Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros


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      —¿Qué disciplina quieres estudiar en la universidad, si puede saberse? —le preguntó.

      —Medicina.

      Ahora era él el sorprendido.

      —¡Oh! ¡Vaya! Mi hijo médico… jamás lo habría pensado —continuó pensativo.

      Salvador consideró esta pausa una buena señal.

      —¿Aceptarás tu compromiso con Magdalena? —le preguntó su padre.

      —¿Permitirá que realice mis estudios en la universidad? —contraatacó Salvador.

      Su padre le dirigió una mirada astuta, parecía al fin estar disfrutando de aquel enfrentamiento dialéctico. Sostuvo la mirada de su hijo con una sonrisa y después se relajó.

      —Nunca pensé que diría esto, pero he de reconocer que no me desagrada del todo la idea, considero la medicina bastante más útil que las abstracciones absurdas de tu amigo el padre Tosca.

      —No son para nada absurdas, pero bueno no es momento ahora de discutir eso.

      —Está bien, eso ahora pertenece al pasado —le dijo zanjando aquel asunto—. Te dejaré que te conviertas en médico si eso es lo que quieres. Pero seguirás ayudando a tu tío mientras tanto, y cuando concluyas los estudios te casarás con Magdalena. Supongo que te parecerá un trato más que justo.

      —Me parece justo padre, se lo agradezco —consintió Salvador.

      —Muy bien, debes saber que la semana que viene tienes un compromiso importante e ineludible, has sido invitado al catorce cumpleaños de Magdalena y debes asistir, será entonces cuando se haga oficial vuestra unión.

      Salvador palideció al imaginarse en semejante apuro, pero inevitablemente tendría que pasar por él.

      —Una cosa más padre, ¿qué opina ella de nuestro compromiso?

      —Está encantada, como no podría ser de otra forma.

      El día de la celebración de su cumpleaños Magdalena estaba radiante, el último recuerdo que Salvador tenía de ella era el de una tarde de verano en los jardines de su casa entreteniéndose con algún juego infantil. De eso quizás hacía ya unos dos o tres años, y como pudo comprobar enseguida al verla, poco quedaba ya de aquella niña. Con el cabello suave, liso y castaño y los ojos del color de la avellana, Magdalena era una belleza clásica valenciana, sin artificios ni estridencias. Era más bien menuda, un rasgo característico de las mujeres de la rama familiar de su madre, pero muy bien proporcionada y con un talle fino y ligero. Salvador empezó a pensar que no iba a ser tan malo aquello de complacer a su padre después de todo.

      Se sorprendió a sí mismo con esos pensamientos, era la primera vez que pensaba de esa forma en una mujer. Naturalmente había sentido deseo hacia ellas, pero nunca se había planteado la idea de iniciar una relación con ninguna de las pocas que hasta ahora se habían cruzado en su vida. Todos sus maestros del colegio coincidían en recomendarle que por el momento procurara alejarse de esas tentaciones, pues constituían una peligrosa distracción para un joven cabal y centrado.

      Aquella tarde no pudo evitar quedarse embobado mirándola, aunque eso no alteraba lo más mínimo su lista de prioridades. Se sentía bastante satisfecho con el acuerdo que había alcanzado con su padre, por el momento prefería seguir eludiendo el compromiso y centrarse en su formación, ya habría tiempo para otras cosas luego.

      Todo transcurría como él había previsto, apenas había intercambiado unas pocas palabras con ella pues realmente se conocían muy poco así que no tenían mucho de qué hablar. Además, sus tíos y buena parte de los invitados al evento eran muy habladores y en general tenían gran aprecio por Salvador, así que tuvo que estar la mayor parte del tiempo en unos y otros corrillos saludando y respondiendo a sus preguntas. Hasta que en un momento de distracción en el que iba en busca de alguien que le sirviera algo de beber, notó como una mano femenina le tiraba del brazo llevándoselo hasta un rincón más apartado. Era Magdalena, que le miraba con aquellos ojos suyos tan limpios y llenos de pasión y de vida.

