El violín de Sherlock Holmes. J. Leyva

El violín de Sherlock Holmes - J. Leyva


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a qué achacar si no la diligencia por evadirse.

      Dan dice que lo han multado por sentarse en un banco controlado, dos que estaban con él ya disfrutan de antecedentes penales.

      Neftalí dice que la cochambre va por delante de la variable consumo, con los huesos de pollo triturados se fabrica un sucedáneo de caviar, con las sobras se rellenan colchonetas para recién nacidos.

      Zabulón dice que mejor fruta corrompida que nada a la taza, muchos van a contrapelo y prefieren sarna poco hecha, mejor al dente.

      Gar dice que los siete signos del cáncer se han multiplicado por cuatro, el último síntoma maligno proviene de los náufragos que los peces se comen, un maná para el que solo hay que estar de cuerpo ausente.

      Aser dice que sufrir por un ideario no debe sobrepasar los cinco minutos, los que restan del día se pueden dedicar a aligerar la roña de las estatuas, pulir las señales de tráfico, lamer las piedras de añosos monasterios.

      Isacar dice que con la comida desechada se podría engordar a varios millones de muertos de hambre incluidos los que están a dieta.

      Zabulón dice que todos alguna vez hemos vivido antes de haber nacido, en su caso tiene pruebas de no haber sido engendrado del todo.

      Dina dice que trabajar siete días a la semana pudre la autoestima, la provocación comienza con la carnaza de un sobresueldo, le sigue una invitación a probar la hondura de un precipicio acolchado.

      José dice que no todas las personas son conscientes de tener cuerpo, hay quien se da cuenta cuando se busca la sombra.

      Benjamín dice que los entarimados crujen porque despertamos a los parásitos más de uno recién llegado al exilio.

      Corredores de una sola pierna compiten por el puesto de camarero vacante en el figón del hipódromo —los mutilados pueden llevar sus alas siempre que no sean crines de yegua.

      Tras los vehículos transitan baúles, monederos, sonajas, atizadores, almas sin dueño ni pena, memorias de presos manuscritas en toallitas desechables, escobas de bruja con licencia de taxista.

      La avenida numerada se convierte en ojo de cerradura con el edificio número cero encabezando la acera de los pares, la de enfrente en cambio se enumera a capricho de un grafitero trashumante que ya tiene fichado la policía.

      En la pantalla gigante se ve un hombre sin trabajo saboreando rollitos de papel higiénico que moja en un bote de leche condensada, la barba de varias semanas da a entender que no alcanza a alquilarse una mísera limusina.

      El fotógrafo se acuesta en el bordillo para retratar el cadáver bajo las ruedas —un aprovechado se las ingenia para robarle los zapatos recién estrenados.

      Comoquiera que el bolso se resiste el descuidero arrampla con el hombro ortopédico de la sordomuda —llanto, hipo, tumbos y desmayo se suceden a cámara lenta.

      Los que pernoctan en el invernadero amanecen borrachos de cócteles gratuitos —zanahorias, tomates, pimientos, melones, calabacines, todo licuado por las patas de un penco.

      En su día libre el cartero deambula por la calzada zapateando un envase medio lleno de cerveza, de vez en cuando se para y hace el gesto de colocarse como es debido la cartera sobre la chepa.

      Los soladores traslapan un damero de baldosas blancas y negras en el vestíbulo de la funeraria abierta veinticuatro horas, no se sabe si es un señuelo metafísico o una suerte de lúdico escapismo.

      El prestamista valora la calidad del oro canjeado por una papeleta, el desesperado la mira por detrás al trasluz de la bombilla contrastando la autenticidad del trofeo.

      El bocinazo de la caravana provoca un infarto al ciego que vende loterías —algo diferente de lo que se espera en una soleada mañana que augura horrores asequibles, sorpresas asépticas.

      Llegar a su hora no es fácil ni probable para los atropellados de la jornada, alguno hay citado en la posdata del notario, no menos abiertos de brazos se quedan quienes iban a celebrar festejo onomástico.

      La selva urbana ruge en clave de palomas moribundas cercenadas por drones asesinos obedientes al responsable de la sanidad pública.

      Reporteros y camarógrafos aguardan la salida por la puerta de atrás del juez que deja en libertad sin cargos al violador del ascensor que no funciona pero le sirve de picadero.

      El apuñalado en el callejón sin salida se promete no volver a merodear esos peligrosos burdeles, la diversión acaba en depredadora bancarrota, la lujuria puede esperar liturgias menos exasperantes.

      Rubén dice que jamás se comprará una cazadora de corte paramilitar no sea que lo confundan y lo manden a enjaular niños sin acompañantes.

      Simeón dice que mejor espera en la barra —se le está ocurriendo una idea y no quiere compartirla con tipos de su misma calaña.

      Leví dice que duda entre comprar algo impensado donde siempre o lo de siempre en un lugar impensado.

      Dan dice que el vigilante jurado graba a los clientes peor vestidos, a saber si es la parte de su trabajo que más placer le procura.

      Neftalí dice que de poder elegir optaría por un mundo sin centros comerciales, hamburgueserías ni mares sin playas desnudistas.

      Gar dice que los perfumes de marca alimentan el ego de los más ricos —el ego y la excelsitud, que no hay un solo pobre que huela bien y camine erecto.

      Aser dice que de todos los rigores el más infame es la hambruna, los que comen tierra lo hacen porque es gratuita, no por necesidad extrema.

      Isacar dice que no ve mucha diferencia entre él y un delincuente con solo alejarse un poco, de cerca en cambio tiene pinta de forastero canalla.

      Zabulón dice que los fines de semana renta una bicicleta sin frenos, enfila la autopista y desafía a la muerte —la muy desgraciada pilota una ambulancia.

      Dina dice que el jueves se va de compras con una compañera de la residencia en coma, los médicos insisten en que haga vida normal y no se amilane.

      José dice que cuando hay más humo que llamas es porque arde un libro de poemas.

      Benjamín dice que la femoral suele reventar en décimas de segundo pero que las consecuencias son lo de menos, lo que de verdad importa es registrar el hecho en Record Guinness.

      El apuñalado en el callejón sin salida se desangra en la rampa que conduce a Urgencias, los camilleros afrontan como pueden abucheos y cuchilladas de los pacientes que forman cola.

      La maestra explica lo de la gran explosión, la bola de fuego que acabará con el mundo, lo que pasó con los dinosaurios —los peques de la guardería salen al recreo mohínos.

      Activistas extremos pinchan las bolsas conectadas al intestino de los ostomizados en cuclillas tras los bancos del parque, los delfines de la fuente relucen con el rocío de heces frescas sobre sus corpachones de bronce.

      Ventolera de monederos, atizadores, baúles, sonajas, cuberterías, piernas ortopédicas, envases con medicamentos caducados —la ayuda humanitaria da lugar a compromisos entre parejas que de otro modo ni se saludarían, mucho menos acoplarse un rato.

      Un minuto basta para que el fuego de la gasolinera se propague al tiovivo, un minuto es suficiente para que la amenaza de bomba expulse a los clientes a la calle, en un minuto se pone en pie de guerra la maquinaria belicista, los muertos previstos en la estadística se asean en un minuto para la foto.

      El policía municipal propina una paliza a un tetra, el muy pendejo se ha saltado el semáforo —aún se queda con legítimas ganas de arrastrarlo al cuartelillo y reventarle el tímpano.

      Los héroes del monumento exhiben una protuberancia púbica


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