Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros


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como tu abuelo que en paz descanse —le dijo.

      Después meditó profundamente lo que debía hacer. Su conciencia le dictaba por supuesto ayudar a aquel niño desamparado, pero, ¿qué sería lo más correcto? Tras pensarlo unos instantes tomó una decisión clara, era sangre de su sangre y no pensaba abandonarlo. Dios se lo había puesto en su camino y tenía que ser por alguna razón: ante todo el niño merecía que le diera su cariño y le prestara atención. A continuación meditó cómo iba a decírselo a Fray Antonio, el guardián de la orden.

      Cuando fue a contárselo, Antonio se opuso rotundamente a que el niño se quedara en el monasterio, tal y como Alejandro esperaba.

      —Esto no es una casa de huérfanos. Si es verdad lo que dice esa muchacha no será difícil encontrar a su padre en el pueblo, hablaremos con él y haremos que reflexione sobre lo que ha hecho y que asuma su responsabilidad, así es cómo debemos obrar.

      —Pero hermano, ¿podrás tener la conciencia tranquila sabiendo que ese desalmado puede volver a abandonarlo en cualquier cuneta?

      Antonio negaba una y otra vez.

      —El niño no puede quedarse.

      La insistencia de Alejandro no cesó, apelando a la misericordia y a la caridad cristiana, que era uno de los principales preceptos de la orden.

      —Está bien —le dijo ya al borde de su paciencia—. Lo someteremos a votación, ya que no soy capaz de convencerte será la comunidad quien decida. Lo hará esta tarde después del oficio de vísperas, lo iré anunciando a los hermanos y mientras tanto no quiero volver a saber nada de la criatura.

      Alejandro asintió, aún no había logrado su propósito pero era lo mejor que podía conseguir por ahora. Aquel día tuvo que desatender en parte las horas que dedicaba diariamente al estudio y a la oración. Se mantuvo pendiente en todo momento de que Sebastián estuviera bien y a la vez pasó horas meditando sobre las palabras que usaría para dirigirse a sus hermanos. Sería su palabra contra la del padre guardián, tendría que convencer a muchos de ellos si quería salirse con la suya.

      Todos los monjes de la congregación de Sant Esperit, que eran alrededor de treinta, acudieron fieles a la cita en la sala capitular donde el guardián de la orden les había convocado. Antonio tomó primero la palabra, exponiendo brevemente los hechos y las insensatas pretensiones de Alejandro. Les recordó cuál era el fin de la vida monástica y por qué estaban realmente todos allí y cómo eso chocaba con cualquier otra distracción por pequeña que fuera. Todos los monjes parecían bastante convencidos, a tenor de sus asentimientos y comentarios, pero aún faltaba escuchar más argumentos. A continuación habló Alejandro, utilizando un discurso pasional y sumamente emotivo que había estado ensayando durante todo el día.

      El monasterio se encontraba en ese momento inmerso en un proceso de renovación interna, sin dejar de lado su carácter de retiro y estricta observancia de la Regla de San Francisco, pretendía convertirse en colegio de misioneros apostólicos. Con ello, los monjes de Sant Esperit ambicionaban convertirse en precursores de la difusión de la fe en el viejo y nuevo mundo desde el Reino de Valencia. En este nuevo concepto del propósito monacal encajaron perfectamente las palabras de Alejandro, que hablaban de abrazar a una pobre criatura abandonada con el uso de la fe y ayuda divinas, para empezar así a practicar su labor evangelizadora desde su propia casa. En otras circunstancias habría tenido probablemente la batalla perdida, pero en aquel momento muchos de los monjes eran jóvenes e ilusionados llegados exprofeso de lejanas tierras igual que él y su familia. Tal y como esperaba, consiguió conmover a varios de ellos con sus palabras.

      La votación resultó favorable a admitir al niño en el monasterio con un resultado muy ajustado, por un solo voto, pero Antonio no tuvo más remedio que aceptarlo. Alejandro les prometió convertirse en el guardián y consejero del niño y guiarlo en la vida monástica, responsabilizándose de cualquier perjuicio que pudiera ocasionar a la comunidad. Antonio le recordó que el fin último de su labor consistiría en que cuando el niño creciera tomara los hábitos y se uniera a la comunidad como uno más sin tener que depender de nadie.

