Las rusas. Flor Monfort

Las rusas - Flor Monfort


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pero quiero que mi hijo se calme, se calle, que me deje terminar el trámite con hidalguía, como una señorita buena, que recibe muchos me gusta sin hacer demasiado. Pero se queja, irradia la incomodidad que todas rebotamos con sonrisitas. Abro el placard del estudio y Nélida corre al cuarto. “Solo hay ropa de persona”, me aclara, cerrándolo. “Sí, ya veo”, digo y Madhava me mira y se encoge de hombros sacando la lengua demasiado, como en una travesura.

      —Bueno, no las molesto más.

      —¿Pero no querés saber algo? —pregunta Nélida.

      —No, estoy nerviosa por el nene, gracias.

      —Claro, te entiendo —dice Madhava—. Yo tengo dos.

      —Devolvele las cositas a Nélida —le digo a Juan, y ella, que no había visto que las habíamos tomado, eleva el tono de voz.

      —Ahhh, sí, que las colecciono—. Juan abre los puños haciendo un esfuerzo enorme, Nélida se las saca y yo las pierdo de vista entre mis bártulos y los besos de rigor.

      —Gracias por todo, estamos en contacto —nos decimos, y cierran la puerta del palier dejándome sola en esa estructura llena de escaleras. Tardamos en bajar el doble que en subir, pero liberados de la presión de la charla. Volvemos a casa por Jorge Newbery, cantando “Mi mascota es un pollito”, y cuando estamos llegando al lado conocido, donde la feria de Los Andes marca una peatonal llena de puestos, empieza a sonar mi celular. No lo atiendo hasta llegar a casa, seis cuadras después. Es un número sin registrar, pero yo sé que es el de Madhava. Qué me olvidé, pienso, qué me querrá aclarar. Estaciono y atiendo y la que habla es Nélida.

      —¡Hola! —grita, como si le estuviera hablando a Juan. —Tu hijo se llevó uno de los objetos de mi repisa —me dice, y se entrecorta la voz porque la nuestra es una zona muerta, una zona sin señal o con señal cuando quiere, casi siempre cuando no se la necesita, como ahora. Mi vecino dice que es un Triángulo de las Bermudas de antenas y el chino dice que es por el cementerio, no por la intromisión de los muertos sino por el agujero de aire que implica un terreno tan grande en una ciudad minada por las redes invisibles.

      Lo miro a Juan, que a su vez mira para afuera y no tiene nada en la mano. Intento llamar al número de Madhava pero es imposible, como siempre. Subimos a casa y le reviso la ropa; estoy segura de que esto no va a quedar así, o tal vez después de cortar conmigo Nélida revisó la repisa y descubrió que puso ahí la paloma y la llama y ya no repite el reclamo por la dificultad y el alivio. Pero no, estoy segura además de que ella se las sacó de la mano; yo la vi hacerlo. Tal vez las puso en otro lado, perturbada por el trámite de la despedida, por la violencia de la intromisión. Madhava me dijo que después de mí venían cinco familias a ver el departamento, y que le había costado mucho convencer a Nélida del tour; también deslizó que le había costado mucho ella en general, sobre todo porque, en su exilio provinciano, el contacto con Capital era intermitente.

      —Te llamo porque tu hijo se quedó con un objeto de mi repisa —vuelve a decir Nélida cuando logra comunicarse.

      —No, Nélida, vos se los sacaste, no tenemos ninguno —le digo con amabilidad, pero se corta de nuevo.

      Me siento en el sillón del living; el trámite duró más de una hora. Pienso en la gente que está viendo el departamento ahora. La tarde se vuelve violeta y por la ventana reinas con vestidos dorados cabalgan sobre lomos de elefantes. Nunca estoy en mi casa a esta hora. Miro las pilas de cosas que tengo que embalar cuando me mude, las que yo traje a esta casa para poblarla y las que no me pertenecen pero ya son como mías. Me entra un mensaje de Madhava, tan poco claro como el recuerdo de su cara. “Neli dice que los tienen pero no c k decirle”. ¿Decirle qué? ¿Que no los tenemos? ¿Que no nos importa? Me empieza a hacer ruido la panza mientras mi hijo se vuelca sobre su caballo de madera para mirar una lámina que pegué en el piso. En la lámina hay mariposas, caracoles, hojas de plátanos, tipos de barcos sin quilla flotando con arpas y xilofones, un sifón, una tropa de alces. Los mira sin respirar, como bloqueado por una epifanía sin lenguaje. Pongo el celular en vibrador pero no vibra, ahora Madhava escribe “dice que por favor se los traigas el lunes, k p ella son sagrado s”.

