Trono destrozado. Victoria Aveyard
polvo, los jardines enzarzados, el vacío y el silencio. Tantos rincones que fueron míos, lejos de mi padre y de Jessamine, e incluso de Julian. Lo que más lamentaba era la pérdida del garaje y los anexos. A pesar de que la familia no había tenido un vehículo utilizable desde hacía años, y menos todavía un chófer, los restos permanecían. Ahí estaba el armazón descomunal del vehículo privado de seis plazas cuyo motor había sido transferido al suelo como si se tratase de un órgano. Estropeados calentadores de agua y viejas calderas desmontadas en busca de partes útiles, por no mencionar las arcaicas herramientas del ya remoto personal de jardinería, llenaban los diversos cobertizos y dependencias. Dejo atrás varios rompecabezas inconclusos, piezas que no volverán a juntarse nunca. Parece un desperdicio. No de los objetos, sino de mí. ¿Tanto tiempo dedicado a pelar alambres o contar tornillos para qué? ¿Para adquirir conocimientos que no usaré jamás? ¿Conocimientos menospreciados, inferiores, absurdos para todos? ¿Qué hice de mí durante quince años? Una gran estructura de nada. Supongo que echo de menos la vieja casa porque estaba conmigo en mi vacuidad, en mi silencio. Creía que detestaba la finca, pero creo que odio más la capital.
Lord Jacos rechazó la petición de su hijo, desde luego. Su heredero no iría a Delphie a traducir ruinosos documentos ni a archivar artefactos despreciables. No tiene ningún sentido hacerlo, dijo, como no veía tampoco ningún sentido en casi todo lo que Coriane hacía, una opinión que expresaba con regularidad.
Ambos hijos se abatieron cuando sintieron que su escapatoria les era arrebatada. Incluso Jessamine notó su desaliento, aunque no les dijo nada a ninguno de los dos. Coriane sabía que su vieja prima había sido indulgente con ella en sus primeros meses en la corte, o que lo había sido más con la bebida. Porque por mucho que hablara de Arcón y Summerton, aparentemente ninguna de las dos le gustaba gran cosa, si su consumo de ginebra servía de referencia para ello.
Las más de las veces, Coriane podía escabullirse durante la siesta diaria de Jessamine. Recorrió la ciudad a pie en innumerables ocasiones, con la esperanza de hallar un sitio que fuera de su agrado, del cual asirse en el recién agitado mar de su vida.
No encontró ese lugar, pero sí a una persona.
Él le pidió que le llamara Tibe después de varias semanas. Un sobrenombre de familia, que usaban la realeza y unos cuantos amigos muy queridos.
—De acuerdo —dijo Coriane al aceptar su solicitud—. Decir su alteza era ya un poco desagradable.
Volvieron a verse por casualidad, en el inmenso puente que cruzaba el río Capital y unía ambos lados de Arcón. Era una maravillosa estructura de acero retorcido y hierro apuntalado que sostenía tres niveles de calzadas, plazas y centros de comercio. Más que las tiendas de sedas y los restaurantes de lujo que se alzaban sobre la corriente, a Coriane le interesó el puente mismo, su construcción. Intentó calcular cuántas toneladas de metal estaban bajo sus pies, para lo que sumergió su mente en una oleada de ecuaciones. Al principio no reparó en los centinelas que caminaban en su dirección, ni en el príncipe al que seguían. Él estaba lúcido esta vez, sin una botella en la mano, y ella pensó que pasaría sin mirarla.
En cambio, se detuvo a su lado y ella sintió su calor como un reflujo delicado, similar al roce del sol estival.
—Lady Jacos —le dijo mientras seguía su mirada hasta el acero del puente—, ¿ha descubierto algo interesante?
Ella inclinó la cabeza, aunque no quiso hacer el ridículo con otra reverencia fallida.
—Eso creo —contestó—. Me preguntaba encima de cuántas toneladas de metal estaremos posados, con la esperanza de que nos soporten.
El príncipe soltó una risotada teñida de nerviosismo. Movió los pies como si comprendiera de repente que, en efecto, se hallaban a una gran altura sobre el agua.
—Intentaré no pensar en eso —murmuró—. ¿Quiere compartir otra noción aterradora?
