Trono destrozado. Victoria Aveyard
solitario sin un camino propio. Yo sólo complicaré las cosas. Sólo le traeré penas. ¿Cómo es posible que haga eso?
Por culpa de Tibe, soñaba que dejaba la corte para siempre, como Julian quería hacerlo para impedir que Sara se quedase ahí. Los lugares variaban cada noche. Huía a Delphie, Harbor Bay o las Tierras Bajas, o incluso a la comarca de los Lagos, cada una de ellas representada con matices de negro y gris. Ésas eran ciudades fantasmas que la devoraban y la escondían del príncipe y la corona que ofrecía. Pero también la asustaban. Y estaban vacías siempre, incluso de espíritus. En estos sueños, ella terminaba sola. Despertaba calmadamente de ellos en la mañana, con lágrimas secas y el corazón afligido.
Pese a todo, no tenía fuerzas para decirle que no.
Cuando Tiberias Calore, heredero del trono de Norta, se hincó a sus pies con un anillo en la mano, ella lo aceptó. Sonrió. Lo besó. Le dio el sí.
—Me has hecho más feliz de lo que creí ser nunca —le dijo Tibe.
—Conozco esa sensación —observó ella, y hablaba en serio.
Era feliz, sí, a su manera, y hasta donde sabía.
Pero hay una diferencia entre una vela en la oscuridad y un amanecer.
Hubo oposición entre las Grandes Casas. Después de todo, la prueba de las reinas era su derecho a casar al más noble de los hijos con la más talentosa de las hijas. Las Casas de Merandus, Samos y Osanos habían sido alguna vez las favoritas y sus hijas no se habían preparado para ser reinas sólo para que una cualquiera les arrebatara la corona. Pero el rey se mantuvo firme. Y había precedentes. Al menos dos reyes Calore se habían casado fuera del valladar de la prueba de las reinas. Tibe sería el tercero.
Como para pedir perdón por el desaire de la prueba de las reinas, el resto de las nupcias fue rígidamente tradicional. Se aguardó hasta que Coriane cumpliera los dieciséis años en la primavera siguiente para obtener el compromiso de matrimonio, lo que permitió a la familia real convencer, amenazar y comprar la aceptación de las Grandes Casas. Al cabo, todos aceptaron las condiciones. Coriane Jacos sería reina, pese a lo cual sus hijos estarían sujetos a bodas de conveniencia política. Aunque ella discrepó, Tibe se doblegó a este acuerdo y ella no pudo negarse.
Jessamine se atribuyó el mérito de todo, desde luego. Mientras cubrían a Coriane con su vestido de novia, una hora antes de que se casara con un príncipe, la vieja prima gorjeó al otro lado de un gran espejo:
—¡Mira tu porte, esos huesos son Jacos! Esbelta, grácil, como un ave.
Ella no sentía nada de eso. Si fuera un ave, podría irme volando con Tibe. Su diadema, la primera de muchas, se le clavaba en la cabeza. No era un buen augurio.
—Después se vuelve tolerable —susurró la reina Anabel en su oído.
Quiso creerle.
En ausencia de su madre, Coriane había aceptado a Anabel y a Robert como sus padres sustitutos. En un mundo perfecto, incluso ella habría llegado al altar del brazo de Robert, en reemplazo de su padre, quien no se reponía aún de sus cuitas. Como regalo de bodas, Harrus había pedido una asignación de cinco mil tetrarcas; al parecer no entendía que los presentes suelen darse a la novia, no solicitárseles a ella. Pese a su inminente posición suprema, había perdido su gobernación debido a malos manejos. Ya en terreno resbaladizo a causa del heterodoxo matrimonio de Tibe, la familia real no pudo ayudarle y la Casa de Provos asumió alegremente el gobierno de Aderonack.
Después de la ceremonia y el banquete, y de que Tibe se quedara dormido en su nueva habitación, Coriane garabateó en su diario. Su caligrafía era apresurada, confusa, con letras torcidas y páginas manchadas de tinta. Ya no escribía muy a menudo.
