Trono destrozado. Victoria Aveyard
Elara Merandus la atormentaba todavía y volvía a su cuerpo en contra de sus hijos por nacer, no quería ningún anuncio acerca de un posible bebé en el palacio.
Los temores de una reina frágil no eran motivo para desterrar a una Gran Casa, y menos aún a una tan poderosa como la de Merandus. Elara continuaba en la corte, y era la última de las tres favoritas de la prueba de las reinas que no se había casado todavía. No se le insinuaba a Tibe. Al contrario, pedía con regularidad que se le contara entre las damas de Coriane, y con igual regularidad su solicitud era rechazada.
Será una sorpresa cuando la busque, pensaba Coriane mientras repasaba su modesto pero indispensable plan. La pillaré desprevenida, lo bastante sorprendida para que yo pueda actuar. Había practicado con Julian, Sara y hasta Tibe. Sus habilidades estaban mejor que nunca. Venceré.
El baile de despedida que señalaba el fin de la temporada en el palacio de verano era la situación perfecta. ¡Tantos invitados, tantas mentes! Acercarse a Elara sería fácil. Ella no imaginaría que la reina Coriane habría de dirigirle la palabra, y menos aún que la arrullaría. Pero haría ambas cosas.
Se cercioró de vestirse para la ocasión. Incluso ahora, con la riqueza de la corona a su alcance, se sentía fuera de lugar con sus sedas de oro y carmesí, una niña que jugara a disfrazarse contra las damas y caballeros a su alrededor. Tibe silbó como siempre, le dijo que estaba hermosa y le aseguró que era la única mujer para él, en este mundo o en cualquier otro. Aunque normalmente esto la apaciguaba, ahora estaba nerviosa, atenta a la tarea que pendía sobre sí.
Todo avanzaba demasiado lento y demasiado rápido para su gusto: la cena, el baile, el encuentro con tantas sonrisas despreciativas y tantos ojos entrecerrados. Ella era todavía la reina arrulladora para muchas de esas personas, una mujer que había llegado al trono a fuerza de conjuros. ¡Ojalá fuera cierto! ¡Ojalá fuese yo lo que ellos creen! Porque entonces Elara sería un ser sin importancia, y yo no pasaría despierta cada noche, con miedo a dormir, con miedo a soñar.
Su oportunidad llegó bien avanzada la noche, cuando el vino escaseaba y Tibe había optado por su precioso whisky. Se apartó de su lado y dejó que Julian se ocupara de su embriagado rey. Ni siquiera Sara reparó en que su soberana se escabullía, para cruzarse en el camino de Elara Merandus cuando pasó cadenciosamente junto a las puertas de la terraza.
—¿Querría salir un momento conmigo, Lady Elara? —le preguntó con los ojos muy abiertos, concentrados como un láser en los de ella.
Cualquiera que hubiese pasado por ahí habría notado que su voz sonaba como una música y un coro al mismo tiempo, elegante, sugerente, peligrosa. Era un arma tan devastadora como la llama de su esposo.
Sin titubear, Elara fijó sus ojos en los de Coriane, y la reina sintió que su corazón latía con fuerza. Concéntrate, se dijo. ¡Concéntrate, maldita sea! Si la Merandus no lograba ser subyugada, ella se vería condenada a algo peor que sus pesadillas.
Pero lenta, perezosamente, Elara dio un paso atrás, sin romper el contacto visual.
—Sí —respondió desganada y empujó con una mano la puerta que conducía a la terraza.
Mientras salían juntas, Coriane la cogió de un hombro, para impedir que vacilara. La noche estaba húmeda y calurosa; eran los últimos estertores del verano en el norte del valle ribereño. Coriane no sintió nada de esto. Los ojos de Elara eran lo único que tenía en la cabeza.
—¿Ha estado jugando con mi mente? —fue directo al grano.
—Desde hace tiempo no —respondió Elara, con la mirada perdida.
—¿Cuándo fue la última vez?
—El día de su boda.
Coriane parpadeó sobresaltada. ¿Hace tanto?
—¿Qué…? ¿Qué hizo usted?
—La hice tropezar —una sonrisa sutil alteró las facciones de Elara—. La hice tropezar con su vestido.