       II

      Alejandro nunca había criado a un niño y jamás pensó que fuera a tener que hacerlo. Cuando el Señor le puso a su sobrino en sus manos se lo tomó como una prueba más para la fe de un humilde servidor como él. Nadie le ayudó, nadie le dijo cómo debía hacerlo, tuvo que enfrentarse solo a todos los retos. Los primeros meses resultaron ser los más difíciles, pues no sabía nada acerca de los cuidados básicos que le debía procurar, ni tan siquiera sabía cómo hacer algo tan simple como cambiarle el pañal.

      “¿Qué hago?” Había preguntado sonrojado a su amigo Fray Anselmo cuando los gritos de la criatura traspasaban ya todos los muros del monasterio. Y al muy desgraciado no se le había ocurrido otra cosa que empezar a reírse como un avestruz.

      —¿De qué te ríes bobalán? —le dijo encolerizado.

      El susodicho empezó a ponerse rojo como un tomate, doblando la espalda a causa de los espasmos de su enorme barriga.

      —Tendrías que verte la cara hermano, pareces un perrillo asustado en un día de tormenta.

      A Alejandro le entraron ganas de pegarle un sopapo allí mismo al muy cretino, mira que burlarse de alguien en una situación así. El niño seguía llorando como un descosido y a Anselmo empezaron a pasársele las ganas de mofarse de él.

      —¿Has probado a darle de comer?

      —¿Y qué le doy? —le preguntó Fray Alejandro totalmente perdido.

      —Hijo mío, ¿tú qué crees que comen los recién nacidos? ¡¡Leche!!

      Aquella solo fue la primera de una larga serie de jornadas de desvelos, pues los angustiosos lloros del bebé ponían a su paciencia diariamente a prueba. Pero la cosa no terminó con el primer año de vida, pronto fue consciente de que la tarea de ser padre le atañería de por vida y nunca estaba exenta de dificultades.

      Sebastián llevaba ya diez años viviendo en el monasterio franciscano de Sant Esperit, y a esas alturas ya se conocía de memoria cada palmo del sacro edificio. La vida en comunidad de los monjes franciscanos se regía por unas normas muy estrictas, de las que cada hermano o novicio era responsable de acatar y respetar. Claro está que estas normas no fueron pensadas para un aspirante de tan corta edad como Sebastián, pero apenas pudo tenerse en pie y empezar a hablar, con él no se hizo ninguna excepción.

      En el monasterio convivían dos tipos de frailes. Por un lado estaban los hermanos legos, monjes que como Fray Anselmo eran iletrados y por lo tanto no aptos para ser sacerdotes o monjes del coro. Realizaban las tareas manuales ordinarias del monasterio tales como la agricultura, la carpintería o la cocina; lo cual liberaba en parte al resto de los hermanos, como era el caso de Fray Alejandro, para que se dedicaran a una vida plena contemplativa consistente en orar y estudiar. Sebastián vestía provisionalmente el hábito de novicio, ligeramente diferente al de los monjes regulares, que como en la mayoría de las órdenes franciscanas era muy sencillo, de tela marrón, capucha y cordón anudado a la cintura. El propósito de su tío era no solo que tomara los hábitos sino que estudiara y se ordenara sacerdote con el paso del tiempo.

      Alejandro acababa de oír la llamada al oficio de Laudes, la primera oración de la mañana, y Sebastián no aparecía por ninguna parte. Le había buscado en su cama y por todos los rincones del dormitorio sin éxito, había recorrido los pasillos varias veces, las escaleras, las estancias comunes y las letrinas, sin obtener ningún resultado. Había salido inclusive al claustro varias veces para cerciorarse, pero tampoco había nadie allí a esas horas. A esas alturas Alejandro ya se imaginaba el único sitio en el que podía estar: la cocina.

      Se dirigió allí a toda prisa y el agradable olor a bizcocho recién hecho le hizo confirmar sus sospechas. Fray Anselmo preparaba unos deliciosos dulces de calabaza y almendra que hacían la boca agua a todos los hermanos, y a Sebastián el primero. Fue abrir la puerta y descubrir a su sobrino con el cuerpo del delito, en sus manos sostenía un enorme pedazo del dulce manjar del que estaba dando cuenta con total regocijo


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