La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén


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pulgas y era mejor andarle de lejos. Cuando llevase un solo dado o ninguno, que era lo más atípico, podía acercarme a él sin temor. Definitivamente, era el muro de contención que debía ganar para mi causa. En cuanto a sus subalternos, don José de Casasola y Córdoba y don José Mier de Cevallos, eran estos buenos y honrados militares de la Península, a cargo de la defensa y la administración marcial en nombre del Gobernador. Más allá de eso, poco que decir salvo que como todos buscaban el alivio económico o el ascenso castrense que les pudiera asegurar su futuro, a una edad en la que las buenas oportunidades iban siendo engullidas por los más jóvenes y de buena cuna, comprados los títulos y los puestos aunque fuese a punta de carretones de cacao.

      Y por último estaba mi severo fray Anselmo de Noguera y Moragues. Catalán de origen, había hecho su noviciado en el convento valenciano de la Corona de Cristo, donde obtuvo las órdenes como franciscano recoleto. Contumaz admirador de la cultura gala y el idioma francés, el cual hablaba a la perfección por sus constantes viajes a los monasterios franciscanos a ambos lados de los Pirineos, también había sido por años guardián adjunto en el convento de San Miguel de Escornalbou y responsable de la difusión de la orden minorita. Dicha afinidad, impensable durante el reino del Hechizado, tomaba carta de ciudadanía con el ascenso del Borbón, de quien era súbdito devotísimo y acérrimo partidario del centralismo que pregonaba, en detrimento de los fueros que tan celosamente defendían sus paisanos catalanes. Al igual que Mestanza, era un austero defensor del orden y el estatuto, del código y del precepto; veía en el despotismo borbónico la forma de salvaguardar a los mismos de la plétora de autonomías que hacían de la Península un frágil mosaico de nacionalidades sin alma común, sin músculo para defender la fe católica, que era, a sus ojos, la principal razón de ser del Imperio.

      Tras múltiples choques con sus hermanos y compatriotas por tan peligrosas ideas, en un momento en que ni por asomo se presagiaba la llegada de un francés al trono ibérico, llegó el vehemente y severo religioso a la conclusión de que nada hacía en su patria y se dejó convencer por un grupo de frailes, de quienes había sido formador en su convento de origen, comunicándoles su santo celo, de hacer las Indias en el plano espiritual. Proa pues a América. Agradecidos por sus extraordinarios servicios en la revitalización de la diócesis franciscana en tierras catalanas y por su afán de colaborar con la evangelización de las Indias Occidentales, –en un momento en que la misma se le escapaba de los dedos a la Orden– sus superiores le encargaron el pequeño pero espléndido crucifijo que orlaba su pecho, con la consigna de legarlo a quien escogiese para continuar con la dirección de la obra misionera, cuando llegase el momento. Solo así se explicaba esa joya en la pechera del austero varón, hombre probo y severo de un frugal y altruista despotismo, que aplicaba a partes iguales en su faena como superior del Convento de Cartago y responsable de la evangelización en la cerril Talamanca.

      Convencido como estaba de conocer la verdad absoluta y de su autoridad para tomar a los demás de la mano sin pedir permiso y llevarles por la senda de la verdadera religión –fueran peninsulares, criollos, indios o mulatos–, representaba yo ante sus ojos la epítome de todo lo que más profundamente aborrecía. Un totalitario del espíritu, un padre benevolentemente déspota, pero capaz de morir de hambre con tal de alimentar al último indio de sus reducciones; el nuevo y entusiasta aire que él y los suyos le habían insuflado a la provincia en su obligación ante la Corona de ganar a Talamanca para el evangelio, le daban al solemne religioso mil títulos para hacer valer su opinión en la pequeña sociedad de mi tierra. Los hechos hablaban por sí mismos. Tres grandes misiones florecían en Talamanca, San José de Cabécar, San José Urinama y Chirripó, sin contar con la sólida reducción de Boruca, sobre el Mar del Sur y que pronto se reforzaría con nuevos indios bautizados provenientes de la cordillera y las tierras caribeñas al norte de ella. Sin lugar a dudas, él y Mestanza serían los dos aparejos del yugo que terminaría por aplastarme si no sabía anticipar sus movimientos con sagacidad.

