indefenso.
—Padre, no puede pedirme eso. Yo no puedo hacerme cargo de él, perdería mi trabajo, usted lo sabe. Aquí tienen medios de sobra para criar a un niño, no les supondrá mucho esfuerzo —le imploraba ella con insistencia.
Alejandro no podía negar que se le encogía el corazón al mirar al pequeño niño de su hermana envuelto en unos pañales.
—¿Seguro que es de mi Teresa?
Enriqueta se mostró muy ofendida con la pregunta.
—Por supuesto. Nunca me atrevería a mentirle con algo así.
—Déjame que haga una pequeña consulta con mis hermanos, de verdad que quiero ayudaros, pero no sé cómo hacerlo.
Salieron a un precioso claustro de paredes y arcadas blancas que albergaba un jardín muy verde y cuidado. Alejandro le dijo que esperara allí mientras él iba a hacer esa consulta.
Cuando finalmente regresó acompañado por otro hermano del convento, ambos bastante serios, buscó a Enriqueta entre los soportales del claustro, pero no conseguía verla.
—Tal vez se haya ido —le dijo a Fray Anselmo.
—Espera hermano, mira esto.
Anselmo le señaló una cesta de esparto que había en el suelo. Era en la que Alejandro había depositado las viandas que había ofrecido a Enriqueta en la cocina, algo de arroz, harina, fruta, verdura. Ya no quedaba nada de eso, pero en su interior estaba el recién nacido durmiendo plácidamente.
—Ya lo creo que se ha ido, Fray Alejandro, pero mirad qué os ha dejado como presente.
Alejandro asintió, consternado.
—¿Qué vais a hacer ahora?
—Dejadme que piense, de momento no digáis nada —le dijo a su amigo.
Alejandro recogió la cesta y la llevó a su celda dormitorio, lo depositó allí como si se tratara de un objeto extraño y se quedó un buen rato mirándolo embobado. De pronto, el niño tuvo como una pequeña convulsión y empezó a llorar. Alejandro se alarmó y lo cogió rápidamente entre sus brazos tratando que se calmara antes de que llamara la atención de todo el monasterio. Para su sorpresa, reaccionó muy bien a su calor y se tranquilizó de inmediato. Le acarició el rostro con suavidad y le consoló con su abrazo. Y mientras lo hacía, no pudo evitar sentir un pequeño torrente de emoción fluyendo por sus venas.
—¿Todavía no te han puesto ningún nombre? —le