Trono destrozado. Victoria Aveyard
aguardaban ya, arrimados a la humeante hoguera de la chimenea. Llevaban puestos trajes idénticos, negros y con cintos de un oro pálido que les cruzaban el pecho, del hombro a la cadera. Lord Jacos tocó tímidamente la recién adquirida insignia que colgaba de su banda, un trozo de oro martillado tan viejo como su casa. Aunque insignificante en comparación con las gemas, distintivos y medallones de los demás gobernadores, bastaba por lo pronto.
Julian quiso llamar la atención de Coriane y le guiñó un ojo, pero su aire abatido lo detuvo. No se separó de su lado hasta que llegaron al banquete; había sujetado su mano en el vehículo de alquiler, y la condujo del brazo cuando atravesaron las magníficas puertas de la Plaza del César. El Palacio del Fuego Blanco, su destino, se extendía a su izquierda, desde donde dominaba el costado sur de la embaldosada plaza, ahora rebosante de nobles.
Jessamine zumbaba de emoción, pese a su edad, y no dejó de sonreír e inclinar la cabeza frente a todos los que pasaban junto a ella. Incluso sacudía la mano y permitía que las largas mangas de su vestido negro y oro se deslizaran en el aire.
Quiere comunicarse por medio de la ropa, comprendió Coriane. ¡Vaya tontería! Igual que el resto de esta danza, que culminará con la desgracia y caída de la Casa de Jacos. ¿Para qué posponer lo inevitable? ¿Para qué participar en un juego en el que es inútil que esperemos competir? No lo concebía. Su cerebro sabía más de circuitos eléctricos que de la alta sociedad, y desesperaba por entender alguna vez esta última. No había ninguna lógica en la corte de Norta, ni en su familia. Y ni siquiera en Julian.
—Ya sé lo que le pediste a papá —masculló al tiempo que procuraba mantener el mentón lo más cerca posible del hombro de su hermano.
La chaqueta de Julian apagó su voz, aunque no lo bastante para que él alegara que no la había oído.
Sus músculos se tensaron debajo de ella.
—Cori…
—Debo admitir que no lo entiendo. Pensé que… —se le quebró la voz—. Pensé que querrías estar con Sara ahora que tendremos que mudarnos a la corte.
Pediste ir a Delphie, trabajar con los eruditos y excavar ruinas antes que aprender a ser un lord a la diestra de nuestro padre. ¿Por qué tenías que hacer eso? ¿Por qué, Julian? Estaba, además, la pregunta más difícil de todas, que ella no tenía fuerzas para formular: ¿Cómo podrías dejarme?
Él soltó un largo suspiro y la estrechó contra su pecho.
—Sí, querría estarlo… quiero estarlo. Pero…
—¿Pero…? ¿Ha sucedido algo?
—No, nada. Ni bueno ni malo —añadió, y ella percibió un regusto de sonrisa en su voz—. Sólo sé que Sara no dejará la corte si me quedo aquí con papá. Y no puedo hacerle eso. Este lugar… no la retendré en este nido de víboras.
Coriane sintió una punzada de dolor por su hermano y por su noble, desinteresado e insensato corazón.
—Le permitirías ir al frente, entonces.
—La palabra permitir no existe en mi vocabulario. Ella debe ser capaz de tomar sus propias decisiones.
—¿Y si su padre, Lord Skonos, se opone? —como es inevitable que suceda.
—Me casaré con ella conforme a lo planeado y la llevaré conmigo a Delphie.
—Tú lo planeas todo siempre.
—Al menos lo intento.
Pese a la oleada de felicidad de saber que su hermano y su mejor amiga se casarían, una conocida aflicción se dejó sentir en las entrañas de Coriane. Estarán juntos y tú te quedarás sola.
Julian le apretó la mano súbitamente, tenía los dedos calientes a pesar de la llovizna.
—Y claro que te mandaré buscar a ti también. ¿Crees que te dejaría enfrentarte a la corte sola con papá y Jessamine? —la besó en la mejilla y parpadeó—. Deberías tener un mejor concepto de mí, Cori.
