Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros


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Parecía que había logrado cortar la hemorragia, y era lógico que se hubiera quedado sin fuerzas en una situación así. Pero no le gustaba nada cómo su rostro se iba desfigurando poco a poco con el paso de los minutos y su respiración se hacía lenta y pesada, sabía que algo iba mal. Se acercó a Enriqueta y le miró con rostro serio.

      —Lo siento Enriqueta, pero Teresa se está poniendo muy mal. Tendría que verla el médico cuanto antes.

      Enriqueta la miró desconcertada, como si lo que le acabara de pedir fuera una quimera absurda, pero evidentemente había que conseguirlo.

      —Está bien. Espero no tardar mucho.

      —Ve a casa del doctor Román —le dijo cuando ya salía por la puerta—, dile que soy yo quien le manda venir.

      Salió de allí disparada corriendo calle abajo. A pesar de la oscuridad, Enriqueta avanzaba a grandes saltos muy deprisa y a punto estuvo de tropezar varias veces. Cuando alcanzó la puerta de la casa del médico, se apoyó en la pared para recuperar un poco el aliento y empezó a golpear la puerta con fuerza. Aguardó un poco, pero el silencio de la noche y el ladrido lejano de unos perros fue todo lo que obtuvo por respuesta. Al poco volvió a llamar.

      —¡Doctor Román! ¡Abra por favor! —gritó.

      Escuchó de pronto un ruido que provenía de la casa de enfrente. Una mujer abrió una pequeña ventana, asomó la cabeza y se la quedó mirando.

      —¿Está el médico en casa? —le preguntó Enriqueta.

      —Que yo sepa no ha salido. ¿Qué te pasa, eres tú la enferma?

      —No, yo no señora Pilar, es mi compañera en casa de los Llançol. Acaba de dar a luz y está muy débil.

      —¿Hablas de Teresa, verdad?

      Enriqueta asintió con la cabeza.

      —Sigue insistiendo, que al final saldrá.

      Y cerró la ventana dejándola de nuevo allí sola frente a la puerta. Golpeó con insistencia una vez más y a continuación, ya desesperada, pegó la oreja a la madera. Parecía que se oían unas voces lejanas en el interior y luego unos pasos que se acercaban, con gran alivio se retiró un palmo de la entrada y esperó. La pesada puerta se abrió y por ella asomó Dolors, la mujer del médico.

      —¿Se puede saber a qué viene este alboroto? —preguntó indignada.

      —Me mandan llamar al médico. Tiene que venir, rápido, mi amiga Teresa se ha desmayado —balbuceaba Enriqueta.

      —¿Qué? ¿Pero cómo te atreves a molestar a estas horas?

      —Escúcheme por favor, de verdad que está muy mal. La señora Flora ha dicho que tiene que verla un médico enseguida —insistió Enriqueta.

      —¡Pues que venga mañana por la mañana a una hora decente como todo el mundo! –respondió ella cortante y seca.

      Enriqueta no daba crédito, aquella mujer no entendía nada. Desesperada, se echó a llorar y se le acercó aún más, implorando.

      —Por Dios señora. ¡Se lo ruego! ¡Ayúdenos!

      —¡Fuera de mi vista malcriada! —le espetó mientras la apartaba de ella.

      Dolors se la quitó de encima con un empujón y fue a cerrar la puerta, pero detrás de ella apareció el cuerpo menudo del doctor Román que se lo impidió para poder asomarse.

      —¿Qué sucede? —preguntó.

      —¡Ay, gracias a Dios! Señor Román tiene usted que venir a la casa del marqués, le necesitamos con urgencia.

      —¿Qué ha pasado?

      —Mi amiga Teresa acaba de dar a luz a un niño y se ha puesto muy mal, doña Flora pidió que le llamáramos. Está desmayada en la cama —le explicó como pudo entre lágrimas.

