Trono destrozado. Victoria Aveyard
luto de Jessamine, quien había supervisado y asistido a más de una docena de sepelios de la Casa de Jacos. A pesar de que el atuendo le picaba, la joven permaneció quieta mientras salían del barrio de mercaderes en dirección al majestuoso puente que cruzaba el río Capital y que unía ambos lados de la urbe. Jessamine me reprendería o me azotaría si comenzara a rascarme.
Ésta no era la primera visita de Coriane a la capital, y ni siquiera la décima. Había estado muchas veces ahí, a menudo por invitación de su tío, para exponer la supuesta fuerza de la Casa de Jacos. Una noción absurda. Su familia no sólo era pobre, sino también débil y pequeña, en especial tras la desaparición de los gemelos. No era digno rival de los frondosos árboles genealógicos de las Casas de Iral, Samos, Rhambos y otras, linajes ricos que podían soportar el enorme peso de sus numerosas relaciones. Su lugar como Grandes Casas estaba firmemente cimentado en la jerarquía de la nobleza y el gobierno. Tal no sería el caso de los Jacos si el padre de Coriane, Harrus, no hallaba la forma de demostrar su valía ante sus pares y su rey, y ella no veía a su alrededor ningún medio para lograrlo. Aderonack se situaba en la frontera con los Lacustres y era un territorio de pocos habitantes y densos bosques que nadie tenía necesidad de aserrar. Los Jacos no podían reclamar minas y talleres, ni siquiera fértiles tierras agrícolas. No había nada de utilidad en ese rincón del mundo.
Coriane había atado a su cintura un cinto dorado con el cual ceñir su impropio vestido de cuello alto a fin de parecer un poco más presentable, aunque de ninguna manera a la moda. Se dijo que no le importaban las murmuraciones de la corte ni las burlas de las demás damiselas, que la veían como si fuera un bicho raro o, peor aún, una Roja. Todas ellas eran jóvenes crueles y tontas que esperaban con ansia cualquier noticia de la prueba de las reinas. Pero nada de esto, desde luego, tenía trazas de verdad. ¿Acaso no era Sara una de ellas? Una hija de Lord Skonos que se preparaba para ser una sanadora y que poseía habilidades muy promisorias. Esto sería suficiente para que sirviera a la familia real si seguía por este camino.
“Pero eso no es lo que quiero”, le confió a Coriane meses antes, durante una visita. “Será un desperdicio que dedique mi vida a sanar cortes de papel y patas de gallo. Mis aptitudes serían más útiles en las trincheras del Obturador o en los hospitales de Corvium. Allí mueren soldados todos los días, ¿sabes? Rojos y Plateados por igual, a causa de las bombas y las balas Lacustres, desangrados porque personas como yo nos quedamos aquí.”
No le habría dicho eso a nadie más, y menos que nadie a su padre. Tales palabras eran más aptas para la medianoche, cuando dos muchachas podían susurrar sus sueños sin ningún temor a las consecuencias.
—Yo quiero construir cosas —le dijo Coriane a su mejor amiga en una de esas ocasiones.
—¿Construir qué, Coriane?
—¡Aviones, aeronaves, vehículos, pantallas de vídeo… hornos! No sé, Sara, no sé. Sólo quiero… hacer algo.
Sara sonrió y sus dientes se encendieron bajo un tenue rayo de luna.
—Te refieres a hacerte a ti misma, ¿verdad, Cori?
—Eso no es lo que acabo de decir.
—No tenías que hacerlo.
—Ahora veo por qué Julian te quiere tanto.
Esto hizo callar a Sara al instante, y poco después se quedó dormida. Coriane, en cambio, permaneció con los ojos abiertos mientras veía sombras en las paredes y se preguntaba ciertas cosas.
Ahora, en el puente, en medio de un caos de vivos colores, hizo lo mismo. Daba la impresión de que nobles, ciudadanos y comerciantes flotaban ante ella, con la piel fría, el paso lento y una mirada insensible y oscura, cualquiera que fuese su color. Bebían con avidez esa mañana; un hombre ya saciado no dejaba de tomar agua mientras otros morían de sed. Los otros eran los Rojos, por supuesto, portadores de las insignias que los señalaban. Los criados vestían uniformes, algunos con rayas de colores de la Gran Casa a la que servían. Sus movimientos eran decididos y su mirada firme, y corrían a cumplir sus órdenes y diligencias. Al menos tienen un propósito, pensó Coriane. En cambio yo…
Sintió el impulso de asirse al farol más cercano y estrecharlo entre sus brazos, para no ser una hoja llevada por el viento o una piedra caída al agua. Para no volar o ahogarse, o ambas cosas. No ir donde otra fuerza quisiera, fuera de su control.