Acabo de casarme con un príncipe que un día será rey. Los cuentos de hadas suelen terminar aquí. Las historias no van más allá de este momento, y temo que hay una buena razón para ello. Hoy prevaleció una sensación de temor, una nube negra de la que no puedo librarme aún. Es un malestar en lo más hondo de mi ser, que consume mis fuerzas. O quizás he contraído una enfermedad, lo cual sería enteramente posible. Sara lo sabrá.
Sueño todavía con sus ojos. Los de Elara. ¿Es posible… podría ser ella la que me provoca estas pesadillas? ¿Los susurros pueden hacer algo así? Debo saberlo. Debo. Debo. DEBO.
Para su primera aparición como princesa de Norta, empleó a un tutor apropiado y llevó a Julian a su casa, a fin de que ambos le ayudaran a poner a punto su habilidad y a defenderse de lo que ella denominaba molestias, palabra cuidadosamente elegida. Una vez más, había decidido no revelarle a nadie sus problemas e impedir que su hermano se preocupara, igual que su nuevo esposo.
Ambos estaban distraídos, Julian con Sara y Tibe con otro bien guardado secreto.
El rey estaba enfermo.
Pasaron dos largos años antes de que la corte supiera que sucedía algo.
—Es así desde hace tiempo —dijo Robert, con una mano en la de Coriane.
Estaba en un balcón con él, cuyo rostro era la imagen misma de la aflicción. El príncipe conservaba todavía su garbo y sus sonrisas, pero su vigor se había marchitado y su piel se había vuelto oscura y cenicienta, sin vida. Daba la impresión de que moría junto con el rey. Pero la de Robert era una dolencia del corazón, no de los huesos y la sangre, como decían los sanadores sobre las enfermedades del monarca. Tiberias estaba invadido por un corrosivo cáncer que le generaba tumores y putrefacción.
Robert temblaba pese a que el sol no se había puesto todavía, por no hablar del aire cálido del verano. Coriane sentía sudor en la nuca, pero tenía frío dentro, como él.
—Los sanadores de la piel no pueden hacer nada. ¡Sería otra cosa si Tiberias se hubiera fracturado la columna!
La risa de Robert sonó hueca, como una canción sin notas. El rey no había muerto aún y su compañero era ya un esqueleto. Y aunque ella temía por su suegro, pues sabía que le aguardaba una dolorosa muerte por enfermedad, le aterraba perder a Robert también. No puede sucumbir a esto. No se lo permitiré.
—Está bien, no hace falta explicar —murmuró. Contuvo sus lágrimas, a pesar de que cada palmo de su ser esperaba que las derramara. ¿Cómo es posible que esté pasando esto? ¿Acaso no somos Plateados? ¿No somos dioses?—. ¿Él necesita algo? ¿Lo necesitas tú?
Robert esbozó una sonrisa vacía. Lanzó una mirada al vientre de ella, no redondeado aún por la vida que llevaba dentro. Un príncipe o una princesa, Coriane no lo sabía.
—A él le habría gustado conocerlo.
La Casa de Skonos lo probó todo, incluso hacerle al rey transfusiones de sangre con la cual sustituir la suya propia. Pero su mal, cualquiera que fuese, no desapareció. Lo debilitaba cada día más rápido. Aunque por lo común permanecía a su lado en su alcoba, esta vez Robert había dejado solo a Tiberias con su hijo, y Coriane sabía la razón. El fin se acercaba. La corona sería transferida y había cosas que únicamente Tibe podía conocer.
El día en que el rey murió, Coriane señaló la fecha y coloreó con tinta negra la página de su diario. Hizo lo mismo meses después, por Robert. Él ya no tenía ánimos para vivir y su corazón se negó a palpitar. Algo lo corroía también, y al final se lo tragó por completo. No pudo hacerse nada. Nadie pudo impedir que emprendiera el vuelo a las tinieblas. Coriane lloró amargamente mientras entintaba en su diario el último día de aquel príncipe.
Mantuvo esa tradición. Páginas negras para muertes negras. Dedicó una a Jessamine, cuyo cuerpo ya era simplemente demasiado viejo para continuar. Otra a su padre, quien halló su fin en el fondo de una botella.
Y tres más para los abortos que sufrió con el paso de los años. Todos acontecieron de noche, justo después de una violenta pesadilla.
Coriane