      El médico conocía el estado de Teresa, la había tratado una vez de su dolorosa enfermedad y vio en Enriqueta el rostro de la desesperación, de modo que supuso que de verdad se trataría de algo muy grave.

      —Está bien —accedió—. Espérame aquí, enseguida vuelvo.

      —Pero qué… ¿no hablarás en serio? —bramó su mujer.

      Él la ignoró y fue a prepararse como había dicho. Dolors fue tras él, refunfuñando.

      —¿Qué harás después cuando te digan que no pueden pagarte? Estos desgraciados siempre hacen lo mismo. Siempre igual, siempre igual… ¡que cruz Señor! —le recriminaba a su marido.

      El médico salió al poco habiéndose adecentado y portando su maletín de trabajo. Los dos conocían bien el camino, de modo que se dirigieron rápidamente a su destino calle arriba caminando en silencio.

      La estrecha habitación en la que Teresa había dado a luz se había quedado un poco pequeña. Un grupo de vecinas y otras sirvientas de la casa se habían congregado en un rincón y rezaban en silencio junto al cura Natalio, que también había aparecido por allí. Teresa seguía tendida en la cama y Flora estaba sentada en una silla junto a ella, con la cabeza hundida y juntas las manos en señal de oración. El ánimo de los presentes era desolador.

      —Gracias a Dios doctor, menos mal que ha venido. Tiene que hacer algo, no reacciona —le dijo Flora.

      El médico se tomó su tiempo para examinar a la paciente y habló un poco con Flora sobre cómo había ido el parto y había ido ocurriendo todo. Finalmente su conclusión no fue nada halagüeña.

      —Lo siento mucho —les comunicó—. Su cuerpo está muy débil, no responde, se está enfriando lentamente.

      —¿Es que no se puede hacer nada?

      —Me temo que no. En otras condiciones se le podría haber practicado una sangría, tratando de que expulsara esos humores negros que la consumen. Pero puesto que ya ha perdido mucha sangre en el parto no creo que sea lo más prudente. Siento decírselo, pero hay que prepararse para lo peor. Solo un milagro podría salvarla.

      —¡Qué desgracia doctor! ¿Qué va a ser de este pobre niño? —le decía Enriqueta acongojada.

      Mientras las mujeres intercambiaban todo tipo de lamentos de la misma índole, Flora alzó la voz sobre todas ellas.

      —¡Silencio! ¡Callad un momento! Parece que vuelve a abrir los ojos. Traerle a su hijo para que esté cerca de él mientras esté despierta.

      Enriqueta se lo acercó situándose con él a su lado, Teresa no tenía fuerzas para sujetarlo pero pareció satisfecha con poder verlo. Para sorpresa de todos, pronunció unas palabras aparentemente plena de consciencia y convencimiento.

      —Debes llevárselo a mi hermano.

      Enriqueta se quedó callada mirándola fijamente, asimilando lo que acababa de escuchar.

      —¿Al niño? ¿Quieres que lo llevemos con él al monasterio?

      Teresa asintió.

      —¿Estás segura?

      —Prométeme que lo harás así. Por favor.

      Su rotundidad dejó atónitos a todos.

      —Prométemelo —repitió.

      —Te lo prometo Teresa, pero no malgastes energías con eso. Descansa ahora y saca fuerzas para cuidar de tu hijo.

      Después de aquello Teresa cerró los ojos y volvió a sumirse en un profundo sueño del que nada parecía capaz de sacarla ya. En vista de la situación, el sacerdote le dio la extremaunción y durante un rato más se prolongaron los rezos e invocaciones a la gracia divina, pero desgraciadamente el milagro no llegó. Al cabo de dos horas se certificó su muerte y solo un grupo muy reducido de vecinos y allegados permaneció en la habitación velando el cadáver. La tragedia fue un terrible mazazo para todas las mujeres del servicio que la conocían, pero sobre todo para Enriqueta, que por más que


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