      Y tuve, por último, el jocoso deleite de conocer a dos cholos más, íntimos de Juan Manuel y servidores también de Antonio y del Convento. Gil Castro Baldizón, de un extraordinario parecido con Juan Manuel y su concuño del alma, que tenía, igualmente, a su parentela en la reducción de Cot, pero pasaba la mayor parte del año en Cartago, difícilmente por exceso de afecto hacia su mujer, con la que no tenía hijos. Rasgaba el español con dejos de su jerigonza nativa, pero era igual de servicial, sumiso y creyencero. El otro era Emiliano Abranza, moreno bajo y grueso, de bigotes ralos que le sobresalían sobre la comisura de los labios y cuatro pelos ensortijados en la barbilla por toda pilosidad. Andaba siempre con un pañolete anudado a la cabeza y sobre este un enorme sombrero de paja, para protegerse del despiadado sol en los labrantíos que rodeaban a la reducción de Cot. A diferencia de los otros dos, era un hombre de familia en extremo casero, diestro en el manejo de varias de las lenguas indígenas, pero renuente a acompañar a los franciscanos en sus labores de misionaje, prefiriendo romperse el lomo sobre la pala y el azadón de madera. Taciturno, lúcido y circunspecto, daba la apariencia de una envidiable serenidad que en mucho me habría de servir en los agrestes recovecos de Talamanca.

      Por lo demás, mi tierra seguía siendo el mismo mundillo de dimes y diretes que recordaba. Únicas armas posibles contra el tedio de un paraje en lo que nada cambia, en el que las hojas del calendario se atascaban junto a las ruedas de los carretones de los maldicientes campesinos, en el fango de los incontables lodazales que los dilatados meses de lluvia dejaban a su paso por las plazas y callejas del villorrio. Y en cuanto al cholo Juan Manuel, más que servicial era sumamente entretenido. Creía devotamente y a pie juntillas que portaba yo mágicos poderes que tarde o temprano derramaría. A pesar de todas las reconvenciones en contra, insistía en llamarme usekara y a su manera fue el más fervoroso creyente de mi rango, el ungido por las montañas para transmitirme la iniciación secreta en aquella celda del agrietado convento recoleto, bajo las barbas mismas del Yahvé y sus celadores de hábito café oscuro. Cuando regresaba bostezando de los oficios religiosos, invariablemente volvía a la carga predicándome y machacándome la misteriosa condecoración, infantil forma de rebelarse ante el dogma de sus amos.

      Una noche en especial, fría y lúgubre como hálito de mal agüero, Juan Manuel, Gil Castro y Emiliano se quedaron a acompañarme, este último por lo tarde que era para volver a su reducción de Cot. Con una vela para los cuatro y hablando en voz queda, no me contuve la curiosidad y empecé con una burlona amonestación a la pleitesía que me rendían Juan Manuel y su cuñado.

      —¡Usekara, usekara, usekara! Juan Manuel, ¡te van a quemar vivo si te siguen oyendo diciéndome así! Ve que ellos ya tienen experiencia con eso de hacer fogatas… ¿Por qué me dicen así? ¿Qué cascos es un usekara?

      Juan Manuel me respondió animoso:

      —¡Usekara, patroncito, usekara! El usekara usa bastón y piedras mágicas. Eso le falta a usté, pero apenas tata cura se descuide, se las consigo, no se preocupe. El usekara se va a la montaña, a lo más cerrado de la selva, a un lugar hondo y oscuro y canta todo el día las canciones sagradas, las siwas’, y ayuna y se hace las marcas sagradas en la piel y a veces tiene que sufrir mucho. Y cuando Sibú considera que el usekara ya no está sucio y está listo, viene el espíritu de Sibú como un gran rayo con un gran fuego y se mete en él y le da fuerza y el usekara es ya un usekara y se hace Sibú. Y se vuelve como Sibú y tiene grandes poderes, que matarían a cualquier otro que no sea el usekara y puede tomar la forma de animal que quiera, danta, saíno, tigre, culebra, pero en especial tigre y culebra. Cuando va a la guerra, es un tigre. Cuando tiene que luchar contra los malos o castigar a los que pecan, prefiere la culebra.

      —¡Lento, lento! Sigo sin entender… ¿Qué es un usekara? ¿Y quién rayos es Sibú?

      —Usekara, Sibú es Dios, es el que mandó a hacer todo –terció en mi auxilio Gil Castro Baldizón–. Los bribris, los cabécares, éramos como semillas, nos trajo como semilla, de allá debajo de donde nace el sol, donde la gran culebra cuida la casa de Sibú…

      —¡Sí, sí, vinimos como semillas! –interrumpió entusiasmado Juan Manuel–. ¡Sibú trajo cuatro grupos de semillas, las ditsö́, y buscó un lugar justo debajo del sol, donde hubieran cuatro ríos! Trajo las semillas a Surayom, debajo del sol, antes de que este se moviera sobre las montañas…

      —De


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