      Borro a Madhava de mis contactos y busco a Nélida en la web. Descubro que es la mamá de una conocida mía, otra amiga de amigas, una actriz a quien entrevisté varias veces y que me dio la postal de su primera obra, Desmadre, en la primera nota que le hice, en un McDonald’s de Cabildo casi provincia. Se descompuso durante la charla, fue al baño y volvió tambaleándose; me dio la postal y se fue con un gesto dramático y mudo. Puse esa postal con imanes en mi heladera, con la figura de un animal extraño que se vuelve una fémina ninja con un jopo arco iris. Ahí quedó la postal durante todos estos años de mudanzas, inundaciones y maternidad, esa locura de intensidades que me dio un hijo que ahora mira el pedazo de cielo fucsia que baja por Fraga y se queja porque le robaron un día de juegos. Nélida tenía la misma postal en la heladera y también varias fotos con ella, la hija actriz, que le dedicó la obra con un “Nosotras contra el mundo”. Sobre Nélida, Internet también dice que estuvo involucrada en un episodio extraño dentro de su propia casa, cuando vivía en Uruguay, porque su marido se confundió la puerta del baño con el comienzo de la escalera y se cayó hasta reventar su cráneo contra el descanso. Nélida lo vio muerto de madrugada y llamó a la ambulancia pero limpió toda la escena, lo que la convirtió en sospechosa instantánea; la causa duró varios años hasta desaparecer de los medios.

      Nélida ya no inquilina sino madre hippie, no asesina. Pienso que se defendía de los golpes del marido y que ahora vive la vida de una adolescente atormentada prendiendo cigarrillos en la cama y tirando los fósforos al piso, haciendo arte que nadie compra, dejando crecer plantas hasta el techo, apenas regadas, un poco obsesionada con ser inquilina y acumular expensas que no puede pagar, en un país que no es el suyo pero que la recibió sin señalarla, y no por desprejuicio sino por desconocimiento. Mi madre se volvió rígida con los años, ordenando los zapatos por color aunque no los use, los sweaters de la juventud por talle, talles imposibles para la vejez. Borró las rayas que atrás de la puerta de su cuarto marcaban mis nuevas alturas y los pesos de sus dietas escritos en lápiz negro en su baño. Pintó cada habitación de otro color y cambió las alfombras manchadas de nuestra infancia. Mi mamá, tan agradecida de tenernos en su vida, casi atados a ella, se exaspera si no le hablo y tiene arcadas cuando me instalo en su casa con mi bebé, cuando los brazos no me dan más o me engripo hasta tener la nariz tapada de cal. Pienso en mi mamá viendo ese departamento, riéndose conmigo de la mamá bolche y también del deseo de matarla, lo que me acerca a Nélida asesina. O no. ¿Quién no piensa en la muerte de los que duermen bajo su mismo techo?

      Marcos y yo nos vimos en ese boliche, el de Rodney, una noche de mayo, la del feriado. Yo estaba de novia con Fede pero él ya me había soltado la mano. Hacíamos la mímica de buscar una casa juntos pero deambulábamos por Florida en su auto de cambios automáticos, callados, y terminábamos almorzando en el Bajo de San Isidro, un sándwich de algo empanado con semillas, mirando revistas de moda y el celular de reojo. Atrás, el río, el mismo que navegué toda mi infancia con mi papá, escuchándolo decir que en el agua se sentía realmente vivo, buscando en el Tigre algún tipo de refugio a esa pareja imaginaria que formábamos juntos. Me resultaba nauseabundo este, un río gris de barro al lado de aquel, con olas plateadas que acariciaban nuestra marcha. Fede nunca me quiso realmente y el hecho de que siga buscándome, ya con mi hijo a cuestas, lo demuestra, lo demuestra esa insistencia que lo hace pararse en la puerta de mi casa con las balizas prendidas mientras me manda mensajes de ruego. “Por favor bajá un rato”, “un beso en el auto y me voy”, “hablamos por la ventanilla”, “quiero olerte la boca”, y así. Un día bajé con el bebé en el fular y Fede se rió, se acomodó el bulto sentado al volante y echó el asiento para atrás. Pero yo lo miré y empecé a caminar lentamente, con sus ojos clavados en mi pelo. Caminé por Charlone primero, doblé en Jorge Newbery y compré seis tomates en la verdulería de Guevara. Cuando volví ya no estaba pero sentía que me seguía los pasos, y a los pocos días aflojé a la demanda, accedí a las caricias porque él me conoce y qué importa el cuerpo débil del puerperio. También le pedí plata, que me busque una casa, lo insulté y denigré su trabajo como publicista, lo bloqueé mil veces y volví a pedirle que no me hablara hasta


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