El violín de Sherlock Holmes. J. Leyva

El violín de Sherlock Holmes - J. Leyva


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cambió unos bostezos de sitio y acumuló sombras errabundas en el hueco.

      Dan dice que pertenece a este opresivo mundo a pesar de todo lo que cuesta mantenerlo, y encima nos convencen de que queremos más de lo mismo —añade a la proclama.

      Neftalí dice que su mujer pide el divorcio porque no puede vivir con un gusano extrusor, de esos que comen de todo y las mondas.

      Gar dice que ha canjeado su colección de risas muertas por un par de juguetes silenciosos.

      Aser dice que el final que nos espera es mucho peor que el entreacto, de aquí la sensata iniciativa de abandonar el teatro apenas se apagan las luces.

      Isacar dice que no ve nada donde los que miran dicen ver aceitunas negras deshuesadas.

      Zabulón dice que el psiquiatra le ha aconsejado que se haga mujeriego —los donjuanes viven menos, pero mucho más entretenidos.

      Dina dice que mira pesimista el traspié pavloviano del futuro, un cóctel de fármacos por la mañana para llegar viva a medianoche.

      José dice que con las facturas del mes ha recibido un donativo anónimo, a saber qué incógnita reclamación lo sentará en el banquillo de los acusados.

      Benjamín dice que es bueno cepillarse el cráneo —por dentro solo un poco, no vaya a ser que la masa gris se raye.

      El agente guarda la pata de conejo y se cose el uniforme a la piel del cuerpo, a estas alturas no piensa cambiar de oficio ni beneficio.

      En la clínica del bienestar se agolpa la multitud reclamando el antídoto, nadie quiere morir endeudado menos aún víctima de un juguete electrónico.

      El cierre de la boutique de moda se desploma al paso de una clienta, el dependiente se apresta a comprobar si la tarjeta de crédito aún respira.

      En la pantalla se ve a un paracaidista defecando en caída libre, el mensaje viene a significar que los desechos también reinan en el ámbito del arte conceptual.

      Un encendido galán declara su amor al hortelano del perro, la prudencia aconseja liberar al can de todo sentimental compromiso.

      La megafonía pide voluntarios para un trabajito de nada, la paga son las sobras, una fosa común la cama.

      El barman sortea presuroso las mesas con una bandeja redonda en volandas y una bailarina menuda pirueteando en la copa —nadie repara en el papiloma maxilar que exhibe el camarero.

      De la fábrica de juguetes sale un prototipo nervudo que salta, aúlla y dispara —el terror que inspira augura ventas espectaculares.

      En la cárcel de mujeres se registra un aborto de vez en cuando, las reclusas se pelean alocadas para distraer a los guardias.

      Cuando el mercado negro abre las puertas el extintor ya ha blanqueado las mercancías peligrosas, el flagelo de las mafias alardea de implacables recursos.

      El edificio de apartamentos termina en una torreta de vigilancia, un solo francotirador para tanto inquilino transformista no da abasto.

      Tengo que acostumbrarme a comer lo que defeco —se propone el muerto de hambre harto de probar de todo un poco.

      Dos de cada cinco transeúntes cojean a propósito, seis de cada tres exiliados se vuelven locos, tres de cada dos enfermos mueren sin despedirse.

      Ocaso maloliente en el colegio de huérfanos, la yegua descuartizada comida por las moscas en la cocina.

      La megafonía advierte que nadie pretenda burlar dos veces las navajadas de su asesino, si la primera mata déjese de porfiar con quien muestra justificada eficacia.

      El tributo por llegar sano de vuelta a casa se paga con un atraco en el portal, eso si no se trata de un conjunto de violadores obligado a completar el currículo.

      Mañana hablaremos —babea el borrachín al perchero cuando entra, luego le da un beso y le acaricia los cuernos.

      ¡Reparto extraordinario, reparto extra! —el rumor solivianta las jaimas, un paréntesis deja en suspenso el escrutinio íntimo de la novia.

      Rubén dice que odia pasar por hombre razonable en un mundo de locos, a qué viene huir de los pobres porque además apestan.

      Simeón dice que no —remacha—, que no puede fiarse de sí mismo, una vez lo hizo y aún se le abren las carnes recordándolo.

      Leví dice que donde ayer colocó un armario hoy se balancea un columpio, a saber qué pasaría si pusiera un cerdo donde ahora maúlla un loro.

      Judá dice que se despierta aterrorizado viéndose despierto, raro es el día en que no se pregunta para qué sirve el sufrimiento.

      Dan dice que el mundo es un puñado de mocos donde faltan pañuelos —¡oh mocos, si queréis que os limpien tendréis que acudir al Tribunal de Estrasburgo!

      Neftalí dice que si la cosa se pone fea él tiene un recurso infalible para escapar de la justicia, regenerarla y volverla a regenerar.

      Gar dice que diezmar a la población por sorpresa contribuye a equilibrar la balanza, no se puede negar que la solución es bastante ingeniosa.

      Aser dice que el taburete le está herniando los embriones —el silencio de esas criaturas es el más terrorífico de los mensajes.

      Isacar dice que si lo obvio es lo que está pensando, más vale hacerse bestialista, ¿qué significa llegar más rápido, más alto, más fuerte?, ¿qué recónditos abismos son esos?

      Zabulón dice que ha falsificado el certificado de buena conducta declarándose patriota.

      Dina dice que eso de los dictados del corazón excluye a los analfabetos, ella conoce a uno que duerme debajo de la cama por no saber cómo abordarla.

      José dice que la alambrada invisible es tan real como la celda de castigo, de aquí la imposibilidad de que los desplazados recuperen lo que dejaron al ausentarse.

      Benjamín dice que pide una tregua al tormento de soportar a duras penas la piel pegada al cuerpo.

      Las favelas se alinean espalda con espalda, el infortunio no entiende de formalidades ni ratonerías, bastante hay con cuidar moribundos a punto de dejar de serlo.

      Rompe amenazador el día, los añicos se esparcen viscerales sobre los reacios a morir bajo techo enterrados a la sombra de discretos cipreses.

      Los congresistas se reaniman celebrando el consenso alcanzado tras la conclusión del ponente —es posible regresar huyendo, ha dicho.

      El equilibrista se deja caer inerte sobre los mirones, convencido de estar abajo para recogerse se espera con los brazos cruzados.

      El mercachifle oferta a la baja esclavas de las que nadie habla ni toca ni abraza ni besa a menos que apetezca asesinarlas.

      El todoterreno reparte mendrugos, salchichas, monederos, regazos, paraguas, tiendas de campaña, bandejas de setas en filamentos —venidos a menos tardan en dejar el brasero.

      Los salones llenos de literas son para que los huéspedes duerman juntos, las suites del hotel están reservadas para los palmeros del presidente.

      La megafonía pide moderación a los criminales ansiosos, en la gran ciudad hay sitio para todo —no hace falta hacer cola en el tanatorio.

      Liberado del tapón el frasco recupera su misión y humidifica las calvas de los que han ido a hacerse un trasplante de cabello con descuento.

      Ahí me molieron a palos, de ese rincón me echaron a patadas, en esa celda me incomunicaron —el desahuciado de todos los sitios rememora hechos gloriosos de los últimos lustros—: hoy solo me han escupido —resume.

      Si el hambre fuera habitación onírica,


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