La alquimia de la Bestia. Luis Diego Guillén

La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén


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cuatro semillas de ayote, cuatro pilones para apuntalar los ranchos y cuatro los animales en que se manifiesta Sibú –serpiente, jaguar, saíno y danta. Cuatro, cuatro, cuatro…

      Tonto de mí por creerlas inofensivas manías del rito. Tiempo tendría en las asaduras de Talamanca para darme cuenta de mi error. Después de todo, quizás sus ancestros hubiesen dado en el clavo. Me fascinaba la forma en que había logrado desdibujar esa difusa línea que separa al hombre de la selva, a la palabra humana del gruñido de la fiera. ¿Acaso nosotros no habíamos hecho propio ese mismo temor? ¿Cuántas veces nos salmodiaban desde el púlpito y el catecismo que Dios había proclamado el imperio del hombre sobre todos los animales en el libro del Génesis, al dotarlos de nombre y genealogía? ¿Y si no era más bien al revés? ¿Y si ellos, la frondosidad del boscaje, el espumoso hocico del jaguar, el torvo griterío del guacamayo, nos habían creado a nosotros? ¿Y si más bien no éramos nosotros una sombría extensión de las pesadillas con las que enrosca su sueño la serpiente, al digerir su presa?

      En nuestro fuero interno, aceptábamos la posibilidad de que la naturaleza nos cambiara de bando a su capricho, creando abortos del más impronunciable linaje, por el único placer de matar el rato. ¿Y qué sino eso era la furtiva dama de los bosques que aterraba a sus donjuanes sobre la grupa del jamelgo, con sus crines de caballo y sus mandíbulas fétidas de azufre? ¿O el mozalbete que por salvar a su madre de las iras etílicas de su padre se ganó una maldición que lo convirtió en un rastrero can de los Infiernos? ¿O las ciguapas, esas desnudas y exuberantes morenas con los pies invertidos, que en las montañas de la isla de La Española esperaban a los impúdicos labriegos que extraviaban para torturarlos lascivamente? ¿O la pobre madre espectral, asesina por hambre de su cría, condenada a vagar por la eternidad con sus patas de ave invertidas, cubriendo su rostro carcomido con un ancho sombrero de tule, comiendo la ceniza de los fogones en los patios y guiándose por el llanto nocturno de los recién nacidos, con el afán de alimentarlos con sus senos henchidos de leche y orlados de mortales hormigas venenosas? Uushi, pronunciaban con temor su nombre los teribes, ellos que sabían cómo infundir miedo y con el mismo temor la mencionaban en voz baja nuestros mayores y nuestros niños, aunque en lenguas diferentes… ¿Y qué era eso sino mi dulce Virgen, mi Señora de los Infiernos, ese despojo de lo que en vida había sido mi progenitora, lémur errante en la indefinible frontera que separa lo vivo de lo muerto, que me había acompañado en mis delirios desde Matina hasta Cartago y que volvería por mí en medio de las llamas en Talamanca?

      Este pueblo que queríamos maniatar lo había entendido desde el inicio: somos una mera continuación de las oscuras vísceras de las selvas, a las que tanto tememos. Tarde o temprano, la montaña dispondría de todos y cada uno de nosotros, tal y como al final hizo. Estábamos hechos de su barro, de su masa de maíz, del fermento de su chicha. ¿Qué iba a impedir que tarde o temprano reclamase en devolución lo que después de todo era suyo? Pero pensar que existiera tal posibilidad de permuta y que yo no contase con ese poder en mi alforja, me consumía de envidia. Parte por morbo, parte por evitar el aburrimiento y parte por probar, he de ser honesto, comencé a presidir en las noches y bajo silenciosas velas, conjuros susurrantes de espíritus ancestrales con Juan Manuel y Gil Castro, que accedieron fascinados a mis primeros conatos de chamán y usekara en bruto, mientras Juan Manuel pacientemente iba puliendo y rectificando mi libreto.

      Fue entonces cuando tuve la malhadada idea de participar a Antonio de esas jugarretas que los cholos se tomaban al pecho. Tendría toda mi vida, esta que ya pronto se me escapará por las vértebras del cuello, para arrepentirme de semejante estupidez. Fue en una opaca noche de contumaz neblina. Le dije a mi primo que tenía que hablar con él, una vez se hubiesen acostado todos en la capital. Juan Manuel escamoteó algunas candelas de la capilla del convento, en venganza por la reprimenda que le había dado fray Anselmo en su última confesión forzosa. Las pusimos sobre el suelo en círculo, encendidas justo para que entrara Antonio. Su rostro de niño se contrajo de miedo al ver aquello, pero su dócil y ciega fe en mí lo impulsó a hacerme caso. Haciendo gesticulaciones que, imaginaba yo en mi perversa imbecilidad, eran propias de un usekara y mientras Juan Manuel y Gil Castro escuchaban convencidos ciegamente de mi poder y del bien que les hacía a todos en ese momento, le dije a la indefensa criatura que le haría un favor y que me encargaría de que nadie lo molestase, aun cuando no estuviese yo pues nada evitaba que algún día me fuese, ya que mi destino legal era del todo incierto.