—¿Eso… fue todo?
—Sí.
—¿Y los sueños? ¿Y las pesadillas?
Elara no contestó. Porque no tiene nada que decir, comprendió Coriane. Tomó aire y aguantó las ganas de llorar. Estos temores son míos. Lo han sido siempre. Siempre lo serán. Algo me pasaba antes de llegar a la corte y me pasa todavía tanto tiempo después.
—Volvamos —siseó al fin—. No recuerde nada de esto.
Cuando se apartó, rompió el contacto visual que tan desesperadamente había necesitado para mantener a Elara bajo control.
Como quien acaba de despertar, Elara parpadeó rápidamente. Le lanzó a la reina una mirada de confusión antes de alejarse a toda prisa, de regreso a la fiesta.
Coriane siguió la dirección contraria, hacia la balaustrada de piedra que ceñía la terraza. Se inclinó sobre ella e intentó recuperar el aliento, intentó no gritar. La vegetación se extendía bajo a sus pies, un jardín de fuentes y rocas a más de diez metros bajo ella. Durante un segundo de parálisis, contuvo el impulso de saltar.
Al día siguiente puso un guardia a su servicio, para que la protegiera de cualquier habilidad Plateada que alguien quisiera usar en su contra. Si no de Elara, seguramente de alguien más de la Casa de Merandus. No podía creer que su mente escapara a su control, feliz un segundo y angustiada al siguiente, como si diera tumbos entre sus emociones al modo de una cometa al viento.
El guardia pertenecía a la Casa de Arven, la Casa silente. Se llamaba Rane y era un salvador vestido de blanco que juró defender a su reina contra toda adversidad.
Llamaron Tiberias al bebé, como era la costumbre. A Coriane no le agradaba ese nombre, pero lo aceptó a petición de Tibe, quien le aseguró que llamarían Julian al siguiente. Era un bebé rollizo que sonrió pronto, reía a menudo y crecía a pasos agigantados. Lo apodaron Cal para distinguirlo de su padre y su abuelo. El mote prosperó.
El chico era el sol en el cielo de Coriane. En los días difíciles, disipaba la oscuridad. En los buenos, iluminaba el mundo. Cuando Tibe partió varias semanas al frente, ahora que la guerra volvía a intensificarse, Cal la mantuvo a salvo. Tenía unos meses de vida y ya era mejor que cualquier otro escudo del reino.
Julian adoraba al niño, le llevaba juguetes y le leía. Cal solía desarmar cosas y colocarlas mal, para deleite de Coriane. Ella dedicaba largas horas a volver a juntar los regalos que él destrozaba, lo cual divertía a ambos.
—Será más corpulento que su padre —dijo Sara. Ella era no sólo la principal dama de honor de Coriane, sino también su doctora—. Es un muchacho vigoroso.
Aunque estas palabras habrían fascinado a cualquier otra madre, a Coriane le asustó. Más corpulento que su padre, un muchacho vigoroso. Sabía lo que eso significaba para un príncipe Calore, un heredero de la Corona Ardiente.
Él no será un soldado, escribió en su diario. Le debo eso. Los hijos e hijas de la Casa de Calore han combatido durante demasiado tiempo, este país ha tenido siempre un rey guerrero. Durante demasiado tiempo hemos estado en guerra, en el frente y… y dentro también. Puede ser que escribir estas cosas se considere un crimen, pero soy una reina. Soy la reina. Puedo decir y escribir lo que pienso.
Al paso de los meses, Coriane pensaba cada vez más en el hogar de su infancia. La finca había desaparecido, demolida por los gobernadores Provos, despojada de sus recuerdos y fantasmas. Estaba demasiado cerca de la frontera Lacustre para que Plateados de verdad vivieran ahí, aunque las hostilidades se restringían a los territorios bombardeados del Obturador. Pocos Plateados caían, mientras que los Rojos morían a millares. Se les reclutaba en todos los rincones del reino y se les obligaba a servir y combatir. Mi reino, sabía Coriane. Mi esposo firma cada renovación de reclutamiento, no detiene el ciclo jamás, sólo se queja del calambre en su mano.
Miró a su hijo en el suelo, que sonreía con un solo