—¿De cuánto tiempo dispone usted? —preguntó ella al tiempo que esbozaba una sonrisa.
La esbozó apenas, porque algo arrastró al resto hacia abajo. La jaula de la capital no era un lugar grato para Coriane.
Ni para Tiberias Calore.
—¿Me haría el favor de acompañarme? —inquirió éste y le extendió un brazo.
Esta vez Coriane no percibió vacilación en él, ni las elucubraciones de una interrogante. El príncipe ya conocía la respuesta.
—Desde luego.
Y deslizó su brazo en el de él.
Ésta será la última ocasión en que un príncipe sujete mi brazo, pensó mientras atravesaban el puente. En lo sucesivo, pensaría lo mismo cada vez que sucediera, y siempre estaría equivocada. A principios de junio, una semana antes de que la corte abandonara Arcón por el más pequeño pero igual de grandioso palacio de verano, Tibe llevó a alguien para que la conociera. Iban a reunirse en el este de Arcón, en el jardín escultórico a las puertas del teatro Hexaprin. Coriane llegó temprano porque Jessamine había empezado a beber durante el desayuno y ella estaba impaciente por escapar. Por una vez, su relativa pobreza resultó una ventaja. Sus prendas eran ordinarias, visiblemente Plateadas, rayadas como estaban con el dorado y amarillo de su casa, más allá de lo cual no eran nada notables. No portaba joya alguna que la señalara como una dama de una Gran Casa, alguien digno de mención, y ni siquiera la seguía un sirviente en uniforme. Los demás Plateados que vagaban entre esa colección de mármoles tallados apenas la miraron, y por una vez le agradó que así fuera.
La cúpula verde del Hexaprin se erguía en lo alto y se proyectaba sobre ella con el sol todavía en el cielo. Un cisne negro de liso e impoluto granito se posaba en la cúspide, con el largo cuello arqueado y las alas extendidas, cada una de cuyas plumas había sido esculpida con esmero. Era un monumento hermoso al exceso Plateado, quizá de factura Roja, intuyó ella y miró a su alrededor. No había ningún Rojo cerca; trajinaban en la calle. Algunos se detenían a mirar el teatro y alzaban los ojos a un lugar al que nunca entrarían. Puede ser que algún día traiga a Eliza y a Melanie. Se preguntó si esto les gustaría a las doncellas o si tal muestra de caridad las avergonzaría.
No alcanzó a resolverlo. La llegada de Tibe borró todos sus pensamientos.
Él carecía de la belleza de su padre pero era guapo a su manera. Tenía una mandíbula sólida que forcejeaba aún por desarrollar una barba, expresivos ojos dorados y una sonrisa maliciosa. Sus mejillas cambiaban de color cuando bebía y su risa se hacía más intensa, igual que su calor expansivo, aunque en ese momento estaba sobrio como un juez, y agitado. Nervioso, se dio cuenta Coriane mientras avanzaba para recibirla en compañía de su séquito.
Él vestía en esta ocasión con sencillez, aunque no tan modestamente como yo. No llevaba uniforme, insignias ni nada que indicara que aquél fuese un evento oficial. Portaba una chaqueta simple de color gris sobre una camisa blanca, pantalones de color rojo oscuro y botas negras tan bien lustradas que resplandecían como un espejo. Los centinelas no iban tan informales. Sus caretas y su indumentaria llameante eran signo suficiente del derecho de primogenitura del heredero.
—Buenos días —dijo y ella vio que golpeteaba su costado con los dedos—. Pensé que podríamos ver Ocaso de invierno. Es nueva, de las Tierras Bajas.
Coriane sintió que el corazón le daba un vuelco ante esa posibilidad. El teatro era una extravagancia que su familia apenas podía permitirse y Tibe lo sabía, a juzgar por el brillo en sus ojos.
—¡Claro! Suena maravilloso.
—Bueno —respondió él y enganchó el brazo de ella sobre el suyo.
Aunque esto era ya algo natural para ambos, el brazo de ella se crispó cuando sintió el de él. Coriane había decidido tiempo atrás que lo que existía entre ellos sería sólo amistad. Él es un príncipe y está atado a la prueba de las reinas, se decía; de cualquier forma, podía disfrutar de su presencia.
Dejaron el jardín y se dirigieron a los