La mano de Julian se cerró alrededor de su muñeca, con lo que la obligó a cogerlo del brazo. Él lo hará, pensó, y una tensa cuerda se relajó en ella. Julian me mantendrá en este sitio.
Más tarde escribió un fragmento del funeral oficial en su diario, salpicado de manchas de tinta y tachaduras. Pese a ello, su ortografía mejoraba, lo mismo que su letra. No mencionó nada sobre el cadáver del tío Jared, cuya piel era más blanca que la luna, desprovista de sangre por el proceso de embalsamamiento. No anotó que le había temblado el labio a su padre, lo que delató el dolor que realmente sentía por la muerte de su hermano. Sus líneas no señalaron que dejó de llover justo durante la ceremonia, ni el cúmulo de lores que llegó a honrar a su tío. Ni siquiera se ocupó de mencionar la presencia del rey y su hijo, Tiberias, quien cavilaba con sus cejas oscuras y una expresión más oscura todavía.
Mi tío ha muerto, escribió en lugar de todo eso. Y no sé por qué, pero en cierto modo lo envidio.
Como siempre, guardó el diario cuando terminó bajo el colchón de su habitación, junto con el resto de sus tesoros. Es decir, un modesto surtido de herramientas, celosamente protegido y que cogió del abandonado cobertizo al fondo de la casa: dos destornilladores, un pequeño martillo, un juego de pinzas puntiagudas y una llave inglesa oxidada y casi inservible. Casi. También había un rollo de alambre alargado que había extraído cuidadosamente de una antigua lámpara que estaba en un rincón y que nadie echaría de menos. Al igual que el resto de la propiedad, la casa de los Jacos en el oeste de Arcón era un lugar en decadencia. Y húmedo también, en medio del temporal, lo que daba a los viejos muros la apariencia de una cueva empapada.
Llevaba puesto todavía su vestido negro y su cinto dorado, y presuntas gotas de lluvia se adherían a sus pestañas, cuando Jessamine irrumpió en su habitación. Para afligirla con naderías, desde luego. No había banquete que no entusiasmara a la anciana prima, sobre todo si iba a celebrarse en la corte. Ella haría ver a Coriane lo más presentable posible con el poco tiempo y los medios disponibles, como si su vida dependiera de ello. Tal vez así sea, más allá de la vida a la que aspire. Quizá la corte necesite otro instructor de etiqueta para los hijos de los nobles, y ella cree que conseguirá ese puesto si hace milagros conmigo.
Incluso la propia Jessamine desea escapar.
—Nada de eso… —Jessamine farfulló y le enjugó las lágrimas con un paño. Con otra pasada, esta vez de un gredoso lápiz negro, hizo resaltar sus ojos. Luego aplicó en sus mejillas un polvo púrpura para que diera la ilusión de estructura ósea. No le untó nada en los labios, porque Coriane nunca había dominado el arte de no ensuciar de pintalabios sus dientes o el vaso de agua—. Supongo que con esto es suficiente.
—Sí, Jessamine.
Aunque a la vieja le deleitaba la obediencia, la actitud de Coriane le dio qué pensar. Era obvio que la chica estaba triste, después del sepelio.
—¿Qué te pasa, niña? ¿Es el vestido?
Las negras y descoloridas sedas y los banquetes y esta corte asquerosa me tienen sin cuidado. Nada de esto importa.
—No me pasa nada, prima. Sólo tengo un poco de hambre.
Coriane intentó tomar la salida fácil de lanzar a Jessamine una falla para ocultar otra.
—¡Lo siento por tu apetito! —replicó ésta y entornó los ojos—. Recuerda que debes comer con refinamiento, como un ave. Siempre debe haber comida en tu plato. Picotea, picotea, picotea……
Picotea picotea, picotea. La joven sintió estas palabras como uñas afiladas que repiquetearan sobre su cráneo, pero forzó una sonrisa de cualquier