Ella forzó una amplia y blanca sonrisa que centelló bajo las luces del palacio. No sintió nada de esa chispa. ¿Cómo es posible que Julian sea tan sagaz y tan tonto al mismo tiempo? Esto la intrigó y entristeció en rápida sucesión. Aun si su padre accedía a que Julian fuera a estudiar a Delphie, a ella jamás se le permitiría hacer algo semejante. No poseía gran inteligencia, personalidad ni belleza, ni tampoco era una guerrera. Su utilidad residía en el matrimonio, en la alianza que éste acarrearía, y nada de eso se encontraba en los libros o la protección de su hermano.
El Fuego Blanco se engalanaba con los colores de la Casa de Calore —negro, rojo y plata imperial— en todas sus columnas de alabastro. Las ventanas titilaban con la luz interior y el bullicio de una fiesta estrepitosa llegaba desde el espléndido vestíbulo, guarnecido por los centinelas del rey, cubiertos con sus trajes y caretas llameantes. Cuando pasó junto a ellos, todavía cogida de la mano de Julian, Coriane se sintió menos una dama que una prisionera camino al calabozo.
Coriane hizo todo lo que pudo por comer de su plato.
Y también se debatió entre embolsarse o no unos tenedores con incrustaciones de oro. ¡Si tan sólo la Casa de Merandus no hubiera estado al otro lado de la mesa! Todos sus miembros eran susurros y leían la mente, de tal forma que era probable que conociesen sus intenciones tan bien como ella misma. Sara le había dicho que debía ser capaz de sentir si uno de ellos se metía en su cabeza, así que se mantuvo rígida y nerviosa para estar atenta a su cerebro. Esto la volvió pálida y callada, y no dejar de mirar ni un segundo los alimentos que había separado para no ingerirlos.
Julian intentó distraerla, al igual que Jessamine, aunque esta última lo hizo sin querer. Casi se desvivía por alabar todo lo concerniente a Lord y Lady Merandus, desde sus prendas combinadas (él de traje, ella de vestido, ambos titilantes como un oscuro cielo estrellado) hasta las riquezas de sus territorios ancestrales (ubicados principalmente en Haven, entre ellos el moderno suburbio de Ciudad Alegre, un lugar que Coriane sabía que distaba mucho de ser feliz). La prole de los Merandus se mostró decidida a ignorar a la Casa de Jacos, y se mantenía concentrada en sí misma alrededor de la mesa elevada donde la familia real comía. Incapaz de contenerse, Coriane dirigió también una furtiva mirada en esa dirección.
Tiberias V, rey de Norta, ocupaba el centro, naturalmente, muy erguido en su silla ornamentada. Su uniforme de gala negro estaba decorado con puntadas de seda carmesí y galones plateados, al nivel mismo de la perfección. Era un hombre hermoso, más que apuesto, con ojos de oro líquido y pómulos que harían llorar a los poetas. Incluso su barba, suntuosamente salpicada de gris, estaba afeitada con pulcritud y una meticulosa finura. Según Jessamine, la prueba de las reinas en su honor fue un baño de sangre de damas belicosas en pugna por el cetro. A ninguna pareció importarle que el rey no fuese a quererla jamás. Sólo deseaban dar a luz a sus hijos, preservar su confianza y ganarse una corona. Eso fue lo que hizo la reina Anabel, una olvido de la Casa de Lerolan. Ahora estaba sentada a la izquierda del rey, con una sonrisa de desprecio y los ojos puestos en su único hijo. Abierto en el cuello, su uniforme militar dejaba ver una conflagración de joyas rojas, anaranjadas y amarillas como la explosiva habilidad que poseía. Pese a ser pequeña, su corona era difícil de ignorar: gemas negras que parpadeaban cada vez que ella se movía, engastadas en una gruesa banda de oro rosado.
El amante del rey portaba en la cabeza una banda similar, aunque desprovista de piedras preciosas. Esto no parecía importarle, pues mantenía una sonrisa radiante y entrelazaba sus dedos con los del monarca. Era el príncipe Robert, de la Casa de Iral. Aunque no tenía una gota de sangre noble, ostentaba ese título desde hacía décadas, por órdenes del rey. Lo mismo que la soberana, llevaba consigo un aluvión de gemas, rojas y azules como los colores de su casa, que su uniforme negro de gala volvía más impresionantes todavía, además de un largo cabello de ébano y una piel broncínea inmaculada. Su risa era musical y se imponía sobre las numerosas voces que resonaban en