El violín de Sherlock Holmes. J. Leyva

El violín de Sherlock Holmes - J. Leyva


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ladronzuelo pillado infraganti deja en el mostrador la tortuga laúd que pretendía llevarse bajo el brazo, de este ingenioso truco se vale para afanar la lata de sardinas oculta en el entremuslo.

      De los pisos altos vuelan hombrecitos en paracaídas chasqueando los dedos porque el partido ya ha empezado —es difícil regular el canto del gallo disecado de modo que avise justo a tiempo.

      El cepillo eléctrico de la familia genera una gingivitis de aquí te espero, como las desdichas nunca viajan solas también heredan una versión desgarradora de palabras soeces impensables, raras en una familia que se friega los dientes.

      La megafonía aconseja ir en una sola dirección para evitar la polarización de la emancipación librepensadora, quienes no asimilan el trabalenguas —plebeyos sin duda— son dados de baja en el subconsciente colectivo.

      El olor de la presa guía los pasos del acosador furtivo, el olfato capta enfermedades infantiles, malformación de un hueso, infecciones bucales, el rastro que deja la radioterapia —no importa, es una buena pieza pese a todo.

      El matón de la camisa negra se ensaña cuchillo en mano con un maniquí en bragas, entrenamiento comparable al que efectúa el bombero regando melilotos en su día libre.

      Rubén dice que los indeseables no pueden desear nada que no esté al alcance de sus indeseables necesidades, una de ellas supeditada a lo que deja ver el ojo de la cerradura.

      Simeón dice que no sabe qué hacer con la sierra mecánica comprada en las rebajas —por suerte rechazó la oferta 2x1 exclusiva para quienes pagan al contado.

      Leví dice que algo es algo para el pobre a quien socorren con una moneda falsa y otra con tres caras, la de non con la faz esculpida de Mahatma Gandhi.

      Judá dice que vivir para sobrevivir es el credo de la mayoría por más interventores que controlen ese desvelo —¿desvelo dices?, preguntan los terceros dándose patadas en el culo.

      Neftalí dice que no recuerda si a la ópera se puede ir armado hasta los dientes, solo o acompañado de un esqueleto bailongo.

      Gar dice que detesta los impulsos desamortiguados de esos amantes en los asientos traseros del autocine visionando Lolita.

      Aser dice que la noche de los tiempos es un agujero negro atestado de sucesos que nadie quiere atribuirse —la ley de la gravedad por ejemplo, aplicación que maldita falta que hace.

      Isacar dice que los desencantados solo pueden juntarse lejos de la verdad que diseñan los gestores del encanto, gestores a su vez encantados de reconocerse aun de lejos.

      Zabulón dice que socorrer a un tirado en la cuneta atrae la mala suerte, no digamos si además lo metes en casa, lo acunas y le das un vaso de leche.

      Dina dice que va a echar un vistazo al armario a ver si tiene un vestido indecente que ponerse —últimamente luce sobria pinta de fantasma surrealista arrastrando el halo de un reloj blandengue.

      José dice que lo que molesta a los acomodados no es el acoso de los pedigüeños, sino que lo hagan sincronizados, bullangueros y bien vestidos.

      Benjamín dice que de sus dos personalidades una odia a muerte a la otra, esta última partidaria de si hay que matar para sobrevivir, se mata y punto.

      El matón de la camisa negra roba una moto y se refugia en penumbras protectoras —ya quisieran muchos corruptos hacer otro tanto en sus paraísos fiscales.

      El coche patrulla arrolla a cuatro escolares que iban por donde no debían, el informe elude aclarar qué hacía el vehículo policial en el tejado de la escuela.

      La conversación de dos viejos conocidos acaba con uno de ellos en las vías, el superviviente aún agita el puño cerrado en el sepelio del colega.

      El tranvía va dejando caer cadáveres que a todo el mundo le suenan de algo, tal vez actores, literatos, periodistas, jueces, diputados, académicos, fauna de un zoo al que solo se entra de incógnito.

      La publicidad radiofónica promete descuentos de hasta un setenta y cinco por ciento en el alquiler de ataúdes con opción a compra —la oferta incluye una elegante mortaja de regalo.

      El todoterreno de media mañana dispara cajas de galletas caducadas, monederos, retales, pelucas, mocasines, lazos preparados para ahorcarse, instantáneas de crepúsculos lluviosos.

      Las ventas en frío dan lugar a morosos que aborrecen las chocolatinas, conductores alérgicos a la velocidad, partidarios de la no-violencia apaleados cuando ya se iban a sus casas.

      Un borracho agresivo lapida a su hija vestida con chilaba masculina, los amigos aplauden a rabiar, las mujeres del vecindario vocean el zaghareet con aspavientos de cigüeña.

      En el vado hay un vagabundo entorpeciendo la salida de los antidisturbios, emparejados como amantes uniformados los agentes hacen gala de plenipotenciario atletismo.

      La escoba mecánica desecha ganzúas, tuercas roscamadera, diosecillos aztecas, tendederos, cruces de hierro fundido, huevos para zurcir cotas de malla, púas de alambrada afiladas como cuchillos.

      Los detalles del alevoso crimen roban el sueño al pobre diablo que duerme en el 2CV abandonado hace medio siglo, cuando la niebla levanta se descubre atorado en el tubo de escape.

      El muerto que aún sueña se pregunta qué hace limpio y trajeado panzarriba viajando dentro de un baúl en la caja de una camioneta que no parece tener claro el trayecto al almacén.

      Los mirones se retiran frustrados, el mimo disfrazado de hamburguesa ya no volverá a extasiarse —el mimo disfrazado de indigente se la ha comido.

      El impresor no da crédito a lo que acaba de picar la vieja linotipia por su cuenta, un aviso de la patronal manda silenciar los tipos de caja alta y baja en favor de nuevas tecnologías.

      Rubén dice que la mitad más uno no solo es mayoría respecto a la mitad menos uno, también posee mayor número de armas.

      Simeón dice que los barcos hundidos se consumen hasta hacerse respetables fantasmas —alguno hay que aún navega cargado de chalecos salvavidas.

      Leví dice que no sabe nada de su mujer desde el trimestre pasado, tanto compararla con una diosa que ha debido buscarse algunos fieles.

      Dan dice que el puente del exilio desemboca en el pozo negro del paraíso, el atasco da fe de contagio autista.

      Neftalí dice que unos pandilleros le han robado la leche del café con leche mientras ojeaba el diario.

      Gar dice que duda entre apuntarse al traumatólogo, hacer penitencia o correr la maratón con muletas.

      Aser dice que los ladrillos de barro cocido se venderían mejor si llevaran logotipo —bueno, firmados por el autor ya sería el colmo.

      Isacar dice que para ir al concierto se pone un pijama suave y limpio, liso si es música de cámara, de rayas si se trata de un programa sinfónico.

      Zabulón dice que la primera vez tuvo que regalarle una maquinilla de afeitar eléctrica a su secretaria —el marido cumplía años el lunes.

      Dina dice que los ojos se le llenan de océanos cada vez que se cruza con un cojo por causa de una mina antipersona.

      José dice que traga saliva y se deja manosear por los aprovechados del metro, lo que no soporta es que se apropien la ropa íntima.

      Benjamín dice que merece la pena ir al centro para identificarse con la chusma, nunca falta un echaopa’lante que pregunta ¿y tú


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