Historial de navegación. Carlos Araya

Historial de navegación - Carlos Araya


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era niño. Veo las líneas del tren que hacían temblar la casa de mis abuelos los domingos, mientras veíamos La isla de la fantasía, después de recoger pedazos de paredes demolidas entre la maleza y usarlas como tiza; dibujos de nuestros cuerpos sobre el poco asfalto que quedaba sobre la tierra. Veo la distancia que recorrimos con mis amigos a la esta religiosa de Ayquina. Me pregunto para qué caminamos tanto desierto si no creíamos en dios ni en la virgen. A veces pienso que era para probar la resistencia: de nuestras piernas, de nuestra amistad, de nuestra tolerancia al alcohol, de nuestra soledad enfrentada a la naturaleza. Veo la casa del exmilitar que, según algunos vecinos, había sido parte de la Caravana de la Muerte. Veo la cancha de fútbol donde me agarré a combos en el hocico por primera vez cuando me gritaron huacho, la misma cancha donde Andrés Wood nos formó como milicos para buscar niños morenos que protagonizaran su película Historias de fútbol. Reconozco la casa donde vivían las hermanas Carrizo y la esquina de las calles Alpaca con Paula Jaraquemada, donde vi la reconstitución de escena del asesinato de un vecino. Veo mi escuela y las paredes que trepábamos para fugarnos e ir a jugar a un pool que quedaba sobre un restaurante chino en calle Vargas con Abaroa. Ahí está la casa del Lokoto, cine de terror a quinientos pesos durante el día y toples durante la noche. También aparece el estadio de fútbol donde vi salir campeón a Cobreloa el año 92. Veo la esquina, cerca de la plaza, donde conocí a la mujer de la que enamoré por primera vez y que aún no puedo olvidar.

      Aparece el monolito de Topáter donde hubo un combate de la guerra del Pací co y donde mi madre me enseñó a andar en bicicleta. Miro el camino que hay entre la ciudad y la cascada del río Loa. Veo el lugar donde mi padre, en una visita dominical, me enseñó que las cosas más importantes de la vida se hablan compartiendo al menos un litro de cerveza. Allí también me enseñó a silbar. Voy al otro lado del mapa y busco el lugar exacto donde encontraron el cuerpo de mi padre. Solo hay diferentes tonalidades de color café y carreteras que parecen, otra vez, un tatuaje sobre el desierto. Lo marco con un clip virtual. Hago clic en guardar. Título: «La muerte de mi padre». Dejo vacía la descripción. Hago un ticket en la opción público. (Comparte con todo el mundo. Este mapa se publicará en los resultados de las búsquedas y en los per les de los usuarios). Finalizar, me pregunta. Hago clic ahí.

       Me acuesto y vuelvo a realizar los ejercicios para mi espalda; respiro profundo. Enciendo mi celular y llamo por teléfono a la mujer de mi padre, que se demora en contestar. Me da con anza, incluso creo que al escuchar mi voz sonríe. Nos ponemos de acuerdo y me voy caminando hasta su casa. Unas gotas de lluvia me mojan la cara y trato de alcanzar algunas para aplacar la sed. Me paso las manos por el pelo y por la cara. A lo lejos veo a un grupo de niños que pedalean en sus bicicletas a toda velocidad bajo la lluvia, que ahora cae con más fuerza.

       Al llegar veo a esa niña jugando fútbol en un PlaySta- tion en medio del living repleto de plantas y enredaderas. Me mira y me saluda de reojo como si me conociera desde siempre. Julia, la mujer de mi padre, me abraza y creo que yo también lo hago. En el oído me susurra que me parezco mucho a él. Me siento antes de que ella lo ofrezca. Me invita a pasar a la pieza de mi padre donde él componía huesos. Dice que allí están las libretas de apuntes y el computador en el que escribía. Demoro la respuesta y hago un gesto cínico de a rmación, mientras le pido un vaso de agua.

       La veo jamente mientras Julia camina por un largo pasillo en penumbra. Pienso que tal vez esa niña conoce a mi papá más de lo que yo pude hacerlo en años. Me acerco y veo cómo uno de sus laterales lleva la pelota a toda velo- cidad. Tiene su mirada y no necesito saber su apellido. Le pregunto si lo extraña, ella me dice que sí, que lo extraña mucho. No me mira y hace un gesto de esfuerzo mientras intenta disparar al arco. Ahora ella me pregunta si yo lo extraño. Guardo silencio y después de un rato le digo que sí, mucho, aunque de una manera diferente. Pienso en cómo explicarle que, cuando pensamos en él, ambos visualizamos a un hombre corpulento, terco, de un pelo cano precoz y una voz ronca que nunca pasaba desapercibida, pero que en el fondo ella y yo conocimos a dos padres diferentes. Al nal no le digo nada, tal vez cuando crezca lo pueda entender. No, mentira. Le quiero preguntar si él le alcanzó a enseñar a silbar y cómo se habla de las cosas importantes de la vida, pero solo le pregunto si le gusta jugar al fútbol. Ella me dice que no, que es muy mala y que siempre la dejan al arco. Mi hermana vuelve al ataque y dispara. Me mira a los ojos y ambos celebramos el gol.