      —Mi padre me ha contado lo de nuestro compromiso —le susurró al oído mientras le sonreía.

      —Sí, ya lo sé —dijo él en un tono más distante.

      —¿Es que no te alegras? —le preguntó ella con cierta extrañeza.

      —Claro que me alegro.

      —Cualquiera lo diría.

      —Es solo que… ¿no crees que somos aún un poco jóvenes para casarnos? —se atrevió a preguntarle.

      —Ya no soy una niña Salvador, por eso no tienes que preocuparte.

      —No, no es eso —dijo Salvador completamente ruborizado—. Es que, verás, debo decirte que está próximo mi ingreso en la universidad, eso me restará mucho tiempo. Aparte de que todavía me queda mucho por aprender al lado de mi padre y de mi tío.

      Ella no pudo evitar su decepción.

      —No te aflijas Magdalena, mi compromiso es firme —dijo tratando de animarla—. Pero entiéndeme, es mejor que llevemos las cosas con calma y no nos precipitemos, es la mejor forma de hacerlo.

      —Entonces, cuando estés preparado, ¿correrás a mis brazos? ¿Querrás casarte conmigo? ¿Reservarás para mí ese honor? Dime que sí por favor, te lo suplico —le decía ella insistentemente.

      —Claro que sí, eso nunca lo he dudado Magdalena, pero creo que será muy bueno para los dos empezar más despacio. Podríamos aprovechar el tiempo para conocernos un poco mejor, ¿no crees?

      —¡Eso sería maravilloso! Desde luego no dejes nunca de venir a visitarme. Sé que eres un hombre muy ocupado pero, por favor, regálame todo el tiempo del que puedas disponer.

      Él asintió deleitado. Vaya, pensó Salvador, apenas acabo de prometerme y ya la tengo entregada, eso sí que es empezar con buen pie.

      —No te entretengo más, siempre te estaré aquí esperando Salvador, me tendrás a tu disposición cuando quieras.

      Y sin decir nada más le dedicó una sonrisa y se marchó en silencio tan parsimoniosa como había llegado; Salvador en cambio tuvo que esperar unos segundos para reponerse, estaba totalmente obnubilado.

       3. SEBASTIÁN

       I

      El pequeño pueblo de Gilet, en el valle del Palancia, se asentaba sobre las estribaciones de las serranías de Porta Coeli y Náquera muy cerca ya de Murviedro, la histórica ciudad donde el río se encontraba con el mar. Aunque no muy conocido ni afamado lugar, se hallaba en un lugar privilegiado por ser una verdadera encrucijada de caminos. Unos unían Murviedro con el resto del valle para llegar a los cercanos municipios de Albalat, Estivella o Torres Torres; mientras otros caminos más difíciles y empinados subían al interior de la sierra conectando a su vez con pequeños pueblos como Segart, Náquera o Serra. Las casas y calles de Gilet surcaban desordenadamente la ladera de un pequeño cerro rodeado por dos barrancos: el del Xocainet y el de la Maladitxa. Se trataba de unas ramblas rocosas y agrestes que bajaban directamente de la montaña e iban a desaguar el agua de la lluvia en la próxima ribera del río Palancia.

      Este pueblecito de calles empinadas, casas encaladas, tierra rojiza y recodos rocosos era el hogar de Teresa, una muchacha joven de veinte pocos años que trabajaba como sirvienta para el marqués de Llançol. Su amiga y compañera Enriqueta llevaba varios días muy preocupada por ella. A pesar de su juventud, desde hacía unos años sufría unos dolorosos ataques de reuma que no dejaban de martirizarla. Y aunque los episodios más graves en ocasiones la obligaban a guardar reposo durante semanas, ella siempre trataba de sobreponerse. Había aprendido a convivir con el dolor y la mayoría de las veces hacía de tripas corazón y se esforzaba al máximo para cumplir sus obligaciones, aunque con ello se expusiera a recaídas más fuertes.

      De alguna forma u otra siempre lograba salir adelante, “la


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