      A punta de velas y mímica, pues no me atreví a usar el nopal que Juan Manuel escamoteó de los incensarios y cuyo olor nos hubiera delatado en el acto, le dije a Antonio que le confería mi poder para convertirse en criaturas impensadas. Quería tantear que tan crédulo era a mi embrujo, para irme ensayando ante mi previsible tribunal. Cruel y estúpido de mí. Le dije que se convertiría en animal al amparo de la noche, fuese ya normal o fabuloso, y que podría escabullirse y defenderse y atacar y depredar a su arbitrio, y que al inicio yo le diría cuándo para que se defendiera, pero que llegado el momento, él lo haría por sí solo y que por mientras no recordaría nada de cuando se transformase. El breve y silencioso ritual duró sus diez minutos quizás, asombrado yo por la serenidad y por la forma fija en que mi primo me veía sin pestañear siquiera, sentado con las piernas cruzadas sobre el suelo como estaba, con la boca entreabierta. Admiré lo que creí zonzamente, era su demostración de valor. Una vez culminado el sainete, le hablé sonriente diciéndole que no se asustara, que era una broma y que se pusiera de pie. No me respondió ni cambió la expresión de su cara. Extrañado, lo toqué en el pecho, desplomándose para atrás paralizado, como una tabla de moler. Asustado me fui sobre él y lo empecé a llamar con gritos ahogados para no ser oído, mientras Juan Manuel me traía agua de la vasija de barro. Volviendo en sí, empezó a temblar sumamente frío y sudoroso, con lágrimas bajándole por las mejillas.

      Arrepentido, lo cobijé con mi manta y lo acurruqué sobre mi pecho, a la espera de Juan Manuel que se escabulló para robar algo de chocolate caliente de la despensa de los recoletos. Le insistí miles de veces en extremo apesadumbrado que era una tonta broma y que me perdonara, que nada de eso era cierto. Tartamudeando mientras la humeante bebida lo volvía en sí, me miró para preguntarme con voz débil si ahora también él iba a poder ver a Nuestra Señora de los Infiernos, tal y como yo la había visto. Cerré los ojos increpándome. Había escuchado hasta el último de mis desvaríos mientras me traía de Matina a Cartago y todos sin excepción los había empezado a creer a pies juntillas. Lo que yo había hecho solo empeoraría su impresionable alma de niño, ciega a la posibilidad de que yo pudiera estar mintiendo. Juan Manuel asintió con la cabeza y dijo que de ahora en adelante iba a ser un poderoso sirviente mío. Lo callé de un empujón en el hombro, mientras le decía a Antonio que no creyera en esas tonterías y que yo siempre lo iba a cuidar.

      No los dejé salir en cuatro días –las nuevas obsesiones ya empezaban a taladrar en mi cabeza– alegando que me cuidaban en una leve indisposición de mi parte. Verían el sol, únicamente, para traer la comida. Conforme Antonio se iba reanimando de a poco y yo trataba de borrar a punta de convencimiento la impresionable escena de esa noche, les cerré también los labios a Juan Manuel y a Gil Castro, amenazándolos con terribles maldiciones de mi recién estrenada investidura de usekara si abrían la bocota. Cuatro días de insomnio culposo me costó esa torpe jugarreta, hasta que Antonio se recuperó y los cholos me dieron garantías de no referirse más al asunto. Prematuramente, lo di todo por olvidado. Pero al igual que en mi chamizo de La Habana con la bestia líquida, le había roto al Abismo otro sello infernal más.

      V

       La de Dios es Cristo

      Lo dicho. En mi tierra, los días y las noches se pegaban en el fango de los lodazales, junto a las ruedas de los armatostes y las patas sin herrar de los rucos. Por lo visto, la prisa se daba un largo rodeo cuando no le quedaba otra que cruzar por mi país. Semanas enteras transcurrieron desde mi naufragio en Matina a finales de junio, sin más novedad que mi entronización como usekara de la nueva tribu a manos de los cholos Juan Manuel y Gil Castro. El mismo Antonio terminó por bautizarme con el cetrino título, que le prohibí vehementemente usar en frente de mis celadores o de los monjes, por temor a complicar más mi situación con los pilares de la provincia. Fue a fines de agosto que me informaron que se abriría audiencia para decidir sobre el estado de mi caso por lo del asunto de la niña y mi huida,


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