El violín de Sherlock Holmes. J. Leyva

El violín de Sherlock Holmes - J. Leyva


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ellos viene hasta los topes esta soleada mañana, overbooking lo llaman los cronistas.

      Los zapatos caminan solos, patean la misma acera, la que solía patear acucioso el limpiabotas-camello.

      Algo ha cambiado a duras penas para los que hacen huelga de hambre abrazados bajo una manta algo más raída que en otras huelgas.

      La megafonía aprovecha el eclipse para difundir mensajes de busca y captura a niños de la calle constituidos en sindicato tutelado por el Fondo Monetario Internacional.

      Los optimistas se bañan desnudos en la margen derecha del río —una manera de saberse acompañados—, los pesimistas por contra lo hacen enfrente vestidos —una manera de saberse perseguidos.

      El pirómano intenta quemar las azoteas, ya que no alcanza a incendiar las nubes asume el capricho de crear un samovar para el té cuando le apetezca.

      A medida que avanza la mañana el todoterreno lleva a cabo repartos imprevistos para confusión de los que comparten el umbral de la pobreza si no es el palacete entero.

      Rubén dice que estamos programados para vivir toda la vida —cada quien la suya por cierto—, los acaudalados quieren comprar la de otros no importa que formen equipo.

      Simeón dice que echa de menos la época en que fregaba platos y sacaba perros a pasear aunque los chuchos se resistieran.

      Leví dice que frecuenta un restaurante donde en lugar de comida sirven náuseas, vómitos poco hechos, cagarrutas de postre.

      Judá dice que la corteza de un árbol es el mejor elixir para después de afeitarse la barba de varios días.

      Dan dice que en la aldea global no hay sitio para tanto nómada, para éstos se proyecta la construcción de un satélite adosado con sus daños colaterales y todo.

      Neftalí dice que las penurias no interesan a los creadores de videojuegos, si aparece un mendigo es para que lo decapite un ninja.

      Gar dice que está con el agua al cuello —el retrete se ha atascado, la gata ha huido con el perro, la escafandra se niega a salir del sitio, el diafragma canta la donna è mobile, dos ascensores han chocado, ¡puf!

      Aser dice que un vecino del barrio le ha propuesto un intercambio de pastillas, por lo visto la aspirina se le sube a la cabeza y no consigue tragar los supositorios.

      Isacar dice que con un bate bajo el brazo iría más tranquilo a comprar el pan —un kalashnikov sería lo propio, pero el subsidio no da para tanto.

      Zabulón dice que el cántaro se ha roto por llenarlo con agua movediza, tampoco el caño de la fuente está para muchos brotes.

      Dina dice que cuando se acuesta sola la cama da chispazos, no le consta que sea una venganza del último fontanero que le ha prometido que su vida va a cambiar de rumbo.

      José dice que para bien o para mal se ha comprado un submarino de segunda mano, un antojo nada provocativo por cierto, una de esas cosas que no tiene marcha atrás como es sabido.

      Benjamín dice que las legañas no lo dejan ver el bosque, las colecciona —las legañas—, las cuida, acaricia, protege, sulfata —con decir que ha alquilado un garaje para alojarlas, ¿cómo va a ver ningún bosque?

      En el umbral de la pobreza se descome siempre a la misma hora, los invitados de sobria etiqueta, ellas con sus mejores harapos.

      Corredores mañaneros avientan la mugre urbana rociada la noche antes, el asedio se compacta peregrino en la asfixiante reserva del asfalto.

      No se sabe qué presagian esos nichos todos iguales excavados en la fachada noble del ayuntamiento, coronas en lugar de banderas, plañideras abrazadas a los bancos, yuntas de ancianos con el síndrome de la eximia pierna amputada en la mochila.

      La ambulancia abandona niños de pocas semanas en portales poco iluminados, después de todo la anochecida es la mejor hora para pasar de largo, las manos en los bolsillos.

      El forense inyecta jalea real en las venas del cadáver a ver qué pasa, el corazón aguarda hasta el final el néctar que lo arranque de nuevo.

      Con las huellas dactilares el ladrón se deja entintar también el glande, tampoco hay dos iguales que se sepa —todos adolecen de lo mismo.

      El atracador del banco se lleva un rehén como el que se cuelga un amuleto, luego huye ciñendo el salvavidas a falta de algo mejor que evite el naufragio.

      Ahí va sin rumbo fijo la carroza abarrotada de infelices celebridades, un pasillo de valetudinarios fans escolta la procesión enfilada al olvido.

      En el andén de la vía muerta hace años que el guardagujas espera la arribada del barco de vapor que le avisaron desde la central de correos.

      El carcelero que olvidó la contraseña pasa el fin de semana en las escaleras del penal suspirando por su mala memoria, ganas le dan de pasar la velada en la celda de castigo.

      En los puestos callejeros no es difícil encontrar manuales de autoayuda, prontuarios destinados a paliar las secuelas del sufrimiento humano.

      Hermanos que van a la misma escuela comparten diferentes acosos, si a uno lo capan a la salida al otro lo sodomizan en los lavabos.

      En la sala de lo penal se juzga si es lícito devolver al pirómano un poco de lo que él tan generosamente despilfarra.

      Los titulares no se ponen de acuerdo —¿lo contrario de la paz es la guerra o lo contrario de la guerra es la vida?

      La calle de los atracados está intransitable, en ella se dan cita los de siempre y los de ayer todos con el único propósito de mostrar el forro de los bolsillos por fuera.

      El aula se llena de abuelas y abuelos que quieren aprender a hablar por señas, las palabras se les caen de la boca ya maduras y perezosas.

      La camarera de habitaciones hace suyas alianzas de oro que suelen ocultar los huéspedes bajo la cama —hay quien olvida anillo y dedo.

      Rubén dice que si se pierde lo busquen en esas calles sin nombre que conducen a ninguna parte.

      Simeón dice que su pasatiempo favorito consiste en desclavar clavos y más clavos y volverlos a clavar.

      Leví dice que lo han despedido por reincidir con la gripe, a saber qué harían con él si estuviera en coma.

      Judá dice que lo mejor de los supositorios es que asumen con dignidad el sórdido trabajo para el que los han creado.

      Dan dice que si tuviera una sierra a mano se cortaría las clavículas, solo sirven para que la ropa se mantenga fija en su sitio.

      Neftalí dice que ya no disfruta como cuando apenas era feto, escalofríos le dan de tener que andar con pies de plomo.

      Gar dice que una vez que empieza la guerra nuclear dura toda la vida, tantas víctimas en poco tiempo debe esconder un significado aún sin descifrar.

      Aser dice que las tuberías de la ciudad surten de anestesia a los usuarios que lo solicitan aportando un donativo para el colegio de huérfanos.

      Isacar dice que se muera ahora mismo si no es capaz de salir de la urna funeraria, acabar reconfortado debería estar prohibido y penado.

      Zabulón dice que duerme en el ascensor porque tropieza con los pies cuando camina, ¡lo que daría él por ser un delfín!

      Dina dice que la chatarra está por las nubes pero fácil es que caiga —aún se tardará en asumir que la chatarra no era lo más importante.

      José dice que no hay que creer que la náusea sea pasajera, y no es que vino para quedarse, tiene sus fueros y privilegios desde el año cero.

      Benjamín dice que habita un castillo en el aire pero que ha


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