Historial de navegación. Carlos Araya
cómo el viento me golpea tras esa otra piel, tras esa boca roja; siento el olor de Sandra desparramado por el automóvil. Uno, dos, tres segundos antes del impacto solo uno de nosotros gritó. Recuerdo mis ojos con sangre y una mano, una mano que se contrae y rasguña, golpea, quiebra un vidrio y de pronto se queda inmóvil en el suelo. Un ojo rojo y las estrellas. Un cuerpo eyectado. Una mano en el desierto de Atacama. Sandra. Un pecho sobre el volante. Cables de alta tensión en cortocircuito por mis brazos. Manos sintiendo la temperatura del pavimento del norte de Chile. ¿Qué hiciste, Lisandro? Aire caliente que parece agua hirviendo sobre las carreteras. Arterias o ríos que se desbordan y sus brazos de chilena sobre el suelo. Pelo entre la tierra. Saliva. Lisandro. Sandra. Ojo rojo que imprime las últimas fotografías de un rollo vencido. El asfalto cubre el desierto. El metal abollado lo cubre a él. Las estrellas la cubren a ella. La sangre me cubre a mí. Pienso en los bordes de ese sobre con su nombre cubierto con la saliva de ambos. Amanece y la camanchaca nos cubre a todos.
Después del proceso judicial dejamos de vernos. Ninguno de los dos fue al funeral y el tiempo siguió su curso. Solo me quedé con «El verano más caluroso de la historia», uno de los cuentos que Lisandro escribió en la casa de Sandra. A veces lo leo y lo reescribo mentalmente. Hace algunos años me dijeron que Lisandro se había subido a un poste de luz y que los bomberos tuvieron que bajarlo; él dijo que quería escuchar cómo sonaba la corriente. Supe que años después se fue a estudiar a Santiago, pero tras unos meses dejó de ir a clases. Solo tomaba, iba a leer a una biblioteca cercana al metro Cal y Canto o pasaba las horas caminando por el puente de calle Huérfanos, cerca de la pieza que arrendaba en el metro Santa Ana. Miraba a las personas que entraban al Registro Civil, los fotógrafos tamaño carné, los deportistas que madrugaban o los vagones del metro perdiéndose con la luz de la tarde. Fue a todas las marchas estudiantiles que se hicieron. A veces iba a los bares y bebía con desconocidos para decirles que era de Calama, una palabra que le daba poderes especiales, porque haber nacido y crecido aquí lo hacían sentir el tipo más poderoso del mundo, aunque lo miraran como si viniera de un basurero. Era un pasaporte para no tenerle miedo a nada, pero la dueña de la pensión llamó a sus padres y tuvieron que ir a buscarlo antes de que terminara el año.
Él baja la velocidad y se arrima al borde de la carretera. Quiero contarle tantas cosas pero vemos la marca sobre el asfalto. Es difícil creer que sean las huellas de esa misma noche y que hayan durado tantos años en el piso. Pienso a ratos que voy a encontrar esa máscara de la boca roja que me robé en el servicentro. Junto a nosotros pasa un automóvil que se acerca al cruce para desviarse a Tocopilla. En su techo flamea un plástico celeste que filtra el sol del atardecer. Me gustaría tener la cámara en mis manos para capturar esa imagen. Lisandro detiene el motor y nos quedamos sin decir nada. Me quedo al interior del auto. Lisandro se baja y camina con lentitud. Sabe que aquí sucedió todo. Lo veo recogiendo un pedazo de vidrio mientras el viento juega con su ropa. El sol se refleja en el vidrio. Él refleja parte de la luz e ilumina el pavimento.
Tenemos hambre pero seguimos hasta la casa de la niña ojos de coyote. Lisandro se asegura de que es la dirección correcta y nos detenemos algunos metros antes de llegar. Esperamos por horas. Me quedo dormido varias veces con la botella en la mano. Lisandro me dice que, desde el acci- dente, todos los años le envía un regalo para su cumpleaños. También me dice que él cree que, cuando murió Sandra, ella estaba embarazada, que él o yo podríamos haber sido padres. Yo no le creo, ella me lo hubiera dicho. Me vuelvo a quedar dormido, sueño con el rostro de mi abuelo y con un zorro de cobre; el regalo que mi padre me dejó bajo la almohada antes de irse, cuando cumplí siete años.
