Santidad, falsa santidad y posesiones demoniacas en Perú y Chile. René Millar

Santidad, falsa santidad y posesiones demoniacas en Perú y Chile - René Millar


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que llevaría al encuentro con la divinidad. La relación de ese principio con la santidad parece evidente y no requiere explicación. Menos clara es la correspondencia con la falsa santidad, pero no por eso inexistente. Quien era sindicado como un santo fraudulento, hacía todo lo posible por aparentar virtudes y gozo de carismas para que la sociedad lo considerara o validara como un elegido por Dios. Pero todavía más, en esos casos podía darse la curiosa situación de que no hubiese un embuste premeditado de parte del sujeto, el cual, por una reacción psicológica, se auto convencía de gozar de los favores divinos y que, efectivamente, entraba en comunicación con Él. La lógica de esa explicación desaparecería al incluir en el libro las posesiones demoníacas, que se asocian a acciones en las que el protagonista es el diablo, es decir, la encarnación del mal y el enemigo de la obra de Dios. Sin embargo, fue muy frecuente que la posesión involucrara a personas que pretendían llevar una vida virtuosa y alcanzar la santidad. El demonio atacaba con especial ímpetu a los hombres que más cerca estaban de Dios, como una manera de entorpecer su obra. Los trataba de engañar mientras rezaban, presentándoles imágenes o visiones falsas e incluso podía apoderarse de su cuerpo. En suma, en todo este tipo de situaciones, siempre estaba presente la idea de la búsqueda de la perfección espiritual, ya fuese de manera auténtica, fingida o inducida por circunstancias diversas.

      La aproximación histórica a estos temas ha alcanzado gran desarrollo, sobre todo desde la década de 1970 en adelante, asociado a los estudios de historia de las mentalidades e historia cultural. Y ha sido la historiografía francesa, italiana y anglosajona la que ha realizado los aportes más significativos en este campo. En ese sentido merecen destacarse las obras sobre la Edad Media que han tenido en André Vauchez a su autor más relevante y que han implicado logros valiosos desde el punto de vista metodológico y de las orientaciones temáticas. En las últimas dos décadas se ha producido una verdadera explosión en los estudios sobre santidad, de la mano no sólo de franceses sino también de historiadores italianos y norteamericanos, los que han incursionado con sus trabajos hasta la Edad Moderna e incluso hasta la Época Contemporánea. En el caso italiano, aparte de la riqueza documental, ha influido como ente irradiador la École Française de Roma, dirigida durante varios años por André Vauchez y que a través de sus Mélanges, libros y coloquios contribuyó al desarrollo de ese tipo de cuestiones y estimuló la formación de nuevos especialistas. Por otra parte, el auge de los estudios sobre género en las universidades norteamericanas favoreció las investigaciones referentes a las místicas, visionarias y monjas, con énfasis en la utilización de las autobiografías y hagiografías como fuentes para conocer de sus experiencias, campo en el que no sólo han participado historiadores sino también especialistas en literatura.

      Desde aquellos medios académicos las investigaciones se han proyectado al ámbito geográfico y cultural hispano, cuestión bastante lógica por lo demás dada la relevancia y protagonismo que la región ha desempeñado en materia de espiritualidad y santidad. Como objeto de esos estudios no ha estado ausente la América Hispana colonial, aunque la mayoría de las aportaciones más relevantes han sido obra de historiadores extranjeros, principalmente norteamericanos. Con todo, en México existe un núcleo importante de investigadores, entre los que sobresalen Antonio García Rubial, Josefina Muriel, Rosalva Loreto y Manuel Ramos Medina. Para el caso peruano también es posible mencionar autores con contribuciones valiosas en este campo, como es el caso de Ramón Mujica Pinilla, Fernando Iwasaki, Luis Miguel Glave, Luis Millones y el padre Armando Nieto. En nuestro país no ha existido un mayor interés historiográfico por esta temática, posiblemente como consecuencia de las pocas postulaciones a la beatificación de residentes en estas tierras durante el período español, con todo lo que eso implica, incluyendo las limitaciones de fuentes. No obstante, en el último tiempo, los escritos de monjas han motivado a algunas especialistas en literatura y lingüística a trabajar materias relacionadas con la santidad, a lo que se agrega el interés por las primeras canonizaciones de candidatos chilenos. Pero lo cierto es que, en parte por los inconvenientes indicados, sumados a las experiencias académicas personales, varios de quienes aquí nos preocupamos por estas cuestiones centramos nuestras investigaciones de manera preferente en otros espacios geográficos, como ocurre con Celia Cussen y, en parte, con Alejandra Araya, a las que habría que agregar a María Eugenia Góngora, con sus aportaciones desde la literatura.