      Matt y Emily Lekker

      DSC04161.jpg:

       Encuentro el foco. En primer término y al centro, está Emily que camina por el valle de la Luna. El tercio inferior de la imagen está ocupado por una franja del desierto. No se alcanzan a visualizar los moretones en su piel. Si ella hubiera decidido girar, yo solo habría visto parte de su cara bajo la capucha de algodón. Algunas hebras de su cabello pelirrojo se resisten a la corriente de aire que hace volar un papel higiénico que cayó de mi bolsillo. Al fondo, el cielo se cierra. Los rayos de luz que logran traspasar las nubes y la tierra en suspensión se ltran por el lente de mi cámara.

      (Tengo mis brazos insolados y siento su temperatura con los dedos. No sé por qué eso me recuerda a mi papito. Miro la super cie del lente y lo soplo para sacarle la suciedad; el vapor de mi aliento se desvanece hasta desaparecer. Bloqueo la pantalla de la cámara fotográ ca, me acerco al visor y cierro uno de mis ojos. Encuadro, reviso la exposición de la luz y presiono el botón del obturador. Me alejo hasta quedar de espaldas a ella. Emily no se da cuenta y sigue caminando hasta perderse al fondo del desierto).

      DSC04168.jpg:

       Una pareja de adolescentes de la zona se bañan en el río. En primer término, los restos de agua aceitosa y color tornasol, mientras que al fondo aparecen sus cuerpos a contraluz. El tiempo de obturación hace que el movimiento de sus manos al jugar se convierta en una estela borrosa, que funde su piel con la corriente del río, una estela que teje sus cabellos al acercarse. Un pez enredado en una bolsa de plástico flota sobre el agua.

      (Emily no vuelve. Camino hacia el punto donde dejé de verla. No hay rastros de ella y decido quedarme ahí. Espero dos horas más, me saco los audífonos y quedan colgando. Una banda sonora que bajé desde e Pirate Bay apenas se escucha sobre mi pecho. El cielo vuelve a cerrarse. La llovizna se acrecienta y se forman pequeños riachuelos sobre el piso. Oscurece y el regreso al pueblo me deja toda la ropa mojada. Debería realizar una denuncia en Carabineros pero guardo silencio. Primero miro las estrellas por la ventana y luego me jo en las manchas de agua seca que hay sobre el piso. Intento dormir mientras toco con los dedos la textura de mis brazos insolados. Me doy vuelta y, cuando mis ojos se acostumbran a la oscuridad, reconozco el cepillo de dientes de Emily; las cerdas desgastadas apenas se iluminan por una luz uorescente que viene desde lejos).

      DSC04171.jpg:

       Un atardecer en gran angular. Todo a foco y bien expuesto. Las líneas paralelas del paisaje se deforman. Una bicicleta en primer término. iso 200. No pude encontrar señales de ruido en la imagen. Al fondo una cadena de montañas y un pedazo del sol delinea sus bordes. El contorno de un hombre y una mujer de mediana edad se abrazan mutuamente. Recuerdo una imagen postal que vi en mi país; en el borde inferior del diseño decía: «We wait for you in Chile».

      (Intuyo el paisaje antes de llegar al lugar y me preparo. Cambio el lente en el baño. Mientras soplo la super cie con una válvula de aire, recuerdo el sueño que tuve anoche. Mi espalda estaba frente a la cámara, una piel cubriendo los músculos de un animal con sed o la textura de una piedra del agónico río Loa. El camino que marcaban mis vértebras nalizaba en un árbol que se resistía al viento sobre una montaña. Entre mi cuerpo de animal y las ramas del árbol en la cumbre, estaba Emily sonriendo, mientras miraba el camino que realizaba el sol sobre el desierto. De pronto aparecía mi papito que venía hacia nosotros pero, al darse cuenta de quiénes éramos, regresaba y se perdía a lo lejos. Ya amanecía con mucho frío y algunos rayos de luz se aproximaban cada vez más a su cuerpo. Yo me acercaba a Emily y le decía que nadie nos podría separar).

      DSC04176.jpg:

       En primer término, el rostro de una mujer mayor mira sus pasos sobre el camino; su cuerpo marca la tierra


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