Lisandro me despierta y la vemos salir junto a un anciano. Dice que se parece mucho a Sandra, pero no es- toy de acuerdo. Adolescente ojos de coyote; ojos hermosos y terribles. Tiene el pelo teñido de rojo y viste shorts de mezclilla. Él abre la puerta del automóvil aunque solo baja los pies. La calle aún tiene barro seco acumulado que dejó el último aluvión. Lisandro presiona la tierra suelta que se escapa por el aire. Quiero decirle que esa es una gran imagen; la tierra nos sigue a todas partes. La adolescente se aleja junto al anciano. Lisandro entra al automóvil pero no cierra la puerta, me dice que tal vez hubiera sido un buen padre. Cierro la botella y ya no vuelvo a tomar. Lisandro enciende el motor del automóvil. Cuando está a punto de presionar el acelerador, y mientras la luz del atardecer lentamente nos cubre a todos, le pregunto si recuerda la última película que vimos juntos, en el Cine Municipal de Calama, ese último verano.
Fernando Jopia
Veo un tatuaje de carreteras sobre el desierto. Veo la som- bra de las nubes sobre la tierra. Imagino una turbina consumida por el fuego con todo el viento a su favor. De pronto escucho la voz aguda de alguien que me habla. Mi compañero de asiento que viene desde Santiago me hace varias preguntas. Después de un rato le digo que si quiere trabajar en Australia debe cuidarse la espalda y buscar bien; es mejor sacar frutas como naranjas desde los árboles que tomates del suelo. Ni yo ni mi madre lo supimos desde el principio y eso nos pasó la cuenta.
Se abren las pantallas donde reproducen una serie inglesa de humor silencioso que no me hace reír. Él se duerme y no volvemos a hablar en todo el viaje. Me aburro y desbloqueo mi celular, veo las fotografías que tomé durante el año, me quedo dormido mirando una pista de patinaje sobre hielo descongelada por el calor. Tras dos minutos mi celular se vuelve a bloquear. Cuando sobrevolamos un parque eólico en las afueras de Calama, el piloto anuncia que estamos prontos a aterrizar. A lo lejos un bloque de humo asciende desde la mina de Chuquicamata.
Era la primera vez que hablaba con la nueva mujer de mi papá. No me dijo muchas cosas, lo justo y necesario para entender la noticia, tal vez porque yo fui algo cortante y ella se puso nerviosa. Le dije que no podía viajar de inmediato pero que apenas pudiera lo haría. Tras varios días recordé la voz y el silbido de una niña que se escuchaba al fondo, creo que al final de un pasillo o en una sala grande que producía reverberación. A mi padre no lo veo desde que me fui con mi mamá a trabajar a otro continente. Nos borramos del mapa, no llamamos a nadie. Él dejó de ser mi padre y yo su hijo. Mi madre tardó meses en recuperarse de lo que él le provocó.
Bajo por la loza del aeropuerto del Loa, me detengo un momento y con mi cuerpo resisto el viento que intenta llevarme hacia el desierto. Espero mi pequeña maleta de equipaje y tomo un taxi. Veo el rostro de las personas que pasan a mi alrededor, no logro reconocer a nadie.
En el camino a la ciudad, vuelvo a ver la sombra de las nubes sobre la tierra. Las aguas del río Loa a punto de rebalsar las compuertas que lo contienen; tal vez me encuentre con los únicos días de lluvia del año.
Pienso en la voz de esa niña a lo lejos al hablar por teléfono con la mujer de mi padre. Trato de ponerle algún nombre, desbloqueo mi celular, veo mi agenda telefónica, pero no encuentro nada que se corresponda a esa voz.
Arriendo una habitación en una residencial en la calle Sotomayor. Me acuesto sobre el cobertor con diseños orales en una cama de plaza y media. Flecto las rodillas para que los músculos de mi espalda se elonguen. Respiro profundo. Giro las caderas en ambos sentidos y el dolor se va. Me quedo dormido mientras a lo lejos escucho la voz de un hombre, con acento colombiano, que canta una canción que no reconozco, pero me gusta.
Recibo varias llamadas: de mi madre, de la nueva mujer de mi padre y de un número desconocido. No contesto ninguna. Los dulces de frambuesa que me dieron en el avión me irritan la lengua, pero sigo buscando su sabor. Estoy cansado de viajar y mientras intento tomar la decisión de levantarme me quedo dormido; sueño con el aire encerrado al interior de una bolsa de plástico celeste que vuela por el desierto.
Suena nuevamente el celular y esta vez decido apagarlo. Enciendo mi notebook y reviso si alguna película se alcanzó a bajar. Busco los subtítulos. Los descargo y los pruebo. Están corridos por algunos segundos, las palabras aparecen cuando los personajes guardan silencio. Los dejó así y veo los primeros diez minutos de la película, deslizo la barra de tiempo hacia cualquier lugar; padre e hijo recorren las calles de Taipéi.
Reviso mi correo electrónico y busco una dirección en Google. Ingreso al mapa y voy