      En nuestro caso, llegamos a los estudios sobre santidad a partir de las investigaciones que realizábamos sobre la Inquisición de Lima. Fue en los legajos de dicho tribunal donde encontramos información sobre las mujeres que en la década de 1620 fueron acusadas de ilusas, falsas visionarias y sospechosas de iluminismo. La documentación inquisitorial, como podrá apreciarse en los diversos capítulos del libro, constituye una fuente muy importante para el estudio de la falsa santidad, las posesiones demoníacas e incluso aspectos relacionados con la auténtica santidad, aunque esta última cuestión debe rastrearse de manera preferente en otro tipo de fuentes. En este sentido son fundamentales todos los documentos generados por los procesos de beatificación y canonización que se encuentran tanto en los archivos de los arzobispados en donde se genera la causa, como en los archivos vaticanos. A eso se agregan las hagiografías escritas sobre personas que vivieron y murieron con fama de santidad.

      La santidad es un concepto que ha ido variando en el tiempo. En la etapa inicial del cristianismo, el santo era el mártir, es decir, quien entregaba la vida por Jesucristo. A medida que se avanza en el tiempo, en la Alta Edad Media, muchos de los nuevos santos serán obispos, príncipes y reyes. Estos últimos gozaban de diversos dones, siendo los taumatúrgicos los más valorados, lo que coincidió con una sacralización del poder. Los primeros llegan a ser venerados por su gestión como prelados, pero también por defender muchas veces con su vida la labor en el cargo. En la Baja Edad Media, obtendrán el reconocimiento de la Iglesia algunos eremitas y numerosos religiosos pertenecientes a las órdenes monásticas. También, alcanzarán la santidad religiosos de las nuevas órdenes mendicantes y mujeres de las órdenes femeninas. Como se puede apreciar, los modelos fueron cambiando de acuerdo a la evolución institucional de la Iglesia y de la sociedad en la que se asentaban. Primero fueron las comunidades locales de fieles las que determinaban quién era santo; más tarde intervendrán los obispos, que tratarán de controlar ese proceso, hasta que finalmente el papado, en un largo camino, buscará monopolizarlo, dictando normas generales, institucionalizando la manera en que se creaba un santo y dando pautas acerca de los requisitos que debería reunir.

      Esta fase de centralización de la santidad por el papado es la que se corresponde con el período y los casos que nosotros estudiamos. Pero el concepto de santidad que está presente en el mundo hispano es resultado no sólo de las políticas de la Santa Sede, sino también de los criterios e ideas que los fieles se habían formado, producto de influencias varias, acerca de lo que entendían por un santo. En América, en el siglo XVII, y también en Europa desde la Edad Media, el santo era antes que nada un intercesor ante Dios, un hacedor de milagros, es decir, se lo valoraba como alguien que gozaba de dones sobrenaturales. La Santa Sede tratará de aminorar la importancia de lo milagroso, enfatizando el ejercicio heroico de las virtudes; quiere que se aprecie el esfuerzo individual por acercarse al modelo de vida que era Cristo. Con todo, esa política, que se impulsó desde la Baja Edad Media, favorecerá un tipo de prácticas ascéticas y mortificadoras, que tampoco implicó una mengua en la valoración de lo sobrenatural.

      Mientras en el siglo XVII la Santa Sede hacía lo posible para que el santo fuese alguien más “humano” y factible de ser imitado por los fieles, en Perú, los modelos que inspiraban a los fieles continuaron siendo los tradicionales, es decir, los santos milagreros y auto mortificadores en grado extremo. Contribuyó a esta realidad de la santidad virreinal, el éxito que aquí tuvo la espiritualidad de tipo místico que llevaba asociada la generación de milagros, como las visiones, revelaciones y locuciones. Eran numerosos los fieles que, animados en la búsqueda de la perfección y en el encuentro con Dios, practicaban la oración contemplativa y decían llegar a la fase unitiva, el nivel más alto que se podía lograr. Varios hombres y mujeres del Perú de la época alcanzaron, efectivamente, ese grado y al mismo tiempo gozaron de otros dones o carismas y cumplieron heroicamente con las virtudes cristianas, lo que hizo que fuesen postulados a la santidad y sus causas no sólo se acogieron, sino que evolucionaron de manera positiva. Pero también, en la medida que el disfrutar de fama de santidad daba réditos tanto sociales como económicos,


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